miércoles, 27 de noviembre de 2019

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Andaluz de tierra cordobesa, fue Valera un hombre de mundo dotado de hondo saber humanístico y un ciudadano errabundo, siempre nostálgico de su paisaje natal. Prefirió dedicar su vida a la creación literaria, antes que al cultivo de actividades más provechosas.
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Manu de Ordoñana
Donostia-San Sebastián
España


El realismo estético de Valera

Categoría (El libro y la lecturaEl oficio de escribirGeneral) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 27-11-2019

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Bajo su apariencia de hombre moderado, Juan Valera (1824-1905) tuvo una vida muy intensa. Por su carrera diplomática, permaneció largos periodos fuera de España, pero buena parte de su vida vivió en Madrid y se dedicó a actividades muy variadas: funcionario de la Administración, director de varios periódicos, diputado a Cortes, secretario del Congreso y ministro de Instrucción Pública.
En medio de esos quehaceres, tuvo tiempo para las letras. Dotado de una curiosidad sin límites y de una memoria prodigiosa, alternó el estudio de los clásicos griegos y romanos con los de filosofía; se interesó por los descubrimientos científicos que florecían en Europa —en varias ocasiones, se quejó del poco interés que la ciencia despertaba en España— y se entregó con ahínco a la crítica literaria, desplegando acierto en los juicios y benevolencia en el trato —salvo alguna desavenencia por rivalidad con Pérez Galdós—, lo le valió para adquirir fama de hombre culto y refinado.
Juan Valera y Alcalá-Galiano nació en Cabra (Córdoba) en el seno de una familia ilustre, pero en decadencia. Su madre, doña Dolores Alcalá Galiano, era marquesa de la Paniega, título que heredó su hermanastro; su padre, don José Valera y Viaña, tuvo que abandonar la carrera militar por sus ideas liberales, hasta que, a la muerte de Fernando VII, fue rehabilitado en 1833 para ser nombrado comandante de armas de Cabra y, más tarde, gobernador civil de la provincia de Córdoba.
Siguiendo el ejemplo de su padre, el Valera adolescente sueña con la carrera de armas y prepara su ingreso como cadete en la Academia de Artillería, pero su madre se opone y le anima al estudio de las humanidades, por la excelente disposición que muestra hacia ellas. A los once años, ya había escrito su primer poema y, a los trece, publicado sus versos en El Guadalhorce, periódico de Málaga y, más tarde, en la revista La Alhambra, de Granada.
Valera fue un lector precoz. Él mismo confiesa que “a los doce o trece años había leído a Voltaire y presumía de sprit fort, si bien me asustaba cuando estaba a oscuras y temía que me cogiese el diablo. El romanticismo, las leyendas de Zorrilla y todos los asombros, espectros, brujas y aparecidos de Shakespeare, Hoffman y Scott reñían en mi alma una ruda pelea con el volterianismo, los estudios clásicos y la afición a los héroes gentiles”.
Lee con avidez a los autores románticos en boga —sus preferidos, Byron y Espronceda—, que le dejaron una huella significativa de la que no pudo escaparse a lo largo de su vida, a pesar de que él lo niega: “Ni aun en la época de mayor fervor y entronizamiento del romanticismo, había sido yo romántico, sino clásico a mi manera”, alegando que los románticos desatendían la forma, presumiendo de espiritualistas y poniendo la belleza en lo sustancial y recóndito.
A los trece años, ingresa en el seminario de Málaga para estudiar Lengua y Filosofía (1837-1840) y luego, Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada, hasta que marcha a Madrid para proseguir sus estudios de Derecho. En 1844, se gradúa como bachiller en jurisprudencia y en 1946, obtiene la licenciatura. En esa época, aflora su afición literaria: descubre a los clásicos, traduce fragmentos de Byron y compone sonetos al estilo de Lamartine. Se enamora entonces de Gertrudis Gómez de Avellaneda, una poetisa diez años mayor que él, a la que dedica un encendido poema, A Leila.
