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“Si algún día llego a formar parte de alguna escuela, me gustaría que fuera la escuela invisible de mi padre, según la cual puedes percibir lo sublime en una boñiga de búfalo. Lo sublime está en todas partes”, escribe Gueorgui Gospodínov en El jardinero y la muerte. “Sólo lo fugaz y lo efímero merecen ser narrados”, le hacía decir a Gaustín en una cita al comienzo de Física de la tristeza.
Esto de ser libreros culturales te puede llevar a la especialización en una faceta de la vida que podríamos llamar Pasar un Par de Horas con Escritores. Conocemos a muchos escritores durante muy poco tiempo. Sería una tentación intentar relacionar con sus obras algunas de las impresiones recogidas en esos breves encuentros, articular una hermenéutica raquítica e inútil que nos permitiera saber si la manera de conversar, comer o atusarse el pelo de alguien tiene algo que ver con cómo escribe. Una tentación en la que no caemos.
Sin embargo, a veces se produce un instante en el que alguien te mira o te cuenta una historia y te parece estar leyéndole, alguien que se conduce como un libro (de los suyos) abierto. Ocurrió con Gospodínov, por ejemplo. Y lo hemos confirmado leyendo este libro tan personal, en el que narra el proceso de pérdida de su padre, un hombre de dos metros con una cazadora de cuero y un bastón, alguien “con aquella elegancia del viajero sin equipaje”.
“Mi padre murió y Mi padre se muere son dos frases completamente distintas. La primera es un hecho, una conclusión; la segunda, una novela”. El jardinero y la muerte es esa novela, una elegía dolorosa que celebra la vida. Porque qué nos queda a los demás sino la vida, la memoria. El padre cultivaba un jardín, el mundo donde quería vivir rodeado de sus plantas y sus afanes. Y Gospodínov consigue convertir ese espacio en una poderosa metáfora: las historias son semillas. La resurrección y la inmortalidad son ideas provenientes de la botánica, dice. Plantar, ver crecer, ver morir, ver renacer. Gueorgui recibió de Dinyo la facilidad para narrar, una vis tragicómica y detallista, pequeños cuentos que si no explicaban el mundo por lo menos ayudaban a sobrellevarlo. “Nada que temer”. Esa es su herencia.
Si ya has leído a Gospodínov, conoces su estilo. Es un narrador nato que en cualquier vuelta de página escribe algo que te deja noqueado: “¿Seguimos existiendo si se va la última persona que nos recordaba como niños?”. Todo el libro es una especie de camino recorrido a ciegas ante la incertidumbre de qué pasará en el instante en el que todo acabe, una manera de volver a esos momentos en el que ambos se aferraban a la vida en común mientras les acechaba la enfermedad. Un libro que nunca quiere decir adiós, aunque desde el principio sabemos qué va a ocurrir. La línea “Mi padre era jardinero. Ahora es jardín” tal vez haya sido escrita para ser recordada una de los mejores comienzos de la literatura.
Gospodínov recorre territorios míticos de la vida real y de los libros, trae al presente a toda una generación –la que vivió la caída del Muro de Berlín en torno a los cincuenta años– que quedó en los márgenes de la historia. Es un libro escrito con dolor, humanidad y esa mirada comprensiva e inteligente que recordamos mientras lo leemos.
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