sábado, 3 de junio de 2017

HIJOS DE LA MISMA ARENA || Dos historias, muchas historias | Babelia | EL PAÍS

Dos historias, muchas historias | Babelia | EL PAÍS



LECTURA

Dos historias, muchas historias

Babelia ofrece un adelanto del libro colectivo 'Un reino de olivos y ceniza' : el texto de Colum McCann sobre un israelí y un palestino que luchan por la paz tras perder a sus hijas

El palestino Bassam Aramin y el israelí Rami Elhanan.



El palestino Bassam Aramin y el israelí Rami Elhanan. 

«¿CUÁL ES LA FUENTE DE NUESTRO PRIMER SUFRIMIENTO?» SE ENCUENTRA EN EL HECHO DE QUE VACILAMOS Y NO NOS DECIDIMOS A HABLAR… NACE EN EL MOMENTO EN QUE EMPEZAMOS A ACUMULAR COSAS SILENCIOSAS EN NUESTRO INTERIOR. GASTON BACHELARD
Venga, ahora. En silencio. A lo largo de esta calle llena de suspense. Es la última hora de la tarde y hace el fresco propio de noviembre. Dos o tres estrellas penden peligrosamente sobre Beit Jala. En la distancia se filtran las luces amarillas de Belén, fundiéndose en la oscuridad de las colinas. Encógete un poco para protegerte del frío. Observa tu aliento que mantiene una pequeña discusión con la oscuridad creciente. Cuesta arriba. Las tiendas están cerradas. El día va arrastrándose hacia el silencio: ni campanas de iglesias, ni llamadas del muecín. Un par de coches y una moto están aparcados ante un edificio de apartamentos de cuatro pisos. Venga, ahora, pasa ante el solar en obras, flanqueando los pisos, subiendo por la escalera exterior. Cuidado. No está bien iluminada. Un toque de luz se refleja en los ladrillos blancos. Nada demasiado elaborado. Pero tampoco es que sea una ruina. Las paredes están desnudas. Un lugar que podrías encontrar en cualquier sitio. Los tubos fluorescentes parpadean en la planta baja a través del hueco de la escalera.
Percibes el olor a humo rancio. El aroma penetrante del café. No hay ascensores aquí. Sube por la escalera. Un tramo, dos. El eco de tus pasos. El letrero de la puerta dice: ASOCIACIÓN DE PADRES. Entra. Aquí hay más colorido. Más brillo. La música proveniente de la radio. Carteles en la pared. Dentro, en la cabecera de una mesa alargada, están sentados dos hombres de mediana edad. Uno de piel oscura, el otro pálido. Uno delgado, el otro robusto. Están uno al lado del otro, sus hombros casi se tocan. Bassam Aramin y Rami Elhanan. Se inclinan hacia delante para hablar. Acércate. Venga, ya. Escucha. La oscuridad fuera está descendiendo.
«Me llamo Rami Elhanan. Tengo sesenta y seis años y soy diseñador gráfico, jerosolimitano de séptima generación. Mi madre nació en la Ciudad Vieja de Jerusalén, en el seno de una familia ultrajudía, ultraortodoxa. Mi padre vino aquí en 1946, tras pasar un año en Auschwitz. Era un hombre callado. Intentó ganarse la vida aquí. Resultó muy mal herido en la guerra del 48 en la Ciudad Vieja. Mi madre fue la enfermera que se ocupó de él. Se enamoraron y formaron una familia. Las cosas fueron bastante sencillas, me imagino. Yo fui creciendo, un chico corriente, un judío, un israelí, un ser humano.
»La historia que quiero contarles comienza y termina en un día concreto del calendario judío, el del Yom Kippur. Para nosotros, los judíos, es el día en que pedimos perdón por nuestros pecados. Exactamente ese día, hace cuarenta y dos años, era yo un soldado muy joven que luchaba en la guerra de Octubre del 73 en el Sinaí. Como cualquier guerra, aquella fue espantosa. Acabé combatiendo en tres guerras. Nada bueno sale de ninguna guerra. Pero la del 73 la empezamos con una compañía de once tanques y la acabamos solo con tres. Mi labor consistía en traer munición y retirar los cuerpos de los muertos y los heridos. Perdí a algunos amigos muy íntimos. Vi cómo sus camillas se volvían rojas. Salí de la guerra furioso y amargado, convertido en un hombre decepcionado con una sola determinación: distanciarme de cualquier tipo de implicación o compromiso.
»Abandoné el Ejército y acabé mis estudios en la Academia de Bellas Artes de Bezalel. Me casé y tuve cuatro hijos. Uno de ellos fue mi pequeña, Smadar. Nació la víspera del Yom Kippur, en septiembre de 1983, en un hospital de Jerusalén. Su nombre está tomado de la Biblia, del Cantar de los Cantares de Salomón, brote de vid, pimpollo que empieza a abrirse. Una niña chispeante, vivaracha y risueña. Muy hermosa. Una estudiante excelente, buenísima nadadora y también bailarina. Una niña asombrosa; solíamos llamarla “la Princesa”.
