Letras en un mapa de América
Cinco escritores, representantes de la gran diversidad de la literatura latinoamericana, hablan de sus lecturas y de la escasa circulación de los libros entre países
De izquierda a derecha, Sergio Ramírez, Patricio Pron, Jorge Edwards, Margo Glantz y Mónica Ojeda, en el sótano del café Gijón de Madrid. SAMUEL SÁNCHEZ
Mónica Ojeda, de 30 años, ecuatoriana de Guayaquil. Patricio Pron, de 42 años, argentino de Rosario. Sergio Ramírez, de 76 años, nicaragüense de Masatepe. Margo Glantz, de 88 años, mexicana de Ciudad de México. Jorge Edwards, de 87 años, chileno de Santiago. Se sientan en el sótano del café Gijón, en Madrid. El asunto es la diversidad de la literatura de América. A veces discuten, siempre hay armonía. Algunos se conocen, otros se acaban de conocer. Representan ellos mismos esa diversidad. En realidad, sus literaturas no se parecen ni en los acentos, tan solo en el idioma. A veces es una locura escucharlos, porque se solapan sus palabras y sus opiniones. Este es el diálogo que mantuvieron para Babelia.
PREGUNTA. ¿Cuáles fueron sus maestros americanos?
MÓNICA OJEDA. José Donoso me fascinó. Pero también hay autores más periféricos que forman parte de mi tradición literaria. Me gusta mucho la uruguaya Armonía Somers, maravillosa, bastante desconocida, aunque hace poco han traducido al inglés su novela La mujer desnuda. Me llama una potente tradición uruguaya, ese tipo de autores que apostaron por literaturas consideradas menores durante mucho tiempo. Esa categoría no existe para mí, es literatura o no es literatura, ya está, aunque se llamaran intimistas o menores.
Jorge Edwards “Todo narrador bueno es poeta, introduce el aire de la poesía. El que no tiene esto es indigesto e ilegible”
PATRICIO PRON. Yo quiero destacar un rasgo diferencial de mi generación con respecto a las anteriores. Se habla mucho, y con razón, de la muerte del padre que las generaciones literarias demandan en nombre de su posicionamiento en la escena literaria. Sin embargo, creo que pertenezco a una generación que nunca ha tenido ninguna pretensión de matar al padre o a la madre. Al contrario, les desea una larga vida. Fue muy ventajoso para autores como yo crecer en un momento en el que había escritores latinoamericanos muy potentes. Ese es uno de los principales retos a los que se enfrenta mi generación: producir una obra que esté a la altura de los maestros cuando las circunstancias de producción y consumo de libros son muy distintas a las de autores como Margo o Sergio o Edwards cuando ellos empezaron. En mi caso, esos escritores fueron Borges, desde luego, Rodolfo Walsh o más recientes como Ricardo Piglia, César Aira o Marcelo Cohen. A los grandes que nos han precedido debemos agradecerles que abriesen la literatura argentina a las influencias de América Latina.
PISTAS PARA LA FIL
Sergio Ramírez. El último libro publicado por el premio Cervantes de 2017 es la novela Ya nadie llora por mí(Alfaguara). Su recomendación para la FIL: Moronga (Literatura Random House), de Horacio Castellanos Moya.
Patricio Pron. Incluido en 2010 en la lista Granta de los mejores narradores jóvenes, el autor argentino publicó en enero pasado el volumen de relatos Lo que está y no se usa nos fulminará(Literatura Random House). Su recomendación: Lo que hicimos(Almadía), de Tedi López Mills.
Jorge Edwards. Premio Cervantes en 1999, acaba de publicar el segundo volumen de sus memorias, Esclavos de la consigna (Lumen). Recomienda Nicanor Parra, rey y mendigo (UDP), de Rafael Gumucio.
Margo Glantz. Ganadora del premio FIL en 2010, su último libro es el ensayo Y por mirarlo todo, nada veía(Sexto Piso). Recomienda El libro de Tamar (Eterna Cadencia), de Tamara Kamenszain.
Mónica Ojeda. Ecuatoriana afincada en Madrid, este año ha publicado su segunda novela —Mandíbula(Candaya)— y ha sido incluida en la lista Bogotá 39 de nueva narrativa latinoamericana. Su recomendación: Pelea de gallos (Páginas de Espuma), de María Fernanda Ampuero.
