FUERA DE RUTA
El sueño del rey de las abejas
Belleza y leyenda en las iglesias etíopes de Lalibela, excavadas en la roca
PACO NADAL - 10/09/2005
Una docena de recintos de piedra del siglo XII. Para admirarlos no hay que mirar hacia arriba, sino a los pies. Centro místico, portento de la arquitectura religiosa en una región ignota de África.
Hace más de 700 años, un rey etíope decidió hacer de su ciudad la Jerusalén del mundo cristiano ortodoxo. Pero en vez de levantar grandes templos a la manera clásica, se le ocurrió excavarlos en la roca. Es la noche del 1 de mayo, y esas iglesias talladas en el maleable suelo volcánico del norte de Etiopía son un hervidero de gente. Miles de peregrinos envueltos en túnicas blancas llamadas gabi (o kemis en el caso femenino) han llegado hasta este remoto punto de África para celebrar la pascua ortodoxa etíope. De madrugada, el suelo aparece alfombrado de cuerpos que descansan cobijados entre los gabi de algodón. Es difícil dar un paso sin pisar a alguien. Los más madrugadores han conseguido un hueco dentro de las iglesias, pero la mayoría reposa tirada por los patios y tesos que rodean el conjunto. El aire balsámico de la noche etíope se mezcla con el olor de las acacias y las fragancias dulzonas del desierto hasta embotar los sentidos.
Apenas hay contaminación lumínica en Lalibela, por lo que el cielo se antoja un terciopelo de candilejas tan cercano que parece que va a caer sobre los romeros. El ritmo monocorde de los kebro (tambores) y los cánticos en geez de los sacerdotes ortodoxos retumba contra las paredes de piedra roja de los templos y su eco se pierde como agua de sumidero entre los túneles y pasadizos que las unen. En un momento dado, el ritmo de la música y de la letanía se hace más vivo. Los peregrinos se levantan, encienden una vela y marchan en procesión en torno a la iglesia siguiendo a la comitiva de popes, músicos y portaestandartes que alzan iconos de pan de oro y cruces meskal fundidas en bronce hace varios siglos. Después de dos meses de ayuno y un largo viaje hasta aquí, los fieles parecen alcanzar por fin el éxtasis de los elegidos, la paz de espíritu que les comunica directamente con el más allá.
A los no más de 20 forasteros que esta noche asistimos a la celebración de Lalibela la emoción se nos anuda en la garganta. Es como si nos hubieran transportado al siglo XV, porque lo que en este momento acontece debe de haber variado poco, por no decir nada, respecto a lo que ocurría hace siglos. No hay luz eléctrica ni elementos modernos disonantes. Sólo túnicas blancas y rostros oscuros de facciones semíticas mecidos por los vaivenes encarnados de las antorchas, que hacen aún más espectrales los perfiles de roca viva de las iglesias. Una piedra desnuda pero llena de vida que, lejos de otras manifestaciones religiosas seudofolclóricas, hace de Lalibela un gran centro místico.
Un rey de la dinastía Zagwe
Situada en una esquina poco accesible del norte de Etiopía, cerca de la frontera con Eritrea, en mitad de unas montañas áridas y pobres que apenas verdean durante la temporada de lluvias, Lalibela sería un ignoto lugar más de la África olvidada de no ser porque un rey de la dinastía Zagwe decidió a finales del siglo XII construir una serie de templos que convirtieran la aldea en el mayor santuario de peregrinaje de los cristianos ortodoxos abisinios. Por qué decidió excavarlos en la roca en vez de levantarlos con mampostería a la manera tradicional sigue siendo un misterio, pero pudo deberse a la intención de ocultarlos a las incursiones árabes, muy frecuentes en la época.
El resultado fue una de las maravillas de la antigüedad, un conjunto de 11 iglesias distribuidas en dos grupos, más una duodécima separada de éstas, que se fueron deconstruyendo a golpe de cincel, vaciando la roca hasta lograr un volumen interior igual al que se hubiera conseguido en un templo clásico, con planta de cruz griega, columnas, capiteles, bóvedas de medio punto y altares, sólo que todo de una pieza.
