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«Marica no; maricón, que suena a bóveda» le espetó en 1939 el cantante Miguel de Molina a un grupo de falangistas que le increpaban desde el público durante una actuación. Pocos días antes, tras un concierto en el Teatro Pavón, el cantante de copla había sido agredido por tres energúmenos –uno de los cuales sería el futuro alcalde de Madrid, Escrivá de Romaní– que le propinaron una brutal paliza al grito de «¡Por marica y rojo!».
Con su respuesta, Molina estaba haciendo uso de una de las pocas estrategias que tenemos ante el insulto: la reapropiación, que es el proceso cultural por el cual un grupo social resignifica el uso de palabras que habitualmente se han utilizado contra ellos de manera peyorativa, para así neutralizarla. «Maricón», «bollera», «sudaca», «tullido» o «puta» son ejemplos de palabras que han sufrido esta evolución. La historia nos demuestra que puede ser una estrategia eficaz: algunas de las palabras que hoy empleamos con significado neutro fueron usadas anteriormente como insulto. Es el caso de «feminismo», término que acuñó a finales del siglo XIX el médico Fanneau de la Cour para designar la pérdida de caracteres sexuales secundarios en los hombres enfermos de tuberculosis: se les caía la barba y su cara se redondeaba; más tarde se usaría como insulto contra aquellos hombres que apoyaban a las sufragistas. Otro ejemplo puede ser el de «queer», que significa «extraño» en inglés y se usaba para designar a aquellas personas con comportamientos sexuales considerados no-normativos.
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