Viejas querellas
El buen humor y el exquisito cinismo han redimido a algunos gobernantes, que se han alejado del revanchismo en sus libros
Leopoldo Calvo-Sotelo, Adolfo Suárz y Felipe González, en el entierro de Miguel Ángel Blanco en Ermua en 1997. SANTOS CIRILO
El poder político y la literatura suelen darse de bofetadas sin contemplaciones, pero el gobernante y la literatura han tenido tratos todavía menos amistosos: el oficio de la literatura como laboratorio de una verdad singular parece enemistado con la capacidad del poder para exprimir una verdad que no sea utilitaria, revanchista o reivindicativa. Por fortuna, hace ya muchos años que dejó de ser ultraminoritario el memorialismo firmado por exgobernantes dispuestos a contar el iceberg sumergido de la vida política, su malla viscosa y secreta de tratos, trastos y traiciones. El buen humor y el exquisito cinismo han redimido a algunos de los gobernantes, y Leopoldo Calvo-Sotelo supo fabricar en Memoria viva de la Transición (1990) un artefacto entretenido y valioso más allá del afán informativo del lector, como las Memòries de l’exili (1978) del conseller de la Generalitat republicana Carles Pi Sunyer pueden leerse apasionadamente sin pensar ni en la Generalitat, ni en la República, ni en la guerra.
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