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Este cuadro de Giacomo Grosso se exhibe en la Galería de Arte Moderno de Turín. Su título, La celda de las locas, no deja nada a la libre interpretación, es absolutamente fiel a lo mostrado en la tela. Se trata de lo que vemos: una celda con un buen número de monjas y novicias que intentan sostener a una de ellas, que parece haber perdido la cabeza. El gesto de la loca es desesperado, pero al mismo tiempo ausente, como la mirada de cualquier loco. No está allí, aunque algo la empuja a forzar el físico para permanecer, y así cerciorarse de cualquier cosa que no sabemos. Está alucinada. Sin embargo, una figura ata su mundo al nuestro: otra monja que mira hacia el mismo sitio que ella, validando la dialéctica de la locura, y lo que es más inquietante, una serie de siluetas informes y oscuras al fondo, que nos hacen partícipes de esa demencia. Al igual que ella, también nosotros estamos locos porque vemos esas sombras flotantes, esas presencias que inauguran un mundo solo apto para alucinados. -
Les traigo este cuadro porque el primer poema de Una arena tan sensible tiene el mismo título que la pintura y habla, además, de piedras: «Cómo llega una piedra a un lugar nuevo / sin que las demás piedras no se alteren. / Donde nada hay nada es alterable / pero una piedra avanza y eso es algo». -
Seguramente podamos establecer un centenar de concomitancias entre la imagen de la piedra y la locura. Empezando por esa Extracción de la piedra de la locura del Bosco, en la que el enfermo expresa «Maestro, quítame pronto esta piedra»; y desde ahí, hasta el celebrado libro de Alejandra Pizarnik, nos inundan las imágenes en las que lo inerte, aquello que choca en su dureza, o el carácter disforme de la piedra, nos conducen a la imagen del tarado. Estas piedras del poema actúan como una comunidad entera de pequeñas locuras ante las que surge una nueva, una visita desconocida que viene a quedarse; una más, una manía más, una chaladura más, otra chifladura (léase en el libro de Lola Nieto, La isla desnuda, la etimología de chiflado: quien está loco tiene un silbo en el cerebro). En este caso y en este poema, o quizá en todo el libro, la locura no es esa patología que hace del artista un ser privado de juicio, sino un estado de alucinación ante lo que nos rodea, una ebriedad, un entusiasmo que nos hace recogernos en nosotros mismos y cantar. Eloy Sánchez Rosillo dice en un poema excepcional, titulado «La luz», aquello de «entonces cantas, cantas» al intuir esa fiebre del entusiasmo, de la alucinación. -
Y creo poder confesaros que del choque de unas piedras, precisamente, nace este libro. Pensemos en una mañana de instituto, en la observación detenida de una exhibición lítica para alumnos de la ESO. Ahí encuentro un motivo claro, el punto de fusión que necesitaba con los poemas que estaba escribiendo, un encaje adecuado a todo aquello que llevaba años macerando y que empezaba a tener un tono. Ver crear fuego con unas piedras y con un hongo seco, con el mismo material con el que se hiciera hace miles de años, con los mismos golpes, y con la misma técnica… Ese sonido, ese golpeteo rítmico, atemperado, ese crepitar de las chispas se metió dentro y creó la hoguera necesaria. «¡Oh, Dios mío!», me dije. «¡Es el mismo sonido que oirían los ancestros! ¡Lo estamos oyendo como se oye una tormenta que se acerca! ¡Estamos oyendo un directo de hace 1 400 000 años! ¡El concierto originario!». Y juro que los golpes, creedme, tenían, en su contacto, el misterio de un silencio ya perdido. Tuve durante unos segundos metido en los huesos el dolor de la intemperie, la crecida remota del despojo, el silencio que precede al fuego; el silencio, sí, que precede al poema. -
Y de ahí, de ese fuego, alumbrar. Lumbre viene del latín luminen, que es luz; por lo tanto, lumbre y alumbrar serían tanto dar luz como fuego, y eso es fundamental para la forma. Todo lo que nos rodea tiene una forma y esta, si nos trasciende, lo hace a través de la luz. Pienso en la caverna de Platón y en la necesidad de alcanzar, con un rapto, la luz después de ver las sombras o en la física cuántica al imaginar que todas ellas nos contienen en tiempos y espacios remotos, o sencillamente en un alumbramiento como algo que está naciendo. La luz determina la fluctuación de los colores, y en Una arena tan sensible el color es también un punto de referencia: el blanco, el cárdeno, la negrura, el ocre del óxido o el de la piel de un zorro. Así la luz y el espacio nos dan la trascendencia, decía el bueno de Claudio Rodríguez, en su caso sobre la tierra castellana. Un ser, alucinado ante el objeto, su espacio y la luz, podría quedarse un rato observando durante minutos un sencillo cruasán o un tenedor. -
A mí me pasa.-
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