domingo, 30 de julio de 2017

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El testigo improbable

Conservador pero no antisemita, Friedrich Reck registró en su diario el paulatino ascenso del nazismo

Parada de las SA en Múnich durante la primera conveción del partido nazi.

Parada de las SA en Múnich durante la primera conveción del partido nazi.  GETTY IMAGES



Nada auguraba que Friedrich Reck pudiera convertirse en un héroe de la resistencia contra el nazismo; ni siquiera en una víctima. Era un escritor de novelas de entretenimiento de mucho éxito que se hacían más populares aún cuando las adaptaban al cine. Tenía fama entre sus conocidos de vividor, de buen conversador, incluso de fabulista. Su figura, en público y también en privado, era en gran parte una invención. Vivía en un antiguo convento gótico, en una finca en el campo cerca de Múnich, y adoptaba maneras de hacendado rural, como de aristócrata o de oficial retirado de caballería. Se preciaba de sus conexiones con la casa real de Baviera, depuesta en 1919. En realidad la finca y el monasterio los había comprado con los derechos de autor de sus novelas, y solo había pasado muy brevemente por el ejército en su juventud. Pero era verdad que amaba la belleza del campo, la majestad sombría de los bosques, la limpidez de los ríos, y también los objetos de arte y los manuscritos y ediciones valiosas que atesoraba en su biblioteca como si fueran la herencia de antepasados ilustres que en realidad no habían existido.
Como habría sido propio del terrateniente legitimista que se imaginaba que era, Friedrich Reck desdeñaba el mundo moderno, la gran explosión de las tecnologías productivas y de la comunicación que se había acelerado en Alemania en los años de la República de Weimar, entre el derrumbe del antiguo orden social sobrevenido tras la guerra y la irrupción de la economía de consumo y la cultura de masas. Amigo de Oswald Spengler, lector de Ortega y Gasset, el rechazo de Friedrich Reck hacia el mundo nuevo que lo rodeaba tenía una parte de esnobismo y otra bastante racional de alarma por la uniformación que el consumo cultural masificado imponía y por el precio social y ambiental de una industrialización a gran escala. Que la disidencia de Reck fuera la de un conservador no la hace menos digna de ser considerada. Odiaba a los grandes industriales alemanes porque habían financiado a Hitler y también porque sus minas y sus fábricas envenenaban el aire y el agua de los ríos y destruían en beneficio privado el patrimonio irremplazable de los bosques. Se había hecho rico y conocido gracias a las tecnologías de la impresión masiva, a la radio y al cine: pero era consciente de que sin la escala de la propaganda que esos medios hacían posible los nazis no habrían logrado tan fácilmente envilecer a toda una sociedad.

Reck odiaba a los grandes industriales alemanes porque habían financiado a Hitler y porque sus fábricas envenenaban el aire y el agua de los ríos

Conservador verdadero, aristócrata ficticio, amigo de las elucubraciones sobre el hombre-masa y sobre el declive espiritual de Europa, Friedrich Reck poseía otro rasgo que confirmaba su singularidad: carecía de cualquier atisbo de antisemitismo. Conservó a sus amigos judíos hasta que emigraron o desaparecieron. Por fidelidad a su personaje o por ganas de llevar la contraria se convirtió al catolicismo en 1935. A partir de entonces, cuando recibía a alguien en su casa de campo, o cuando se cruzaba con un vecino en el pueblo cercano, o entraba a una oficina, en lugar del obligatorio “Heil, Hitler” usaba el saludo tradicional de los campesinos católicos de Baviera: “Alabado sea Dios”.


El testigo improbable


En mayo de 1936 empezó a escribir de manera intermitente un diario. No eran entradas regulares en las que contara los hechos de su vida. Eran, de tarde en tarde, explosiones secretas de furia, testimonios más bien impersonales de lo que estaba viviendo, de lo que sucedía cerca de él y en toda Alemania; y sobre todo reflexiones acerca de lo que le obsesionaba, el hecho monstruoso de que el nazismo hubiera podido imponerse, de que una banda de desalmados y de gánsteres se hubiera adueñado de todo un país, seduciéndolo con su brutalidad y su grosería, hipnotizándolo hasta un grado en el que la percepción individual y colectiva de la realidad desa­parecía. Enamorado de su Alemania legendaria de catedrales góticas, principados arcaicos, gremios medievales, música de Bach, Reck despreciaba la invención moderna y embrutecedora del nacionalismo, que según él consiste no tanto en el amor por la propia tierra como en el odio por la tierra de otros. Pero no echaba la culpa de todo a los nazis, ni a los industriales y los plutócratas que los habían contratado para que les hicieran de matones, ni a la gente común idiotizada por el resentimiento y beoda de patriotismo barato. Antes de que comenzara la guerra y de que todo fuera irreparable, Reck se indigna con la cobardía y la pasividad de los países europeos que han ido consintiendo uno por uno todos los desplantes de Hitler, que han creído poder apaciguarlo cediendo a sus exigencias cada vez más insolentes.
Reck escribe y sabe que al hacerlo está jugándose la vida. Guarda en cajas de lata sus páginas mecanografiadas y las esconde bajo la tierra en su finca. Las primeras victorias alemanas, la ocupación acelerada de Polonia en 1939, la caída de Francia en junio de 1940 no debilitan su convicción de que Alemania se encamina hacia una derrota que la dejará en ruinas. Según avanzan los años las páginas del diario se vuelven más sombrías, más enconadas, borbotones viscerales de odio hacia Hitler y los suyos, alucinaciones apocalípticas que los bombardeos aliados vuelven realidad, primero en las noticias que llegan de la destrucción de Hamburgo en una gran tempestad de fuego, luego los motores de los aviones que vuelan sobre la finca de Reck acercándose a Múnich, la ciudad amada que también acabará en una gran hoguera nocturna.
En octubre de 1944 Reck fue por fin detenido. Lo soltaron a los pocos días y eso le permitió añadir una entrada al diario en la que contaba la vida en el interior de la prisión. Pero lo que vino después ya no lo pudo dejar por escrito. En enero de 1945 lo encerraron en Dachau. Una epidemia de tifus mataba por millares a los prisioneros. Friedrich Reck murió a mediados de febrero, a los 59 años, dos meses y medio antes de que los Aliados liberaran el campo. Su familia recuperó la mayor parte de las páginas del diario. Algunas se las habían comido los ratones.


Parece que lo escrito con urgencia y temeridad por un testigo está mejor equipado para sobrevivir. El Diario de un desesperado, de Friedrich Reck, lo publicó en español Minúscula en 2009, traducido por Carlos Fortea. Me da algo de vergüenza haber tardado tanto en leerlo.

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