El dolor de pensar en España
Una biografía de Concepción Arenal rescata el valor de la obra de una de las pensadoras más lúcidas y prestigiosas del siglo XIX
Madrid
La intelectual Concepción Arenal.
La foto emblemática, casi la única, de Concepción Arenal (Ferrol, 1820-Vigo, 1893) muestra a una mujer de gesto adusto con las comisuras de la boca vencidas, en un gesto decidido de negar la sonrisa. Sufría porque su clamor por el reformismo en España caía en el desierto; sufría por el diferente trato que recibían las mujeres, por las dificultades materiales para atender a los menesterosos, por las condiciones de los encarcelados... Pero sufría mejor que nadie, eso debía quedar bien claro. De lo contrario no sería ella, la pensadora más original y certera del siglo XIX español entre todos ellos, diversa y fecunda y con una obra de proyección internacional que en su país es prácticamente desconocida. Prefirieron hacer estatuas y dar su nombre a cientos de colegios e instituciones culturales. Que lean los europeos.
La editorial Taurus ofrece ahora en su colección Españoles eminentes una nueva oportunidad para acercarse a la vida de la autora con una biografía a la que la crítica literaria Anna Caballé ha dedicado cuatro años en los que ha podido, a pesar de la escasa y dispersa documentación existente, desmontar algunos mitos y redondear el primer estudio completo, desde sus orígenes hasta su vejez y muerte, de una autodidacta que no dio tregua a la vida. Ni la vida a ella tampoco. El volumen, que sale a la venta el jueves, es también el primero de la colección, que suma en total ocho títulos, que se dedica a una mujer. La serie está siendo coeditada con la Fundación Juan March con vocación de cubrir el enorme agujero existente en la historiografía española del siglo XIX.“Buscamos personajes eminentes no desde una perspectiva ética ni política, sino cultural”, dice el historiador Ricardo García Cárcel, asesor de las publicaciones junto a su colega Juan Pablo Fusi.
LA VOZ QUE CLAMA EN EL DESIERTO
Ideas: “Las ideas que se dejan caer en el océano de la sociedad española pueden llamarse perdidas”. “Somos un pueblo enfermo, yo no quiero que se desespere, pero sí que sepa dónde le duele”.
Igualdad: “En la mayor parte de las facultades la mujer es igual al hombre; la diferencia intelectual solo empieza donde empieza la educación”.
Cárcel: “Todo ha avanzado, todo ha progresado más o menos; solo nuestros establecimientos penales son lo que eran, antros cavernosos de maldad propios para matar los buenos sentimientos y dar vida a monstruos”.
Arenal no fue pobre, como se la ha presentado en ocasiones, procedía de la nobleza rural y vivió de las rentas. Los que la rodearon eran de esa misma clase y bien situados en puestos relevantes de la vida pública así fueran políticos, escritores o militares, y muchos de ellos, como se estilaba, con título aristocrático. De tal forma que el trazado de su biografía va dibujando el mapa del convulso siglo XIX, desde Fernando VII a Leopoldo Alas, Castelar y Cánovas, Pi y Margall, Prim, Espartero, O’Donnell, Gertrudis Gómez de Avellaneda, la reina Isabel II, Carolina Coronado, Lázaro Galdiano, Menéndez Pelayo, Díaz Porlier, Espoz y Mina, Giner de los Ríos, en fin, para qué seguir, el callejero entero de cualquier ciudad grande. Y todos ellos subidos a una montaña rusa en la que caían reyes, se sublevaban generales, guerreaban carlistas y liberales, se promulgaban constituciones y se perdían colonias. Difícil caldo para consolidar las teorías ilustradas. En eso andaba Arenal, tocando todos los palos, pero con dos obsesiones: la miserable vida en las prisiones así como el inclemente código penal y la asistencia de los menesterosos. La misma mujer que exigía caridad privada a los pudientes pedía a los Gobiernos derechos sociales, la puritana de alta moral reclamaba el sacerdocio femenino y hacía ascos de la resignación cristiana. Ella era, sobre todo, una mujer de ciencia. Y así funcionaba su mente. Sus errores es de justicia leerlos a la luz de su siglo e inevitable ensalzar sus reflexiones y actitudes tan adelantados a aquel.
Concepción Arenal. La caminante y su sombra se disfruta a ratos como una clase de historia y por momentos se devora como un novelón francés, de Flaubert o de Stendhal. La sola imagen de una muchacha pelirroja de ojos azules que pasea con un gran perro en el que carga unos libros que leerá en plena naturaleza recuerda aquellas novelas. Pero ojo, esta estrafalaria joven viste una larga levita negra ¡y un pantalón!; siempre fue de esa guisa y así aparece en la foto, hecha un napoleón, con la mano en la casaca. “La única manera de ser respetada como intelectual sería negándose a sí misma, de modo que su escritura doctrinal adoptaría siempre la voz masculina, así como su indumentaria”, escribe Anna Caballé. Concha se va forjando una imagen austera e inteligente que espanta a algunos hombres y le acarrea más de un disgusto, con su propia madre, entre otros. El hombre en el que puso sus ojos de joven, Manuel de la Cuesta, acabó casándose con su hermana, más modosita y tradicional. Concha no podía soportar los corsés, tampoco el que iba bajo la ropa y nunca lo llevó.
El resto de la novela es una sucesión de tragedias y producción intelectual. Primero la muerte prematura del padre, Ángel Arenal, un militar vilipendiado y desposeído del cargo por su ideología liberal. Concha lo adoraba y él fue siempre la sombra (y la luz) más pertinaz en su vida. Con apenas tres años murió su primogénita, Concepción y después el marido, el abogado Fernando García Carrasco, cuando el matrimonio gozaba de una sintonía plena. Le quedaban dos hijos, Fernando, del que no se separó en la vida y Ramón, díscolo y conflictivo al que tuvo que sacar de los calabozos militares más de una vez. Las epidemias y los males de la época siguieron dejando muertes a su paso, dos de ellas singularmente duras, la de su amiga Juana de Vega, condesa de Espoz y Mina por matrimonio y duquesa de la Caridad por méritos propios. Y Pilar Matamoros, a cuyo cuidado dejó la hacienda en Madrid. La mala salud también hizo mella en la pensadora, que no por ello dejó de escribir ni de moverse de Galicia a Cantabria, de Cantabria a Madrid, de Madrid a Asturias, y de vuelta a Galicia.
Los historiadores tampoco disponen de grandes noticias sobre Arenal porque no era del gusto de ella participar en los actos públicos, y no por falta de invitaciones, algunas a prestigiosos congresos sobre política de prisiones en Europa. Ella enviaba, eso sí, un estudio sobre el tema requerido que normalmente recababa la mayor admiración. Y todo, recuerda Anna Caballé, “salía de una mujer autodidacta, cuyas reflexiones se procesaban de principio a fin en su cabeza”, no necesitaba un corpus académico sobre el que edificar sus teorías. En los varios cargos públicos que desempeñó, tuvo la oportunidad de visitar cárceles, instituciones de mujeres, lugares de caridad y sus razones partían de esa práctica. Sus textos son fruto de una sabiduría madura, modernos, que reclamaban políticas que se aplican hoy en día y articulados con la clarividencia y el estilo que hicieron de su nombre una referencia internacional en la materia. A pesar del árido panorama que presentaba España entonces, a pesar del desierto donde morían sus reclamaciones, una pregunta animó siempre su desempeño: “¿Y qué puedo hacer yo?”.
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