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Nuestro panorama de lecturas está derivando últimamente hacia los parajes de la fantasía. Tal vez esto quiera decir algo, aunque no sabemos muy bien qué. Desde septiembre para acá, te hemos traído a Anna Starobinets y sus mitologías asiáticas de cambiacuerpos, y a Francisco Serrano con su terrorista místico y mesiánico con momia de pantano incluida. Cerremos hoy la trilogía con Brian Catling.
Escondido en La montaña hueca, la última novela que publicó antes de su muerte en 2022, hay todo un manifiesto sobre la imaginación y la fantasía. Dos monjes del siglo XVI –maestro y discípulo– conversan sobre un cuadro de El Bosco. Acaban de presenciar en secreto Las tentaciones de San Antonio, con sus criaturas diabólicas mitad animales, mitad humanas. El párrafo es largo, pero creemos que merece la pena. Dice el maestro:
“Si dibujas las cosas cotidianas de la vida que conocemos al lado de unas criaturas y situaciones grotescamente distintas, el contraste te hará reír. En cambio, si lo pintas todo con gran pericia y meticulosidad, otorgándole la misma autoridad a todas las partes, de tal manera que el sol que calienta el árbol también proyecte su sombra sobre los tristengendros y más allá, sobre esa tapia que conoces y sobre la calabaza que cultivó tu padre... entonces, entonces, habrás creado una convicción por medio de la agudeza de tu ojo y del talento y la práctica de tu mano. Si la pintura entera funciona con la misma audacia brillante, entonces la convicción se convertirá en enigma. Y ese misterio fermentará en nuestras mentes; no a la manera de una mascarada o una obra de marionetas, sino como exigencia de poner a prueba nuestra percepción de la realidad. Tanto en este mundo como después de él, y quizás también en otros con los que no hemos soñado nunca”.
La figura de Catling actuó como un elemento extraño en el panorama artístico que surgió en Londres a partir de los ochenta. Desde la pintura y la escultura derivó hacia la acción performativa, máquinas efímeras de crear tensión: “No hago arte para tu comodidad, no soy un artista de entretenimiento, no hago cosas para hacerte feliz”, decía en una entrevista. Escribía poesía y destruía sus producciones artísticas. Un artista voluntariamente al margen del mercado, no por un posicionamiento político, sino porque “quería crear obras que sólo existieran en la memoria”.
Publicó su primera novela con sesenta y un años. Y, bueno, menuda novela: Vorrh. El bosque fantástico, publicada aquí por Siruela con traducción de Pablo González-Nuevo. Alan Moore decía que era como sumergirse en el mar por primera vez, Tom Waits la abrazó como referente de su propia y oscura búsqueda, Iain Sinclair decía que reordenaba los átomos de tu ser y Terry Gilliam –que quiso adaptarla al cine– envidiaba su imaginación. Y nosotros y algunos lectores corsarios más todavía recordamos su impacto, la certeza de estar ante algo extraordinario, en todos los sentidos de la palabra.
La montaña hueca nos ha devuelto ese placer. Antes de terminarla la definía como “Sam Peckinpah se encuentra con Bruegel” y eso nos acerca a su peripecia. Un grupo de mercenarios deben atravesar una montaña con una extraña misión, un Oráculo que residirá en un monasterio que actúa como guardián de algo llamado La Glándula de la Misericordia, una especie de brecha por donde brota como un magma macabro la lucha entre la vida y la muerte, que permanece oculta a los ojos de los humanos. En el pueblo, una mujer llamada Meg la Gris recibe la herencia del poder de una compañera, quemada bajo acusación de brujería. Esos tres elementos: los mercenarios, los monjes, la mujer. Con ellos arma una trama mixta –luchas escolásticas, forajidos en el camino, emancipación de una mujer–que nos lleva hasta el final de la novela. Y también están la Torre de Babel, la Inquisición, lucha del Carnaval y la Cuaresma.
Pero por el medio es cuando viene lo importante, que es la propia escritura de Catling, traducida por Javier Calvo en edición de Aristas Martínez. Toma los cuadros de El Bosco y Bruegel –nos imaginamos el impacto que debieron tener esas obras perfectas y extrañas en aquel momento– y les da vida, hace con las palabras lo mismo que esos artistas con sus pinceles: hacer creíble lo anormal, prender la chispa de lo fantástico en la realidad como quien planta una semilla, alimentar esa pequeña llama y convertirlo todo en un incendio gigante.
Su estilo pinta en la mente: parece capaz de captar la esencia de todo –el paisaje, los personajes, la luz– más allá de su superficie y trasmitir esa revelación con un lenguaje creado a medida para el asombro, lo ominoso y lo terrenal. “La imaginación es un músculo, uno que aumenta con el ejercicio. Tienes que decirle: ‘eso no es suficiente, tienes que ir más allá’”, decía el autor. En cada capítulo aguarda un descubrimiento.
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