Los poderes de la novela
‘Galíndez’, de Manuel Vázquez Montalbán, no solo fue una novela para juzgar el uso del poder y sus negocios sucios, sino también una indagación vertiginosa sobre sus motivaciones inconfesables y su delictiva propensión corruptora
El escritor Manuel Vázquez Montalbán, retratado en el barrio del Raval de Barcelona en 1999. MARCEL·LI SÁENZ
Manda la tradición que las causas de la novela y la política casan mal porque la segunda tritura o envilece los nobles propósitos estéticos de la primera. La toxicidad de sus materiales primarios —impunidad, violencia, corrupción, delincuencia— parece incompatible con las delicuescencias entretenidas de una novela com cal. Sus objetivos espurios de denuncia y sabotaje colonizan a la desvalida novela y la enredan con los trapos sucios de la rastrera política. Es posible que haya alguna incompatibilidad entre ambas, pero es una incompatibilidad históricamente motivada, y no esencial o metafísica o identitaria: Galíndez, de Manuel Vázquez Montalbán, no solo fue una novela para juzgar el uso del poder y sus negocios sucios, sino también una indagación vertiginosa sobre sus motivaciones inconfesables y su delictiva propensión corruptora.
En la tradición del caudillismo podía encontrarse una de sus vetas más poderosas, y al menos desde Tirano Banderas, de Valle-Inclán, o El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, y hasta El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, o Si te dicen que caí, de Juan Marsé, supimos que la política podía cuajar como el mejor combustible literario. En la delincuencia del poder y su autolegitimación en nobilísimos móviles hay un motor creativo que ha rendido en las letras hispánicas con una fuerza insospechada. El mismo Vázquez Montalbán supo dotar a sus tramas neocostumbristas en torno a Carvalho de un gas político indesmayable donde casi nada aparecía explícitamente, pero la política y el poder lo empapaban todo.
Porque también en la novela política el problema es de forma. La rebeldía que anima a Unamuno en Cómo se escribe una novela es política e indisociable de su arrebato confesional, de la misma manera que 100 años después la suspensión difusa de la enfermedad de Marta Sanz en Clavícula lleva dentro un bombeo político sutil e incandescente con armas exactamente dispares de las que usan Juan Gabriel Vásquez y Patricio Pron en sus turbadoras La ruina de las formas y El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia. Por en medio la pluralidad de asedios literarios a las coacciones del poder y la política ha tenido un despliegue imaginativo tan formidable como la mejor literatura sobre desengaños amorosos, perplejidades morales o decepciones adquiridas. En los 30 años que van desde Conversación en La Catedral hasta La Fiesta del Chivo, Mario Vargas Llosa ha transformado sus recursos pero no ha variado la interrogación trágica sobre el poder.
Cuando Bolaño escribe Estrella distante, algunas de esas obras ya han labrado en los lectores la convicción de que novela y poder mantienen un maridaje inestable que pide una valentía adicional: acercar el hocico de una sociedad a sus pliegues más innobles, levantar las esquinas de una realidad vestida de impolutos protocolos manchados de extorsión y cálculo. Pero tampoco sin Rafael Chirbes, desde La buena letra y hasta Crematorio, viviríamos quizá este regreso a la convicción de que la novela puede desvelar el lado oscuro del orden pacífico y legalizado. Por eso también Anatomía de un instante, de Javier Cercas, es irrenunciablemente otra de las grandes novelas políticas. No lo parece precisamente porque su propia innovación formal ha absorbido ya la lección más alta sobre las texturas ocultas de la vida del poder. Nadie sabe demasiado bien cómo funciona ese maridaje entre política y novela, pero los buenos novelistas siempre acaban saliéndose con la suya.
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