La leyenda dice que poco después de su nacimiento, el rey fue cubierto por un enjambre de abejas que no le produjeron daño alguno, símbolo en Etiopía de que estaba destinado a la divinidad. Por eso su madre lo bautizó como Lalibela, que en amárico significa "las abejas reconocieron su soberanía". Durante el sueño que siguió al milagro, imaginó cómo debían ser las iglesias que Dios le destinaba a construir, y a ello dedicó los 24 años de su reinado, ayudado por un ejército de picapedreros durante el día y por una cuadrilla de ángeles que tomaba el relevo por la noche. Por eso la obra se hizo en un tiempo récord.
La verdad es que, según los historiadores, los trabajos en las 12 iglesias principales y otras muchas diseminadas por las montañas circundantes se prolongaron al menos durante 100 años. El primer grupo de templos se levanta, o más bien se entierra, en mitad de la aldea y lo forman, entre otras, Bet Medhane Alem, la más grande de todas, con 33 metros de largo por 25 de ancho y una fastuosa decoración que recuerda a los templos griegos, y Bet Maryam, decorada en su interior con interesantes frescos y relieves de pájaros, animales y motivos vegetales.
En el segundo grupo, a unos centenares de metros al este, se encuadra Bet Emmanuel, una de las más bellas y mejor talladas, que seguramente sirvió como capilla real. Entre ambos conjuntos arquitectónicos circula el río Jordán, una rambla seca la mayor parte del año, símbolo del agua sagrada que divide en dos al mundo, porque en Lalibela todo tiene un significado.
Tesoros en arcas de madera
Separada de ambos grupos, pero también en el núcleo urbano, se talló la iglesia número 12, Bet Giyorgis, la iglesia de San Jorge, la más fotogénica y fotografiada de todas. La obra cumbre de la arquitectura religiosa etíope, esculpida por los canteros del rey Lalibela en honor del patrón de Etiopía, que en agradecimiento por el detalle dejó impresas en la roca las huellas de su blanco caballo. Así al menos lo cuentan los sacerdotes que atienden Bet Giyorgis, siempre inmaculados con su gabi de color amarillo y su scarfe (turbante) blanco.
Si se les solicita, dejan por un momento el rezo del rosario o la lectura en geez de los libros sagrados y enseñan al visitante los pequeños tesoros del templo, guardados en arcas de madera tan viejas como las piedras que le rodean: manuscritos miniados del siglo XIV, trabajos en orfebrería del XV e iconos y retablos contemporáneos dedicados a los constructores de la iglesia. Piezas que en Europa se mostrarían tras un cristal blindado y que en Lalibela casi se pueden sentir y oler de tanta cercanía. Y es que, de momento, Lalibela no se ha convertido en frío museo de arte sacro. Sigue siendo el mismo lugar vivo y cercano de hace siglos, el santuario excavado en piedra en torno al cual gira el misticismo de los cristianos ortodoxos africanos.
El sueño del rey de las abejas en El Viajero de ELPAÍS.com
FUERA DE RUTA
Los dos milagros de Lalibela
Secretas durante siglos, las iglesias de la montaña etíope son una aparición
JUAN A. CARBAJO - 28/05/2011
Lalibela es un milagro. Un pueblo perdido en las tierras altas al norte de Etiopía alberga uno de los conjuntos arquitectónicos más cautivadores del mundo: una docena de iglesias talladas en roca viva en bloques únicos bajo el nivel del terreno. Pero lo asombroso no es eso, a pesar de que cuesta imaginarse a los artistas del antiguo imperio de Aksum, allá por el siglo VII, cincelando toneladas de piedra volcánica hasta lograr que brotaran monolíticas catedrales en profundas zanjas. Lo verdaderamente milagroso es que Lalibela ha permanecido incomunicada hasta hace una década. Lo fascinante es que sus templos siguen en activo como el primer día, acogiendo inmutables los ritos, plegarias y salmodias tal y como se desarrollaban en la época de Lalibela que, aclarémoslo, no es un lepidóptero ni una hierba aromática sino el nombre de un rey que se llevó injustamente la gloria, ya que el complejo estaba prácticamente terminado cuando subió al poder en el siglo XII.