El primer libro que escribió fue de versos (Ensayos poéticos, 1844). Pero la crítica no se ha preocupado mucho de su obra poética. El público no la aprecia: su lenguaje poético es frío, sin fantasía; le falta emoción lírica. Su intención, en línea con su formación neoclásica, era verter en verso conceptos filosóficos más que exaltar el ánimo del lector. Valbuena Prat en su Historia de la Literatura española lo define acertadamente: “Valera da señales de una poesía presidida por la musa de la inteligencia, entre traducciones de clásicos y delicadas notas circunstanciales”. La poesía de Valera no llegó nunca a ser popular, a pesar de ser vasta y estar bien construida, lo que le causó fuerte pena:
Di vida, amor y cuerpo a la poesíapero no hallé la luz del alma mía.
Convertido en abogado, frecuenta los ambientes intelectuales de Madrid a la espera de un empleo. Su carácter mundano y su origen aristocrático le abren las puertas de la sociedad madrileña en la que obtiene sus primeros éxitos amorosos, hasta que, por influencia de su padre, es nombrado agregado sin sueldo en la legación de Nápoles: “Me vine a Madrid con el intento de buscarme alguna ocupación lucrativa y honrosa, con cuyo objeto venía decidido a pasar un año con un abogado y después abrir bufete; pero como mi fuerte no es el trabajo, y menos de esta clase, ahorqué la toga, quemé la golilla y, aprovechándome de una buena coyuntura, me metí de patitas en la diplomacia, donde con bailar bien la polca y comer pastel de foiegras, está todo hecho”.
En 1847, se instala en Nápoles, siendo embajador el también cordobés duque de Rivas, figura emblemática del romanticismo español. Allí vivió dos años y medio y aprovechó ese tiempo para aprender griego y perfeccionar sus facultades como cortejador. Luego fue destinado a diferentes ciudades (Lisboa, Río de Janeiro, Dresde y San Petersburgo) lo que le permitió mejorar el nivel de los idiomas que ya conocía —portugués, francés, italiano, inglés y alemán—, así como enredarse en nuevas aventuras amorosas.
En 1858, se retira provisionalmente de la carrera diplomática y se establece en Madrid para ingresar en la política, siendo elegido diputado por el partido Moderado. Fue este el periodo más fecundo de su vida y dura hasta que, en 1881, por razones económicas, retoma su carrera diplomática. Desengañado de la escena política, abandonó sus esperanzas cortesanas y se entregó al fabuloso mundo de la creación literaria. Su estado anímico está recogido en el prólogo de la edición americana de Pepita Jiménez, cuando afirma que se encontraba “en la más robusta plenitud de mi vida, cuando más sana y alegre estaba mi alma, con optimismo envidiable y con un panfilismo simpático a todo, que nunca más se mostrará ya en lo íntimo de mi ser, por desgracia”.
En 1861, fue elegido miembro de la Real Academia Española en la que ingresa con un discurso sobre La libertad en el Arte. A sus 37 años, le habían bastado sus versos, sus artículos, sus ensayos para obtener este puesto preeminente en La República de las Letras.
Sus tres novelas más acertadas —de las ocho que escribió— tienen a mujeres como protagonistas. En la primera, Pepita Jiménez —escrita en 1874, cuando ya tenía 50 años y la más famosa—, relata el proceso de enamoramiento de un seminarista hacia una joven viuda, prometida de su padre, con final feliz. En la segunda, Doña Luz (1879), vuelve a plantear el antagonismo entre amor humano y amor divino, pero esta vez, con final trágico. Y en la tercera, Juanita la Larga (1896), triunfa el amor que existe entre un hombre entrado en años y una joven veinteañera. En los tres casos, las intrigas amorosas se suceden de forma civilizada, sin romper la armonía social, tal y como Valera preconiza. Y en los tres casos, las tres heroínas proceden con una fortaleza impropia de la época, lo que confirma el talante idealista —y hasta romántico— de su autor.
En 1865 es nombrado ministro plenipotenciario en Frankfurt, pero dimite al año siguiente. En su viaje de regreso, se reencuentra en Paris con José Delavat —el que había sido su jefe en la legación española de Río de Janeiro— y con su familia; se prenda de una de sus hijas, con la que se casa en 1867. Pero pronto empiezan las discusiones matrimoniales: ella se queja de sus galanteos amorosos y él de sus despilfarros económicos.