SERGIO RAMÍREZ. Nací a la literatura en medio del fenómeno literario más popular de la historia, el boom, pero empiezo leyendo no a mis padres, sino a mis abuelos. Mi paternidad inmediata literaria está en el boom, en efecto, pero crezco leyendo a Miguel Ángel Asturias, Ricardo Güiraldes, Rómulo Gallegos, José Eustasio Rivera… Con ellos aprendí a discriminar. Por ejemplo, La vorágine, de Rivera, me parece una gran novela, pero no la volví a leer porque me parece muy retórica, no literatura, sino diatriba. O puedo discriminar entre el Asturias de Hombres de maíz y el de El Papa Verde,todas esas novelas que se llamaron del ciclo bananero. Y tengo un padre común, Juan Rulfo. Lo leí como una especie de ensoñación, porque entré en un mundo desconocido. Yo no sabía que se podía ver América Latina desde esa perspectiva. Transformar las voces de los muertos en vida era una escritura nueva para mí… Luego ya estuve preparado para leer a los del boom, y tuve la ventaja de que cada uno representaba un rostro distinto. No era una escuela homogénea. Vargas Llosa no se parece a Cortázar, Fuentes no se parece a García Márquez…
MARGO GLANTZ. Para mí es importantísima sor Juana Inés de la Cruz, viejísima ya, pero fundamental. Soy sorjuanista. Después de la revolución, Martín Luis Guzmán, Nellie Campobello, extraordinaria, poco conocida, poco conocida pero una de los grandes escritores de América. Elena Garro es también fundamental. Y fue como hermano mío Sergio Pitol. Uno de los grandes. Siento mucho que haya muerto este año, es como mi maestro. Y como mi hijo es, de los más jóvenes, Mario Bellatin. Cuando leí Cien años de soledad casi se ahoga mi niña: nadaba mientras yo leía, y no le presté atención sino a la novela. Y El reino de este mundo, de Alejo Carpentier, me pareció fascinante.
P. ¿Cómo se manifiestan esos magisterios en su propia literatura?
M. G. Yo empecé a escribir tarde. Fui una lectora empedernida y maestra durante 60 años. A esos autores los trabajé mucho en mis clases. Pero empecé a escribir con 47 años. Mi primer libro de ficción no lo querían publicar porque nadie creía que era escritora, sólo maestra.
Sergio Ramírez “Sigue habiendo un abismo entre nosotros. Los libros están viajando muy mal a través del Atlántico”
S. R. Yo comencé temprano, pero quería ser cuentista, separaba totalmente la novela del cuento; cuando tenía 17 años ser cuentista era importante. Entonces se admiraban mucho los cuentos; en México había una revista solo de cuentos. Eso ya no existe. Yo empecé fumándome solo los cuentos de los clásicos: Antón Chéjov, Guy de Maupassant, William Faulkner, como novelistas no los conocía. De ahí salté a los latinoamericanos, y leyéndolos fue cuando me interesé por novelistas como Faulkner, Proust o Joyce. Y me dije que también iba a ser novelista, no sólo cuentista. Pero mi punto de partida hacia la novela es Rulfo.
P. P. Todo escritor abre una puerta pero la cierra tras de sí. El camino que inaugura un gran escritor no se puede volver a recorrer excepto que desees convertirte en un epígono, como pudo ocurrir con García Márquez o con Borges. Es fácil adquirir un tono, un estilo, e imitarlos, pero sin su talento. En mis comienzos como escritor, los grandes autores del pasado literario, sobre todo los latinoamericanos, constituyeron un obstáculo, había que resolver el problema de cómo continuar escribiendo después de ellos. La solución es escribir con ellos, apostar porque la mezcla o confusión de sus influencias produzcan algo nuevo.
M. O. A mí me han marcado más los poetas latinoamericanos que los narradores. Por supuesto que bebo de la narrativa, pero para mí ha sido un corsé como escritora: si eres escritora mujer, tienes que deshacerte de unas determinadas narrativas, formas de escribir, deshacerte de la idea de querer escribir una novela porque a quién le importa hoy día todas esas cosas de la tradición hipermasculina latinoamericana. Ahora se están recuperando autores, pero es un proceso lento. Para convertirme en una persona que se tomara la escritura de una forma íntima, personal, seria, y que recogiera mis propios intereses era muy importante salir de ahí. La poesía, tal como se ha desarrollado en Latinoamérica, ha experimentado de una forma brutal con el lenguaje…
P. Como Ida Vitale, que ahora ha ganado los dos grandes premios hispanos, el de la FIL y el Cervantes; o como Darío Jaramillo, que ha ganado el Lorca… ¿Qué significa hoy la poesía hispanoamericana en este nuevo boom literario que parece vivirse ahora?
