Máscaras negras para reivindicar la memoria
Mujeres afrodescendientes de Mascarilla, en Ecuador, lideran una iniciativa de turismo comunitario cuyo sello de identidad son las máscaras africanas que ellas mismas crean con sus manos.
Las manos de Lucía Lara se esmeran en perfilar los ojos del rostro de barro. ESTEFFANY BRAVO S.
Mascarilla (Ecuador)
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Tras una vida de exclusión y racismo, Lucía Lara abandonó su trabajo como empleada remunerada del hogar en la ciudad blanca de Ibarra, en el norte de Ecuador y resolvió dedicarse por entero a su pasión: el arte alfarero de raíces africanas. En 2003, Lara formó una asociación junto a una decena de compañeras de Mascarilla, una de las 38 comunidades del afroecuatoriano Valle del Chota. Con la ayuda de un misionero belga buen conocedor del continente africano, las mujeres aprendieron a modelar máscaras a imagen y semejanza de sus ancestras. De los alargados y elegantes rostros que perfilaban con sus manos emergió un sentimiento de pertenencia. Las anchas narices y prominentes labios hechos de barro cocido plantaron en las mujeres la semilla de la curiosidad sobre su origen. El orgullo de ser negras afrodescendientes venció por primera vez a la vergüenza de una historia negada. Mientras moldeaba una máscara tras otra, Lara fue capaz de quitarse la máscara que le oprimía desde que nació: la de la discriminación por el color de su piel.
“A través de las máscaras nos interesó saber de dónde veníamos. Nos dejamos de enfadar si nos decían ‘negra’, ‘morena’. Antes nos parecía una ofensa, pero luego fuimos asimilando que no era algo malo”, explica Paquita Acosta, una de las fundadoras de3 la asociación Grupo Artesanal Esperanza Negra (GAEN). Como sus compañeras, Acosta nunca antes había visto una máscara africana, pero no tardó en dominar la técnica. “Nos sorprendimos al darnos cuenta de que teníamos un arte escondido que nunca habíamos visto. Lo llevamos en la sangre”, defiende esta mujer de 45 años, mientras muestra con satisfacción las piezas de cerámica que adornan las paredes de su casa de dos plantas.
La comunidad de Mascarilla, cuyo nombre derivado del kichwa nada tiene que ver con el arte de sus mujeres, acoge también un proyecto de etnoturismo. A raíz del éxito de la venta de máscaras a los visitantes, las asociadas decidieron construir dos cabañas con apoyo de varias ONG para alojar a aquellos viajeros que quisieran quedarse a pasar la noche en el poblado, de aproximadamente un millar de habitantes. Además, habilitaron cuartos en sus casas para permitir que los turistas pudieran convivir con las familias y así conocer más de cerca la cultura afrochoteña. “Ellos tienen que adaptarse a las reglas de la familia, siempre con respeto de un lado y del otro”, afirma Lara, que reside en una modesta casa de cemento y techo de zinc junto a dos de sus cuatro hijos.
“En nuestra comunidad, por ser mujer no tenías derecho a hacer cosas diferentes, a salir, a estudiar...”
Esta iniciativa turística también ha tenido a las mujeres como protagonistas. Recluidas durante años en la asfixiante esfera del hogar y la huerta, las socias de GAEN pudieron romper la invisible barrera de los roles de género gracias a sus proyectos. “En nuestra comunidad era terrible. Por ser mujer no tenías derecho a hacer cosas diferentes, a salir. Como mujer eras para lavar, para planchar, para hacer todo lo de la casa, pero más no. Nada de estudiar, prepararte para hacer nuevas cosas”, lamenta Betty Acosta, quien gracias en parte a su liderazgo en la asociación GAEN llegó a ser la primera presidenta del cabildo de Mascarilla. “Disminuyó bastante las brechas de género y nos ayudó a viajar. A mí me tocó ir a Italia por medio de este proyecto”, manifiesta esta auxiliar de enfermería, que voló a Europa en 2004 para realizar varios intercambios culturales.
Sus actividades artísticas y hosteleras también dan réditos económicos. A pesar de que solo venden las máscaras en una tienda ubicada en su comunidad debido a malas experiencias con negocios de comercio justo en Quito, las alfareras llegaron a obtener cada una hasta 500 dólares mensuales en los tiempos de vacas gordas. En los últimos años las ventas han bajado, en paralelo al declive de la economía nacional. El terremoto de 2016 y la alerta por el virus del zika son los principales motivos identificados por las mujeres para explicar la caída del turismo en Mascarilla, situada en el cantón Mira, a escasos kilómetros de la carretera Panamericana que atraviesa los Andes rumbo a Colombia. Lara y sus compañeras esperan que en este 2017, Año Internacional del Turismo Sostenible para el Desarrollo, su iniciativa vuelva a prosperar.
