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El arte de los nuevos nómadas
Artistas como Friedrich, Renoir o Courbet hermanaron los paseos a la acción creadora en una tradición que sigue vigente. Varias exposiciones indagan en este deambular
'Study for don’t cross the bridge before you get to the river' (2008), obra de Francis Alÿs. CORTESÍA MUSEO TAMAYO
Llegado el momento de decir en cuatro palabras la falta de sustancia del protagonista de su terrible Pastoral americana, Philip Roth se acuerda del que pudiera ser su modelo legendario, a quien los niños españoles de hace muchos años llegamos a conocer como Juanito Manzana. “Johnny Appleseed”, dice Roth, “no era más que un norteamericano corpulento, rubicundo, feliz. Probablemente no tenía sesos, pero no le hacían falta, lo único que necesitaba era ser un buen andarín. Pura alegría física. Daba grandes zancadas, tenía una gran bolsa de semillas y un enorme y espontáneo afecto por el paisaje…”. Pero hay que ir por partes. En este mito del nuevo mundo se entrelazan muchas notas y, algunas, contradictorias. La “alegría física” lo acercaría, quizá, al adanismo de Thoreau, verdadera marca en auge de la industria editorial, interpretado plásticamente hace unos años en clave ironista y — como quieren ellos— posconceptual a través del Proyecto Walden (Juan Cuéllar, Roberto Mollá, Teresa Tomás, Paco de la Torre, Joël Mestre…). Sin embargo, el paisaje, al que Juanito parece dedicar una pasión, es un paradigma estético moderno que precisó previamente desnudar a la naturaleza de cualquier significado y utilidad, para deambular por ella sin prisa y sin objeto. A eso se refería el título de Ortega Notas de andar y ver. Pero Juanito va llevado de un propósito: sembrar un mundo entero de manzanos, y para eso avanza con tanta prisa sin fijarse en nada. También la silvestre alegría de Thoreau desaparece bajo una postulación social alternativa.
En ambas figuras, pues, no hay sólo un contratipo del deambulatorio andarín europeo que encarnaría Robert Walser (homenajeado, por cierto, en su día por Markus Raetz), sino de la tradición que arrancó a finales del siglo XVIII, cuando poetas y artistas emprendieron sus “desinteresadas” excursiones al Rigi o, como Goethe, al Gotthard alpino. Una exposición, Wanderlust, recuerda ahora en la Antigua Galería Nacional de Berlín lo que dieron de sí en tiempos modernos, de Friedrich a Renoir, el paseo y la caminata. No son lo mismo, desde luego. En el paseo hay una práctica social inseparable del ocio en las nuevas ciudades, mientras que el caminante busca su soledad murallas afuera. Pero allí están el célebre Bonjour, Monsieur Courbet, los paisajes de Hodler y Carus, las sombrillas por los campos de amapolas impresionistas y también el Caminante ante el mar de niebla, de Friedrich.
Ahora bien, conviene pararse y pensar. Al comienzo del Fedro y aunque Sócrates accede a pasear con su amigo por las riberas del Iliso mojándose los pies, honestamente le aclara que lo suyo es aprender y que, entre los árboles, al contrario que entre hombres, nunca ha aprendido nada. Todos los idealismos, incluidos los ecologistas, tienen en común con Platón una finalidad, y únicamente bajo ese filtro son capaces de ver la naturaleza. Pero esto ya no es ver; esto es mirar, o sea, ver bajo un interés. Lo contrario, pues, de lo que animaba el verdadero propósito estético moderno, esto es, que el arte no tuviera ninguno.
Cuando pasada la mitad de los sesenta algunos artistas como Robert Smithson comenzaron a expandir sus esculturas labrando con grandes máquinas el terreno en espectaculares enclaves geográficos, no se puede decir que tuvieran ninguna intención explícita (y eso costó no poco a Smithson, cuya intención era huir de todo objeto ideal). Venían a ser ellos como tataranietos de algún lector de Kant o del promeneur solitaire que, antes de buscar en la naturaleza, como el arte antiguo, su finalidad —o sea, el conocimiento de su verdad— o, como el contemporáneo, una tematización política, se dejaban llevar por la alegría y la gravedad sin causa con la que los árboles producen sus frutos. El cambio cultural desde entonces ha sido considerable: apenas queda, en la producción artística, palo que no haya sido tocado por alguna recarga de significado de las que antaño se llamaban contenidismos. En los tiempos contenidistas actuales, no hay monte sino espacio natural, ni caminata sino senderismo, ni arte sin discurso (o sermón).