M. G. Hay una poesía tan amplia… A mí me fascina Tamara Kamenszain. Ha escrito libros extraordinarios y acaba de aparecer su El libro de Tamar, en el que ella entra en la novela, pero al mismo tiempo es un ensayo y un libro de poesía. Me parece una de las poetas más maravillosas que hay en toda América Latina… En México también hay poetas muy interesantes, como Verónica Gerber; es una muy joven que trabaja novela, poesía y artes gráficas… Creo que es de las escritoras que más éxito van a tener. Un poeta fundamental para mí ha sido José Gorostiza, como Xavier Villaurrutia o Eduardo Lizalde.
Margo Glantz “Algunos escritores funcionan si se publican en España. La metrópoli sigue mandando”
S. R. Mónica tiene razón: uno se forma mejor leyendo poesía que narrativa. Recuerdo que mis lecturas fundamentales de adolescencia fueron Pablo Neruda o César Vallejo, que entonces eran más populares que ahora, y los libros de poesía estaban siempre a la vista en las librerías. Sigo leyendo mucha poesía y me puedo meter en el universo de un escritor, como en el caso de José Emilio Pacheco, Juan Gelman o Eliseo Diego.
P. [Jorge Edwards se acaba de incorporar al diálogo] ¿Cómo ve esa conjunción poesía-narrativa en lo que lee de los escritores latinoamericanos?
JORGE EDWARDS. Todo narrador bueno es poeta, alguien que introduce en la prosa narrativa algo que se podría llamar el aire de la poesía. El que no tiene esto para mí es indigesto e ilegible. El caso absoluto de esto de escritor-poeta es Proust. Donoso tenía algo de ello. Cuando yo comencé a escribir, en Chile, existía una idea fija: Chile es país de poetas, no de narradores. Luché contra eso leyendo mucha poesía y dejándome llevar en la prosa narrativa por cierto ritmo que tiene una relación con la poesía. Lo característico de la poesía es la música, el ritmo, una forma de locura que acerca a la poesía y que es clásica. Esa es la prosa que vale, para mí.
P. P. Cuando yo me formé, los límites entre poesía y prosa se habían emborronado, y también las funciones que se otorgaban a ambos géneros. La poesía tenía una función muy específica en las generaciones precedentes en relación con el activismo político. Afortunadamente, cuando yo empecé a leer, estas divisiones tan tajantes se habían desdibujado, al mismo tiempo que se desdibujaban las diferencias entre ensayo y narrativa de ficción. A quienes nos formábamos en ese periodo se nos originó una especie de horizonte ilimitado en el que las confusiones eran posibles. Y en ese marco aparecen escritores como Verónica Gerber, algunos libros de Alejandro Zambra o la obra de autores un poco mayores como Sylvia Molloy… Si la literatura latinoamericana no se ha agotado es gracias a estos cruces que no se producían en el pasado…
P. Desde los años noventa, la penetración en España de escritores latinoamericanos ha sido muy potente, pero en América los festivales, sobre todo este de la FIL, facilitan más los encuentros. ¿Eso produce un boom otra vez?
S. R. En aquellos tiempos en que escribíamos éramos muy pocos. Ahora son multitud, pero no es sólo una cuestión demográfica: hay una gran diversidad y calidad en la literatura en la que ya confundo una generación con otra; para mí Juan Villoro sigue siendo nuevo, mientras que después de Juan ha venido una multitud… ¡Ya no puedo conocer a tantos! Los festivales son excelentes medios, pero eso no resuelve el problema de los lectores. Y para que haya ese boom que dices tiene que haber lectores para todos, y eso no existe todavía… Sigue habiendo un abismo: entre nosotros lo hay, porque son muchos países, y con la Península lo hay, porque los escritores viajan poco. La literatura está viajando muy mal a través del Atlántico.
