martes, 12 de junio de 2018

Anonimato como obra de arte | Cultura | EL PAÍS

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Anonimato como obra de arte

Bombardeado por el propio éxito, Salinger tuvo que enterrarse vivo en una granja de Cornish, donde se convirtió en una leyenda

Jerome David Salinger jugando con su perro Benny, en una imagen sin datar.

Jerome David Salinger jugando con su perro Benny, en una imagen sin datar.  AP





La película Rebelde entre el centeno, estrenada hace un mes en España, escrita y dirigida por Danny Strong, narra la lucha de Jerome David Salinger por conquistar el éxito literario y la forma en que el éxito, una vez alcanzado, llegó a destruirlo como escritor. Buscar con ahínco la gloria y a continuación, al sentirse aplastado por ella, tener que hacerse invisible para sobrevivir, este es el caso de J. D. Salinger, quien convirtió su fuga y anonimato en una obra de arte y al final consiguió ser famoso precisamente por huir a toda costa de la fama.
J. D. Salinger nació en Nueva York el 1 de enero de 1919, hijo de un judío llamado Salomon, descendiente a su vez de un rabino que, según las malas lenguas, se hizo rico importando jamones. En realidad, Salomon Salinger fue un honrado importador de carnes y quesos de Europa. La compañía Hoffman, para la que trabajaba estuvo envuelta en un escándalo, acusada de falsificar agujeros en los quesos de bola, pero de ese lío salió indemne Salomon quien acabó viviendo en un lujoso apartamento de Park Avenue entre la alta burguesía neoyorquina. Allí el adolescente Jerome David Salinger comenzó a ensayar sus primeros gestos de rebeldía.
Después de ser expulsado del colegio McBurney, entró como cadete en la academia militar de Valley Forge donde empezó a escribir iluminando el cuaderno con una linterna bajo las sábanas unos relatos cortos que durante años mandó sin éxito a las revistas satinadas. Era un joven elástico, rico, neurótico, inteligente, esnob y sarcástico, enfundado en un abrigo negro Chesterfield que envidiaban sus compañeros. Frecuentaba el Stork Club, donde abrevaban las niñas doradas del Upper East Side, de apellidos famosos, apacentadas por Truman Capote. Trataba de seducirlas y a la vez las despreciaba. Las volvía locas, pero no a todas. Hubo una adolescente de 15 años, Oona O'Neill, la hija del dramaturgo premio Nobel, que le fue esquiva hasta que vio que aquel joven tan atractivo había publicado su primer cuento en la revista The Story, que dirigía el profesor Whit Burnett, su mentor, interpretado en la película por Kevin Spacey, condenado hoy a las tinieblas por acoso sexual. Oona y Salinger fueron de esa clase de novios que se besan todavía con los labios cerrados.
Se escribe para enamorar, para que te quieran, reconocen algunos escritores. Algo parecido le sucedió a Scott Fitzgerald cuando fue llamado a filas en la Segunda Guerra Mundial durante su periodo de instrucción en Camp Sheridan (Alabama), con uniforme de teniente acudió a un baile en el Country Club, la cercana ciudad de Montgomery, donde conoció a la bella sureña Zelda Sayre. La sacó a bailar y en la pista la pareja fue admirada por su belleza frívola, como el ideal de una existencia evanescente. Se enamoraron. Ella no estaba dispuesta a entregarse mientras Francis Scott no fuera más que un delicioso pelanas, escritor de relatos cortos y de anuncios de publicidad. Pero un día le llegó el éxito con su primera novela, A este lado del paraíso, y el remolino de la fama le trajo también la chica a sus brazos. Por el contrario, Salinger se alistó en la Segunda Guerra Mundial. Participó en el desembarco de Normandía y bajo las bombas se enteró de que Oona O'Neill, su novia tan inocente, a la que escribió mil cartas de amor, se había casado con Charles Chaplin, 40 años mayor que ella.
Era un joven elástico, rico, neurótico, inteligente, esnob y sarcástico
Con un esfuerzo neurótico J. D. Salinger trataba de colocar sus relatos cortos en las revistas The Story, Saturday Evening Post, Bazzar's, y sobre todo The New Yorker, que habían consagrado a otros famosos escritores en cuyo espejo Salinger se miraba, Fitzgerald, Hemingway, Capote, pero a su vez nadie era tan quisquilloso y peleaba hasta la agonía con los directores de esos medios para que respetaran sus textos hasta la última palabra.
La ansiedad por alcanzar el éxito le estaba destrozando y para remediarlo se hizo discípulo de Jesús, de Gotama, de Lao-Tse, de Shankaracharya y de otras pepitas de calabaza. En 1951, publicó El guardián entre el centeno, cuyo protagonista, Holden Caulfield, era un adolescente sarcástico, rebelde, inconformista e inadaptado que se comportaba con un desparpajo irreverente con sus mayores, ya fueran padres, profesores o simples predicadores. De pronto había tocado una tecla misteriosa y se produjo la explosión. El friqui Mark Davis Chapman llevaba esta novela en la mano cuando vació todo el revólver contra John Lennon en el edificio Dakota. Bombardeado por el propio éxito, Salinger tuvo que enterrarse vivo en una granja de Cornish, donde su anonimato se convirtió en una leyenda hasta el punto que llegar hasta él era una misión tan difícil como encontrar un mono en Marte, siempre que el explorador fuera un periodista, biógrafo, crítico literario o editor, pero no si era una joven admiradora atractiva dispuesta a ser pasada por las armas.

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