Un capellán discreto
El mundo no tuvo noticias de Lalibela durante siglos. El primer relato llegó a Europa por boca del capellán de la Embajada de Portugal en 1521, pero fue excesivamente discreto. Decidió quedarse corto en su descripción convencido de que si se ajustaba a la realidad perdería credibilidad. La ciudad santa de los ortodoxos etíopes siguió así sumergida en su sueño histórico hasta mediados del siglo pasado, cuando los investigadores repararon en ella. El camino lo abrió el arquitecto e historiador italiano Monti Della Corte tras una cabalgada de 50 horas en mula. En 1965 se crea el Fondo Mundial de Monumentos y elige la restauración de las iglesias de Lalibela para su proyecto inaugural. Los cibercuriosos pueden ver el escaneado en tres dimensiones que hizo el organismo el pasado año: www.wmf.org/video/3d-laser-scanning-churches-lalibela-ethiopia.
Las iglesias se remozaron, pero solo para contemplación del puñado de privilegiados que lograba romper el aislamiento. Hasta hace una década no había una carretera asfaltada capaz de resistir los impulsos destructores de la estación de las lluvias. Después se construyó un pequeño aeropuerto que acoge a 120 viajeros al día, los que caben en el bimotor turbohélice que hace el trayecto diario desde Addis Abeba.
Con el fin de los viajes mulares, Lalibela se ha convertido en un secreto a voces. El goteo de visitantes ha despertado a los perillanes. Y mientras la moneda etíope se devalúa para alentar las exportaciones y propiciar que la economía siga creciendo a ritmo de dos dígitos (todo un lujo para uno de los países más pobres de la tierra), en Lalibela la inflación es disparatada. Hace un año la entrada al complejo monástico costaba 200 birr. Ahora ya son 350. Hace un año, el guía quedaba satisfecho con 150 birr. Ahora nadie se despereza por menos del triple.
Las buenas noticias llegan al calcular el cambio. Un euro equivale a 25 birr (así que la entrada sale por 14 euros) y se puede comer (alimentos reconocibles) por menos de 4 euros y dormir por unos 20 (incluso menos) en hoteles con agua y luz (siempre intermitente). Con 100 birr se pueden tomar en las acogedoras cabañas-pub hasta 7 cervezas San Jorge (marca que una vez fue propiedad de Haile Selasie, como tantas otras cosas) o 25 bunnas, el exquisito café etíope, el principal cultivo del país por delante del khat, la droga local (legal). Pero es preferible beber menos cervezas y no escatimar en los servicios del guía, al que vamos a necesitar para orientarnos por los laberínticos accesos a las 12 iglesias esculpidas en la toba volcánica, muchas de ellas unidas entre sí por retorcidos pasadizos hundidos en el subsuelo y túneles sumidos en total oscuridad.
Construidas por Dios
Ninguna es igual a otra y entre todas componen un excepcional catálogo de estilos. Están talladas en bloques únicos, sin ladrillos, madera ni argamasa. "Construidas por Dios", aclara uno de los sacerdotes para ahuyentar cualquier tentación de pregunta técnica del visitante. Las más conocidas son Biet Medhani Alem (Salvador del Mundo), la iglesia monolítica más grande del mundo y cuyos muros rosáceos se estiran desde un foso de 12 metros, y Biet Ghiorgis (San Jorge), un soberbio bloque en forma de cruz, muy reconocible desde el aire.
Santuarios en activo como son, en sus lóbregos interiores se desarrollan vistosas ceremonias celebradas en un idioma ininteligible incluso para los feligreses, el ge'ez, la lengua litúrgica oficial, el milenario idioma del imperio de Aksum. La vida en Lalibela no ha cambiado en siglos. La gente sigue yendo a misa cada día envuelta en túnicas y turbantes de algodón blanco para cantar, rezar y practicar un singular aerobic místico.
Desde las paredes de roca, decoradas con rotunda sencillez, miran con ojos desorbitados las decenas de santos, ángeles y vírgenes de piel tostada y expresión ingenua pintados por artistas antiguos. Una moqueta trata de disimular inútilmente la irregularidad troglodita del suelo. Andar se convierte en algo aún más complejo cuando, además de los baches, hay que tratar de esquivar a las escuetas figuras de los devotos que pasan las horas muertas tumbados en cualquier parte de ese ambiente de reconcentrada espiritualidad.