La revolución de 1868 —conocida como La Gloriosa— le pilla en Madrid, cuando la reina Isabel II es destronada y ha de partir al exilio. Se inicia, a continuación, el Sexenio Liberal (1868-1874), del que fue cronista de excepción. La restauración de la monarquía le abrió un espacio de ostracismo político que solo desaparece en 1881, cuando acepta el cargo de ministro de España, en la legación de Lisboa. Washington, Bruselas y Viena completan el periplo, que finaliza en 1885, al regresar a Madrid y abandonar definitivamente la profesión. Empieza a perder la vista y a tener apuros económicos, lo que le obliga a potenciar su producción literaria, dictando a su secretario.
Durante los últimos años de su vida, casi completamente ciego, apenas escribe, solo frecuenta diversas tertulias y mantiene una en su propia casa, a la que asisten destacados intelectuales, entre otros, su amigo Menéndez Pelayo. En 1904, es nombrado miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Un año más tarde, fallece en Madrid a la edad de 80 años y es enterrado en la Sacramental de San Justo. En 1975 sus restos fueron exhumados y trasladados a Cabra, su ciudad natal, en cuyo cementerio de San José reposan.
Para entender la obra de Valera es preciso conectar su figura con el medio en que se educó y la época en que vivió. El espíritu del siglo —como se decía entonces— gravitaba sobre la creencia en el liberalismo como origen del progreso de las naciones, una idea fuertemente arraigada en la mentalidad de la mayoría de la población española, cualquiera que fuese su estrato social. Valera mismo se creía muy liberal, tanto por tradición de familia como por formación intelectual, aunque, en algún caso, llegó a escribir: “A pesar de mi liberalismo filosófico, soy aficionadísimo a la gente de alto copete, y tanto, que me aflige y me entristece la de mal tono”. Y es que Valera fue un aristócrata liberal, un hombre refinado apegado al elitismo del Antiguo Régimen y, al mismo tiempo, un intelectual penetrado hasta la médula por la concepción burguesa de la vida.
Ideológicamente, era un liberal moderado, tolerante y, al mismo tiempo, escéptico en cuanto a lo religioso, lo que explicaría el enfoque de algunas de sus novelas. Nadie dudaba de la finura estilística de su prosa, pero la óptica ultramontana de la época lo catalogó sin motivo como un intelectual volteriano, agnóstico y descreído, lo que significaba entonces la condena a perpetuidad. Valera defendía la prevalencia de la razón sobre la fe, sin menoscabo de sus creencias religiosas, que eran profundas. Siempre en el centro, su postura era el equilibrio propio del credo moderantista que le inspiraba: “Al final, acaba viniendo un entendimiento superior y halla un medio de conciliación entre las dos verdades, la sabida por la Revelación y la descubierta por medio del estudio”.
Lo que Valera no acepta de la religión es la renuncia al placer, la contención que entraña la profesión de la fe. Sobre el ascetismo cristiano, descarga el peso de su ironía, con ese espíritu vitalista y gozador que caracteriza su personalidad: “Los impíos del día presente acusan, con falta completa de fundamento, a nuestra santa religión de mover las almas a aborrecer el mundo, a despreciar o a desdeñar la naturaleza. Tal vez a temerlo, casi…”. Por aquí van los tiros del anticlericalismo de Valera: su rechazo a la moral antinatural, a la represión sexual, y su tímido alegato en favor de la liberación de la mujer.
Cultivó todos los géneros literarios: periodismo, ensayo, historia —escribió la continuación de la Historia General de España, de Modesto Lafuente, desde la muerte de Fernando VII hasta finales del siglo XIX— poesía, teatro, relato corto y novela, además de dejar un epistolario extenso y variado que nos ha servido para conocer el punto de vista del autor sobre los acontecimientos históricos ocurridos en España durante el siglo XIX, así como para desvelar su vida sentimental.,
Fue Valera un conquistador que tuvo numerosas aventuras a lo largo de su vida. Dejó escritas abundantes cartas en las que describe a las mujeres que amó y la pasión que cada una le despertó. Esa correspondencia ha sido estudiada en detalle por Carmen Bravo-Villasante en su libro Biografía de don Juan Valera (Barcelona, 1959), que hace el siguiente retrato del escritor: era culto, de refinados modales, elegante, de conversación amena, y embelesaba a las damas de la alta sociedad, solteras o casadas, porque además era un hombre apuesto y varonil.
