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Consideramos que venir aquí y decir ¡buah! de vez en cuando es parte de nuestro trabajo, una parte importante. ¡Buah! en el sentido de sorpresa, asombro, incredulidad buena o deseo. Nuestros buahs vienen en un altísimo porcentaje detonados por libros, somos así de previsibles.
Mecanismo de este ¡buah!: alguien escribe unos relatos en su casa japonesa hace unos cincuenta años, esas palabras consiguen traspasar el tiempo, una editorial decide publicarlas –consonni– por primera vez en nuestra lengua –traducidas por Tana Oshima–, las empaqueta en formato libro que va desde la imprenta hasta un almacén y de ahí a una librería y de ahí a las manos de alguien y ese alguien lo lee y dice ¡buah!
Nos dirás que todos los libros siguen más o menos el mismo proceso, y que todos buscan por lo menos un poquito de ¡buah!, y que llevamos diez años y pico recomendando cada viernes un libro –más los de entre semana– colocándole adjetivos de los bonitos, que a ver de dónde sale tanta literatura buena. Y eso son hechos. Y luego a lo mejor luego tu coges este libro que nos ha hecho exclamar ¡buah! y dices, porque confías en el poder expresivo de las interjecciones, pche, pche. Lo vemos improbable en este caso, pero todo puede pasar, porque sabemos que la expresión de los gustos dice más sobre quien expresa que sobre la cosa misma. Y no pasa nada. Nuestros buahs son los buahs que tenemos.
Y hoy hemos venido a expresar que Aburridísima, de Izumi Suzuki, ¡buah!
Los tres párrafos de antes nos los podríamos haber ahorrado y empezar aquí mismo describiendo los porqués de este entusiasmo. Pero de vez en cuando está bien hacer explícitos los mecanismos, esto es muy contemporáneo. Porque de los buahs nos gusta, uno: tenerlos, dos: compartirlos. A los influencers les valdría con decir ¡buah! y palante, pero aquí somos libreros y damos detalles.
Un poco de contexto. Izumi Suzuki (1949-1986) fue actriz, modelo de fotografía –Araki Nobuyoshi la retrató tumbada en habitaciones en trabajos que recuerdan a las series de Cindy Sherman–, una figura poderosa dentro del para nosotros desconocido mundo underground del Japón de los años setenta. Empezó a escribir relatos para una revista de ciencia ficción mientras mantenía una relación con el saxofonista de vanguardia Kaoru Abe, con quien tuvo una hija. Los relatos incluidos en Aburridísima está escritos tras la muerte por sobredosis de Abe, en 1978, su época creativa más fructífera. Suziki se suicidó con treinta y seis años.
Su vida, esa especie de malditismo de fotografía sobreexpuesta rollo el Nick Cave de Berlín, da para reportajes donde el foco va más hacia el personaje que a la obra. Y tampoco debería importarnos mucho, hasta que lees el relato ‘El inolvidable Club Náutico’. En esa historia de dos chicas jóvenes en un planeta-balneario, ocupadas con sus tardes relajadas y sus amoríos, de repente aparece nítida una visión del dolor de lo que significa ser una mujer enterrada por sus obligaciones y el paso del tiempo para nada, algo que no sentíamos tan poderosamente desde que leímos los cuentos de Lucia Berlin. Como si esa teletransportación a mundos lejanos tan queridos por Ray Bradbury –esa facilidad para dotar de naturalidad a lo extraordinario– se encontrara con Berlin y toda su angustia: no eran turistas del dolor y encontraron en la escritura algún tipo de salvación, un lugar en el que aferrarse a sí mismas, una necesidad.
La ciencia ficción de Suzuki va en esa línea: una capa de imaginación alucinante en la que sus mujeres protagonistas lidian con asuntos muy terrenales. El género fantástico como una convención desde donde poder crear una escritura que si tuviéramos que definir de alguna manera diríamos que es desestabilizadora, ajena a cualquier discurso de poder, de ambición, de conquista. Su literatura hace explícita una grieta en la realidad, emite la vibración constante de un malestar que queda soterrado en una sociedad que pide disciplina, tensión, productividad. Dominación.
Sus personajes son ambivalentes: dudan, sienten celos, odian un poquito o mucho. “Se sentía como un perro recién muerto”, dice de una de ellas. “Son títeres manipulados por hilos invisibles que ella mueve con dedos amputados”, escribe Chenta Tsai en el prólogo. Escenarios planetarios para mujeres disociadas, tan alejadas como galaxias de algo parecido a la felicidad que ya ni siquiera la buscan.
Con esos materiales, Suzuki construye un mundo propio plagado de ruinas pop norteamericanas –canciones, vestuarios, películas, una familia de colonos terrícolas que se educa leyendo Lo que el viento se llevó–, matriarcados, parejas mixtas terrícola-alienígena, leyes de criogenización, suministradores de dopamina implantados en el cerebro, sillas que dan consejos no solicitados… una sensación constante de sorpresa, de inteligencia, una prosa que –gracias, Tana Oshima– destila algo absolutamente contemporáneo, un humor oscuro y verdadero.
Salimos del libro convencidos de que en realidad la biografía de Izumi Suzuki es una invención suya más, que en realidad es una escritora del futuro encarnada en aquella joven que miraba con insolencia a la cámara mientras inventaba el ciberpunk. Que no fue una visionaria –algunos cuentos estremecen por la exactitud para nombrar los extremos a los que estamos llegando– sino que escribe desde algún lugar en el tiempo donde todo es trágico y a la vez da todo igual. Y que la única certeza es que sólo la imaginación sobrevive.
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