Lo que sin embargo hermana a la acción artística y a la de caminar es, justamente, su condición injustificada, que liberada de argumento, abre rutas a la sensibilidad. Sólo quien se ha desprendido del absoluto de una teleología —venía a decir Santayana— puede tener ojos para la infinita variedad de las cosas. Sólo quien deambula sin destino puede atender, como hicieron los surrealistas y Ángel Ferrant, a cuanto object trouvé le salga por el camino. En esa especie de tradición naturista hay artistas de los ochenta como Adolfo Schlosser, antecesores como Moisès Villèlia y continuadores como Laura Lío. Algunos de ellos, junto a quienes representan lo contrario (la mirada dirigida), fueron reunidos por Julián Rodríguez en la Fundación Helga de Alvear en Todas las palabras para decir roca. Naturaleza y conflicto.
Pero, en realidad, a pocos artistas actuales podríamos llamar andarines, por la misma razón que a pocos les podríamos llamar “modernos”. Aunque sí a Hamish Fulton, cuyas fotos y dibujos, nacidos de sus caminatas por las sierras de Alicante, se exponen ahora en Bombas Gens. Pero debe ser mucha la predisposición que entiende únicamente lo contemporáneo como conceptual (o sea, obediente a un argumento), porque el propio argumento de la exposición se esfuerza como puede en reconducir al artista con su fortuita experiencia sensible a la condición de documento de una idea. Y al contrario que las limpias huellas del caminante, estas estrategias son como si fueran dejando el campo sembrado de prospectos, programas…
Wanderlust. From Friedrich to Renoir. Alte Nationalgalerie. Berlín. Hasta el 16 de septiembre.
Hamish Fulton. Caminando en la Península ibérica. Bombas Gens. Valencia. Hasta el 4 de noviembre.
PASO A PASO
BEA ESPEJO
Aunque a lo largo de la historia las artes visuales han alzado siempre la importancia de la mirada, el cuerpo entero se ha visto implicado, desde lo ancestral hasta nuestros días, en la percepción y la producción del arte. Desde los años sesenta, cuando el andar vivió su gran momento gracias al situacionismo, echar a andar es entrar en acción, un movimiento que roza lo revolucionario tal y como lo entendió Joseph Beuys en La Rivoluzione Siamo Noi (1972), un hito de la iconografía del artista contemporáneo. En 1967, Richard Long también plantó una de las obras clave en la práctica del paseo. Tenía 22 años cuando comenzó a caminar hacia la nada, de ida y de vuelta, en línea recta. No se detuvo hasta que sus pasos se convirtieron en una huella visible sobre la hierba aplastada. Así creo su primera obra caminando: A Line Made by Walking. Sólo dos años después, en 1969, Vito Acconci empezó a seguir a desconocidos en Nueva York y en su Following Piece, una acción que retomó 10 años después Sophie Calle en su París natal: seguía a personas que encontraba por la calle, dejando que fueran quienes decidieran por ella su camino. En los ochenta, Valie Export ya había rodeado con su cuerpo los bordillos y las esquinas de las calles con Body Configuration y Mona Hatoum arrastraba descalza sus Doc Marten’s atadas a los tobillos en Road Works. Aunque si alguien ha hecho del paseo un arma arrojadiza es Francis Alÿs. Su línea verde, su perro de juguete o sus zapatos imantados recogen todo lo simbólico que tienen los lugares, todo lo oculto a simple vista. Lugares, los del viaje, cada vez más abstractos, la ventana del tren, el collage, la velocidad de la pantalla… También ahí los artistas proponen hoy narrativas caminantes. Véanse los proyectos de escoitar.org o la app y los tours en barco guiados por invidentes que Antoni Abad propuso en la última Bienal de Venecia.
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