En Nápoles, coqueteó primero con la marquesa de Villagarcía, que le llevaba seis años, y luego se enamoró de Lucía Palladi, marquesa de Bedmar, también mayor que él, con quien compartía el gusto por el arte y la literatura. A su regreso a Madrid, se sintió atraído por la hija del duque de Rivas, en Lisboa, intentó enamorar a Laura Blanco, cuyo marido era en extremo celoso y en Río de Janeiro, alude a su Armida brasileña y a Jeanette. En San Petersburgo, pretendió el amor de Madeleine Brohan, una famosa actriz francesa, pero no fue correspondido, lo que le causó profunda aflicción. Este fracaso lo plasma en un poema, Saudades de Elisena, en el que se queja de la volubilidad de las mujeres. Y la última aventura la tuvo con 60 años, en Washington, con Catherine Lee Bayard, hija del ministro de Negocios extranjeros de EE.UU., que luego se suicidó cuando Valera es trasladado a la embajada de Bruselas.
Como narrador, Valera se mantuvo al margen de las modas literarias; practicó una especie de realismo estético sustentado en una idea básica: la novela ha de reflejar la vida real de una manera idealizada, contando los hechos no como son exactamente, sino como deberían ser, huyendo de los ambientes sórdidos y de las escenas penosas. La novela es, sobre todo, arte; su fin es la creación de belleza, deleitar, no instruir: Mi idea al componer cuentos, narraciones o lo que sean, ya que no sean novelas, no es probar nada. Para probar tesis escribiría yo disertaciones… El principal objeto del autor ha de ser la pintura, la obra de arte, y no la enseñanza”. Por eso, cuida tanto su estilo, siempre ameno y preciso, que le permite delinear la psicología de sus personajes, sobre todo, los femeninos.
Todo intento de clasificar la obra de Valera resulta inútil: romanticismo, realismo, novela de tesis, novela psicológica, casticismo… Su novela es una anomalía de género que no se adhiere a ninguna de las corrientes literarias de la época; sin ataduras a cánones, propone una narración fruto de la observación, resaltando lo natural y lo bello, a condición de que sea verosímil. Y para que la historia sea creíble, nada mejor que presentar personajes típicos de la sociedad española y hacerles hablar el lenguaje castizo que utiliza el vulgo, exento de culteranismos, en un sano ambiente provinciano.
No era amigo de las descripciones prolongadas: rara vez se entretenía en los detalles, excepto cuando intentaba pintar el mundo rural andaluz, las procesiones, las comidas, las tertulias… Ni de recrear el lado desagradable de la vida, como abunda en el naturalismo que, hacia 1880, comenzó a penetrar en España, de la mano de Emilia Pardo Bazán, al publicar en 1983, La cuestión palpitante, en el que la escritora gallega defiende la nueva corriente literaria que había iniciado Zola en Francia.
Entre 1886 y 1887 publica en la Revista de España diez artículos sobre la novela naturalista francesa, recogidos seguidamente en un volumen titulado Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas. En el prólogo, expone la «sorpresa dolorosa» que le ha producido Dª Emilia Pardo Bazán al declararse naturalista. Y en su interior, escribe: «En lo antiguo se escribían las novelas para divertir, para ensanchar el corazón, para distraer con bellas ficciones los ánimos que se contristaban con la vulgar y prosaica realidad de la existencia terrena … Ahora es todo lo contrario: el toque, el busilis de la buena novela, está en dar un mal rato a cada uno de cuantos la lean; en turbar su digestión».
Andaluz de tierra cordobesa, fue Valera un hombre de mundo dotado de hondo saber humanístico y un ciudadano errabundo, siempre nostálgico de su paisaje natal. Prefirió dedicar su vida a la creación literaria, antes que al cultivo de actividades más provechosas. Vivió apremiado por la estrechez económica, pero nos ha dejado un legado sobresaliente, por la variedad de temas que plantea y por el exquisito valor de su prosa, adornada con un fino sentido del humor y una burlona ironía, que no ha perdido actualidad. En el cincuentenario de su muerte, concluye Menéndez Pidal su homenaje con esta frase: “La obra de Valera, muy extensa y tornasolada, irradia la misma serena y suave luz que siempre la nimbara”.

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