»Con mis tres hijos y esta princesita vivíamos lo que nos parecía que era una vida perfecta, bien protegida, segura, en Jerusalén, en nuestra casa del barrio de Rehavia. Mi esposa, Nurit, daba clases en la Universidad Hebrea. En cierto modo podrían decir ustedes que vivíamos dentro de una burbuja, completamente alejados del mundo exterior. Yo hacía diseño gráfico –carteles y anuncios– para las derechas y para las izquierdas, para cualquiera que me pagara. La vida era buena. No había muchas complicaciones.
Rami Elhanan: "¿Es que matar a alguien va a devolverme a mi hija? ¿Es que matar a todo el mundo me la va a devolver?"
»Y así continuaron las cosas hasta hace unos dieciocho años, el 4 de septiembre de 1997, cuando esa burbuja nuestra estalló, rota en mil pedazos por tres terroristas suicidas palestinos, que hicieron estallar sus cinturones bomba en medio de la calle Ben Yehuda, en pleno centro de Jerusalén.
»He contado esta historia muchas veces, pero siempre sale algo nuevo. Los recuerdos te golpean todo el tiempo. Una mariposa. Un libro que está abierto. Una puerta que se cierra, un sonido estridente. Cualquier cosa.
»Aquel día mataron a cinco personas, entre ellas tres chiquillas. Una de ellas fue mi Smadar. Fue un jueves por la tarde. Había salido a comprar libros.
»Al principio, cuando oyes hablar de una explosión, de cualquier explosión, esperas que el dedo del destino no se vuelva a apuntar hacia ti. Luego, poco a poco, te ves a ti mismo corriendo por las calles, intentando encontrar a tu hija, a tu pequeña, a tu Princesa. Pero ha desaparecido por completo. Vas de hospital en hospital, de comisaría en comisaría. Haces todo eso durante horas, durante largas y frustrantes horas hasta que por fin, ya de madrugada, tu esposa y tú os encontráis en el depósito de cadáveres. El dedo está apuntándote a ti, justo entre los dos ojos, y contemplas esa visión que no podrás olvidar nunca durante el resto de tu vida. Tu hija. En una bandeja de metal. Tu hija. De catorce años.
 »El funeral se celebró en el kibutz Nachshon. Smadar fue enterrada junto a su abuelo, el general Matti Peled, un verdadero luchador por la paz, profesor de la universidad y miembro de la Knéset. Vino gente procedente de todos los rincones del mosaico que es este país, judíos y árabes, representantes de los colonos, representantes del Parlamento, representantes de Arafat, del extranjero, de todas partes.
»Y luego la enterraron. A tu hija. A tu Smadar. Brote de viña.
»Te vuelves a tu casa; el piso está lleno de miles y miles de personas que vienen a presentarte sus respetos, a darte el pésame. Son los siete días de shivá. Estás rodeado por esos millares de personas a la manera tradicional, una forma muy hábil de facilitarte la vuelta a la nueva vida. Al octavo día todo el mundo regresa a sus asuntos cotidianos, normales, y de repente te dejan solo. Sin tu hija. Ya no está. Sencillamente ya no existe.
»Tienes que despertarte, levantarte y mirarte a la cara. Tienes que tomar una decisión. ¿Qué vas a hacer ahora, con esta nueva carga insoportable sobre tus hombros? ¿Qué vas a hacer con esta nueva personalidad tuya, que nunca creíste que pudiera existir? ¿Qué vas a hacer con esa ira, que te devora vivo por dentro?
»Solo hay dos opciones. La primera es evidente. Cuando alguien mata a tu hija de catorce años, estás tan furioso que lo que quieres es ajustar cuentas. Es natural. Es humano. Y esa es la vía que la mayoría de la gente escoge: la vía de la venganza y la represalia. Esa opción es la que crea este ciclo interminable de violencia que no para nunca. Una bala conduce a otra bala. Un terrorista suicida conduce a una granada disparada por un lanzacohetes.
»Pero luego, al cabo de un tiempo, empiezas a pensar y a hacerte preguntas, ya saben: Somos seres humanos, no somos animales, podemos utilizar el cerebro. Y te preguntas: ¿Es que matar a alguien va a devolverme a mi hija? ¿Es que matar a todo el mundo me la va a devolver? ¿Es que hacer daño a alguien va a aliviar el dolor insoportable que estás sufriendo? Bueno, la respuesta es muy fácil. El polvo vuelve al polvo. Eso es todo.