Pero curiosamente la presencia del turista y sus torpes pasos (descalzos, eso sí) no importunan. Y eso sorprende hoy tanto como en 1881. Aquel año, el tercer visitante de Lalibela del que se tiene noticias, el alemán Gehrard Rohlfs, escribía: "La tolerancia de aquellos sacerdotes era tan grande que mi sirviente musulmán y traductor pudo ir a todas partes con nosotros". El cristianismo llegó a Etiopía en el siglo IV y hoy sobrevive en su forma ortodoxa. El 60% de la población lo profesa, y como ocurría en 1881, en plena tolerancia con el islam del 30%. Y ese es el otro milagro
Los dos milagros de Lalibela en El Viajero de ELPAÍS.com
Source: UNESCO/ERI
Iglesias excavadas en la roca de Lalibela
Situadas en una región montañosa del corazón de Etiopía, en las proximidades de una aldea tradicional de casas redondas, las once iglesias medievales de esta “Nueva Jerusalén” del siglo XIII fueron excavadas y esculpidas en la roca. Lugar sagrado de la cristiandad etíope, Lalibela sigue siendo hoy en día un centro de devoción y peregrinación.
Source: UNESCO/ERI
Rock-Hewn Churches, Lalibela - UNESCO World Heritage Centre
el dispensador dice: el secreto está en tus pies, así reza una antiquísima estela egipcia heredada de los nubios... el secreto está en tus pies descalzos, percibiendo los mensajes de la tierra que pisan... consubstanciándose con las huellas de los ancestros y con las sombras de antecesores que anduvieron tras las mismas sendas, buscando sus destinos, intentando cumplirlos, siguiendo el sentido de las brisas y sus fragancias señaladoras, indicadoras de mañanas prudentes y necesarios en los tiempos respirables. Los legados se encuentran bajo tus pies, justo allí donde reposan las herencias, contenedoras de sueños, ilusiones y esperanzas previas a tu paso. Sólo las esencias de la Tierra se permiten a sí misma conservar los sentidos de la tierra... de allí que todo lo que se guarda en ella con sentido de futuro, se mantiene incólume por siglos, esperando revelar los sentidos de los tiempos pasados que pertenecieron a otras visiones, propias de otras gestas y sus eras. Aquello que se conecta con la tierra sostiene un carácter de santidad que se comunica con el verbo causal del origen de las cosas. Tendrá el carácter de monumento por su contenido y no por su diseño ni tampoco por su imagen. Será armónico con momentos perdidos y significados extraviados, y la importancia consistirá en descifrar las notas que emanan de un pentagrama silencioso, donde la llave consiste en guardar aquello que se pueda haber comprendido, gracia escondida, sólo para elegidos de la huella. Hay luz de fuentes inexpugnables protegidas por los ecos de la tierra protectora... el hombre podrá acercarse a la vibración, pero cuando confluye en su ojo se pierde a sí mismo para no regresar jamás al estado denso de los cuerpos que se deterioran lenta y progresivamente... de allí la importancia de los silencios... de allí la importancia de liberarse del propio tiempo para ingresar a la eternidad de la roca. Coincidir con ella y ser parte de su música. África contiene visiones fantasmales de pasados para los que no hay palabras que puedan interpretar sus contenidos, mucho menos traducirlos, ni siquiera descifrarlos. Están allí. Se aceptan y se contemplan, se admiran y reverencian, para luego dejarlos atrás y seguir el secreto de las plantas atendiendo los mensajes de los suelos... la conexión del hombre con su suelo, pies y plantas mediante, se cierra en el aire que se respira y en el otro que se desliza por la piel, envolviendo el paso una y otra vez... la gracia habrá constado en sintonizar el llamado revelando uno solo de todos los legados, aquel que te pertenece por el hecho de haber sido invitado a pasar por allí, nada más que una vez. Lo revelado será atesorado y se hará culto a un sembrado sin campo, sin tierra, eterno como el árbol de la vida. Mayo 29, 2011.-
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