J. E. En una charla en la Asociación de Hispanistas Franceses les hablé de autores clásicos que son el comienzo de nuestra literatura, como Alonso de Ercilla o Pedro de Oña... ¡Nadie sabe quién es! ¿Cómo pretender que se conozcan los nuevos?
P. ¿Creen ustedes que la diversidad sería hoy la seña de identidad de la literatura latinoamericana?
M. G. Habéis dicho que los festivales son muy importantes. Aquí nos encontramos los escritores, porque las editoriales transnacionales nos balcanizan brutalmente. No sabes lo que se publica en Ecuador o Argentina, somos completamente desconocidos entre nosotros. Acabamos conociéndonos personalmente en Perú, en Buenos Aires, en Chile. Nos regalan libros y nos enteramos un poco de lo que somos, pero en realidad no tenemos acceso a los escritores. Quizás a los españoles un poco más, porque llegan a través de editoriales más importantes, y los latinoamericanos a veces funcionan si se publican en España. La metrópoli sigue mandando.
Patricio Pron “La literatura latinoamericana no se ha agotado gracias a los cruces entre ensayo y ficción”
M. O. Yo no creo que haya un boom de la literatura latinoamericana en España. Ni en Latinoamérica, aunque allí esté, lógicamente, más presente. El problema de la distribución no se ha solucionado. Ya no es una garantía ni siquiera publicar en los grandes grupos… Los festivales ayudan a acercar a escritores: puedes intercambiar libros que no llegan a tu país. Y esa es la cuestión, que no llegan. Igual te publica Random Colombia y tu libro no sale de Colombia. A lo mejor llega un poquito a Ecuador y viceversa, pero no es ninguna garantía publicar con estas grandes editoriales que supuestamente tienen la posibilidad de llevar los libros adonde sea. No llegan. El libro de Katya Adaui Aquí hay icebergs llegó recientemente a Chile porque ella fue a la Feria del Libro de Santiago… La distribución está sin solucionar. Lo más interesante en Latinoamérica se está gestando en editoriales independientes, y la movilidad de los libros depende de los escasos recursos de estas editoriales.
J. E. Y además el precio que pagan los importadores antes de retirar los libros de las aduanas son enormes…
M. O. Por eso los precios son tan altos… Y, como decía Patricio, se han emborronado los límites de prosa y poesía, y hay escritores que trabajan así, ¿pero quién los conoce hoy? ¿Quién conoce a los escritores que trabajan con ambición el lenguaje, para convertirlo en arte? ¿Quién lee a Salvador Elizondo?
P. ¡O a Fernando del Paso, que se acaba de morir! ¿Quién lee Palinuro de México?
M. G. En México, muchísima gente.
P. P. Casi nada que sea interesante realmente es popular o lo ha sido históricamente. Siempre he pensado que las relaciones entre América Latina y España son como el producto que llamo telescopio invertido: desde España la literatura latinoamericana se ve como algo enorme y muy interesante; y es cierto que en España los lectores tienen un mayor interés por la literatura hispanoamericana del que tienen los latinoamericanos por la española. Esto supone una asimetría. La comunicación entre América Latina y España está precedida de una serie de prejuicios.
Mónica Ojeda “Lo más interesante en Latinoamérica se está gestando en editoriales independientes”
M. G. El mercado se ha tragado la literatura y todos estamos sujetos a este devoramiento. Hay autores que empiezan a tener cierto éxito, como Samanta Schweblin o Mariana Enríquez, pero hay otros que no pasan el filtro, o porque son más difíciles, o simplemente porque no lo pasan.
J. E. Tengo la impresión de que ahora, si llegan escritores jóvenes o un poco diferentes, los reciben muy bien, en Chile y en todas partes.
M. O. Hay lectores para todo, hay un interés generalizado para todo tipo de narrativa, hacia un tipo de poesía mucho menos experimental, casi prosaica, que a mí no me interesa. Me interesan poetas más desafiantes, como Mario Montalbetti, Enrique Verástegui o Lezama Lima, Blanca Varela…
P. P. Coincido con Margo, pero difiero en que hayamos reemplazado la cultura por el negocio. Lo que ocurre es que el negocio editorial promueve de manera continuada nuevos autores y tendencias que parecen eliminar la producción anterior. La memoria literaria se ha ido emborronando en función de la gran producción editorial.
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