Todas las Elviras, Elvira
Lindo se autorretrata como una “mujer inconveniente” a partir de los retratos de otras 29 féminas disconformes
Autorretrato de Elvira Lindo.
Elvira Lindo, novelista, actriz, articulista, ha escrito una autobiografía total, coronada con un autorretrato en el que ella se dibuja como una payasa con chistera. En 30 maneras de quitarse el sombrero (Seix Barral, prólogo de Elena Poniatowska) trata de veintinueve mujeres que no son ella, evidentemente, “pero todas me son afines”, cada una tiene un rasgo que le es común. A todas las abraza, a Gracey Paley “por ácrata y reivindicativa”, a María Guerrero “porque me ayudó a evocar mi niñez, y por haber revivido en mí mi propia vocación de actriz”, a Patricia Highsmith porque le ayudó a entender las fronteras de la belleza, a Victoria Kent, porque se puso el mundo por montera (“Anda y que te ondulen con la permanente”)…, y así sucesivamente. Hasta veintinueve.
En el número treinta está ella misma. Es su autorretrato (‘Una mujer inconveniente’). De niña era la gracia y la risa de la casa, imitaba, y lo hacía con libertad y regocijo, su padre la jaleaba. De dentro le nació la risa, y al humor, en sus diversas formas, dedicó su escritura (para la radio, para el periódico) cuando inventó Manolito Gafotas y cuando aceptó que EL PAÍS la tuviera los veranos inventándose una vida privada que muchos consideraron propia. Del humor escrito se ha alejado, y en este libro lo explica, a veces con humor y casi siempre con rabia. Ya el humor no es lo que era. “Yo no he pretendido hacer gracia, la hacía”. Lo que sucede ahora es otra cosa: “A mí me gustaba el humor cervantino, azconiano, una especie de piedad hacia las personas sobre las que haces humor”. Ella no puede estar en un mundo “en el que, con el pretexto de la libertad de expresión hay que herir todo el tiempo”.
Ese texto es un monólogo que ella preparó para un teatro, “y al final, cuando lo terminé de escribir, sentí como un pellizco de tristeza”. Similar al que se le produjo cuando acabó de leer los Apegos feroces de Vivian Gornick, acaso el más intenso y personal de sus retratos ajenos. “Cierro el libro”, escribe Elvira Lindo, “y me descubro con lágrimas en los ojos, conmocionada por una verdad que no por ser dura es contada con menos tristeza”. Este autorretrato de mujer inconveniente le produjo a ella misma una emoción parecida. “Cuando cuentas verdades o te dejas al descubierto siempre hay algo que te provoca inquietud. Creo que eso es bueno porque quiere decir que has escrito algo de verdad y tienes que sentir una mezcla de vergüenza, de miedo de quien lo vaya a leer, de aprensión, de ver el libro en las librerías y pensar: ¡Ay, madre mía, ¿esto cómo será interpretado?!”. Está bien, dice, ese era el riesgo.
Y todo el libro, todos esos retratos ante los que ella se quita el sombrero (e incluso la nariz de payaso) parecen escritos para preparar ese desgarro final que, como a ella le pasó con Gornick, a su lector, al acostumbrado a su sarcasmo (“no hiriente, sarcasmo contra los míos o contra mí misma”) y a su seriedad, dejará “conmocionado por una verdad que no por ser dura es contada con menos belleza”.
—¿Y esta seriedad de ahora?
Ella responde en el autorretrato y de viva voz. “Cuando me dicen que me he puesto muy seria es porque a mí o a otros nos apetece escribir sobre cosas que no tienen gracia, o al menos yo no sé sacársela; es imposible para mi hallar gracia en el drama de la inmigración o en esta oleada de ultraderecha que surge en el mundo”. Ni es posible hacer humor de la soledad en la gran ciudad, y ahí, en el libro, Elvira Lindo halla espacio en su autorretrato para mostrarse “solita” en aquella casa de Nueva York, adaptándose a una vida que otros pensarían que era “burbujeante” como una fiesta. “De algo me serviría el entrenamiento que tuve en mi niñez cuando conseguí hacer amigos. Pero en Nueva York me di cuenta de que yo no tenía edad para eso”.
En ese autorretrato, la prolongación de todos sus retratos de mujeres a las que la vida también les hizo preguntas, Elvira Lindo se refiere ampliamente a sus etapas de Manolito y de ‘Tinto de verano’. Como en la serie veraniega de EL PAÍS salía tanto su santo (Antonio Muñoz Molina, su marido, académico y escritor, sabía muy bien que él no era el personaje creado por ella), hubo quienes incluso le pidieron al novelista que le prohibiera a su mujer ese recurso. “Ahí yo era muy gamberra, y ahora me asombro de lo que me atrevía a escribir; pero no era ni hiriente ni ofensivo: era humor absurdo, bromas sobre mi soledad o mi ignorancia”. Ahora, lo que son las cosas, concede, “¡eso se tendría que escribir con seudónimo o no escribirse en absoluto!".
Ella se llama a sí misma “inconveniente” por cómo la trataron cuando se atrevió con sus tintos de verano. Y el libro está lleno de mujeres inconvenientes. “Todas ellas, desde Mary Beard hasta Sallly Mann o Alice Munro, han dicho lo que querían decir. Y todas ellas, de un modo u otro, por cómo se comportan en la vida quiero que me sirvan de ejemplo”.
Elvira Lindo es la número 30 de esas mujeres ante las que “quitarse el sombrero”. Ese epílogo cierra un torrente de motivos para saber cuánto ha influido en ella su personal colección de disconformes.
30 maneras de quitarse el sombrero. Elvira Lindo. Prólogo de Elena Poniatowska. Seix Barral, 2018. 288 páginas. 18,90 euros.
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