En cualquier caso, la dedicación al etnoturismo ya le permitió a Lucía Lara entregar su vida a su actividad favorita: el arte negro. “En el colegio quise hacer dibujo artístico, pero mi mami no me dejó”, recuerda la vigorosa mujer de 42 años. “En esa época no estaba bien visto que las mujeres estudiaran fuera. Yo tenía 14 años y no había dibujo en Mascarilla”. Pese a que el camino no fue fácil, Lara finalmente consiguió entregarse por entero a las máscaras. “He sufrido demasiado. En las casas donde trabajé, era la primera en levantarme y la última en acostarme. Me pagaban 180 dólares y no querían afiliarme al seguro social. Ya no aguantaba más”, proclama esta madre soltera que ha sacado adelante a sus hijos y que ahora defiende los derechos de su antiguo gremio en la Unión Nacional de Trabajadoras Remuneradas del Hogar. Lucía, además, cría cabras para vender leche y cultiva el huerto familiar para proveer a sus descendientes de yuca, aguacate, mangos y plátanos. Todo ello sin olvidar el oscuro pasado que durante siglos vivió el pueblo afrodescendiente al que pertenece y del que su tío, Salomón Acosta, es el mejor custodio.
Memoria de la explotación
Acosta añora África a pesar de que nunca estuvo allí. Puede que no pisara sus selvas y sabanas, pero el agua del río Congo fluye por sus venas. El viejo Salomón, de 72 años, es la memoria viva del Valle del Chota. “Cuando llegaron los españoles con el comercio negrero en el siglo XVI, llegamos también los afrodescendientes a través del puerto de Cartagena de Indias”, cuenta el hijo más insigne de Mascarilla, quien preside la Federación de Comunidades y Organizaciones Negras de Imbabura y Carchi (FECONIC). Arrancados a la fuerza del África Occidental, principalmente de los territorios que hoy pertenecen a Angola y Congo, miles de cuerpos despojados de alma poblaron las fértiles y cálidas riberas del río Chota, a 1.500 metros sobre el nivel del mar. Obligados a trabajar en condiciones inhumanas en el cultivo de caña de azúcar, los esclavizados color de ébano fueron perdiendo poco a poco su lengua y sus tradiciones para adaptarse a las exigencias de los explotadores, en su mayoría jesuitas.
Salomón no habla el bantú de sus antepasados, pero recuerda cómo su padre vivió eternamente atado a la hacienda bajo el régimen del concertaje. “Tenía que trabajar toda su vida porque tenía una deuda con el patrón”, aclara refiriéndose al endeudamiento perpetuo al que los peones se veían sometidos, obligados a destinar sus ínfimos jornales para compensar al amo blanco o mestizo por los adelantos que este ofrecía para sufragar impuestos y fiestas religiosas. “Todo lo que trabajaron nuestros papás y nuestros abuelos y también nosotros iba al bolsillo de ese señor. Mientras, nosotros vivíamos comiendo las hierbas del campo. Y si los capataces nos veían cogiendo una caña del cañaveral, se lo descontaban a nuestros padres del jornal”, rememora Salomón. Ni la abolición oficial de la esclavitud en Ecuador a mediados del siglo XIX, ni el reparto de tierras que facilitó la Ley de Reforma Agraria y Colonización de 1964 supusieron, según el septuagenario, una mejora sustancial en la vida de los afroecuatorianos, que representan hoy más de un 7% de la población de Ecuador.
Pese a que los latigazos y torturas quedaron a un lado, Salomón considera que la esclavitud no ha terminado. Un nuevo concertaje se ha labrado a la sombra del discurso liberal. “Los patrones ya dejaron las tierras y se fueron a la ciudad a estarnos esperando para vendernos la ropa, la televisión. Ya no están con los mosquitos al sol y la lluvia, están sentados en sus casas, son dueños de las tiendas a las que vamos a gastarnos el dinero”, expone. “Y cuando no tenemos plata para comprar al contado un aparato, entonces nos dan a crédito, con unos intereses que acaban doblando el precio”, argumenta el respetado anciano de Mascarilla, pesaroso de que la competitividad haya ganado terreno a la solidaridad entre sus jóvenes congéneres.
Muchos campesinos del Valle del Chota continúan sembrando caña, pero ahora, en vez de entregársela al hacendado, la venden al ingenio azucarero. Mientras tanto, tienen que seguir aguantando insultos comunes como ‘negros vagos’. A Salomón se le tuerce el semblante al mencionarlo. “Muchos mestizos no reconocen todo el sufrimiento, el aporte que nosotros como afrodescendientes hemos dado para que nuestro país sea libre y para que ellos sean cada día más ricos”, se queja antes de enumerar varias formas de racismo cotidiano al que se ve sometida diariamente la diáspora africana en Ecuador.
A pesar de las circunstancias adversas que ha sufrido a lo largo de su vida, Lucía persiste en su ilusión de hacer de Mascarilla un destino imprescindible para los viajeros ávidos de conocer la cultura afroecuatoriana. Situada a tres horas al norte de Quito, la comunidad del Valle del Chota se esfuerza por afirmar una historia que fue negada durante siglos. Superado el tiempo en que fueron tratadas como animales de carga o de cría, las mujeres de la asociación GAEN continúan moldeando el barro extraído de las montañas andinas para crear figuras que evoquen a sus ancestras africanas. Lucía, convencida de la importancia de recuperar y reivindicar la memoria de su pueblo, agarra cuidadosamente la espátula con la que delinea los contornos del rostro de cerámica. “Soy artista con manos de negra”, sentencia con orgullo.
FOTOGALERÍA“Soy artista con manos de negraLa pena negra
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