»Estúpidamente, al principio pensé que podría seguir con mi vida, fingir que no había pasado nada. Intenté llevar una vida normal, volver a mi despacho. Pero ya no había nada normal. Yo ya no era la misma persona.
»Mi niña se había ido.
»De modo que, a través de un complicado proceso gradual, llegas a la otra opción, que es mucho más difícil: intentar comprender qué fue lo que le ocurrió a tu hija. ¿Por qué ocurrió? ¿Cómo pudo tener lugar una cosa tan terrible? ¿Qué pudo hacer que alguien estuviera tan furioso, tan loco, tan desesperado, tan desamparado, que estuviera dispuesto a hacerse volar por los aires junto a una niña de catorce años? ¿Cómo vas a poder comprender ese instinto? Y luego la pregunta más importante de todas: ¿Qué puedes hacer tú, personalmente, para evitar este dolor insoportable a otras personas, a otras familias? En fin, no es fácil, lleva su tiempo.
»Más o menos un año después, conocí a un hombre que cambió mi vida por completo. Se llamaba Yitzhak Frankenthal, un judío religioso, ¿saben ustedes?, con su kipá en la coronilla. Y, ya saben, solemos encasillar a la gente, estigmatizar a las personas. Solemos juzgar a las personas por su forma de vestir, y yo estaba seguro de que aquel tío era un fascista, un derechista, que se comía a los árabes para desayunar. Me dispuse a pelearme con él, a discutir con él, pero empezamos a charlar y me habló de su hijo Arik, un soldado que fue secuestrado y asesinado por Hamás en 1994. Y luego me habló de esta organización que había creado: personas que habían perdido a sus seres queridos, pero seguían deseando la paz. Y recordé que Yitzhak había estado entre los miles y miles de personas que habían venido a mi casa un año antes, durante aquellos siete días de shivá, y me volví loco. Estaba tan furioso con él que le pregunté: ¿Cómo puede uno hacer algo así? ¿Cómo puede uno meterse en la casa de alguien que acaba de perder a un ser querido y hablar de paz? ¿Cómo se atreve?
»Y él –como el gran hombre que es– no se sintió ofendido por mi cólera. Simplemente me invitó a venir por aquí y echar un vistazo a una reunión de estos locos. Y me picó la curiosidad. Y me dije: Vale. Me quedé fuera. Muy distanciado, lleno de cinismo. Como suelo ser. Y me quedé observando a esas personas que bajaban de los autobuses.
Bassam Aramin: "Es una tragedia que, como palestinos, necesitemos demostrar que somos seres humanos. No solo a los israelíes; también con los árabes, con nuestros hermanos y hermanas"
»Los integrantes del primer grupo que bajó de los autobuses eran para mí, como israelí, leyendas vivientes. Personas a las que solía yo mirar con veneración, admirar. Había leído acerca de ellos en los periódicos. Habían perdido a sus seres queridos y buscaban vías pacíficas. Y nunca pensé que un día llegaría yo a ser uno de ellos. Vi a activistas en pro de la paz, a supervivientes del Holocausto, y a muchos otros.
»Esto me quitó la venda de los ojos.
»Pero entonces vi otra cosa, algo completamente nuevo para mí, para mis ojos y para mi mente, para mi corazón y para mi cerebro. Estaba allí de pie y de repente vi a unas cuantas familias palestinas afectadas caminando hacia donde yo estaba. Aquello me dejó pasmado. El enemigo. Me estrechaban la mano en un gesto de paz, me abrazaban, lloraban conmigo. Quedé muy impresionado, profundamente conmovido. Fue como si me dieran un martillazo y me abrieran la cabeza.
»Aquello era extraordinario. Una organización de afectados. Pero lo más extraordinario era que se trataba de israelíes y de palestinos. Juntos. En una habitación. Compartiendo su aflicción. ¿Qué clase de locura era aquella?
»Me acuerdo de ver a esa señora mayor árabe bajando del autobús, vestida con su traje negro tradicional palestino. Y llevaba una foto de su niño de seis años sujeta al pecho con un alfiler, exactamente como mi esposa llevaba el nombre de nuestra hija, Smadari.
»¿Ven ustedes? Yo tenía por entonces cuarenta y siete años, y me avergüenza reconocer que aquella fue la primera vez en mi vida que veía a unos palestinos como seres humanos. No solo como trabajadores en las calles, no solo como caricaturas en los periódicos, no solo como transparencias humanas, no solo como terroristas, sino como seres humanos. Seres humanos: personas que llevan encima la misma carga que llevo yo, personas que sufren exactamente como yo sufro. Una igualdad de dolor. No soy una persona religiosa. No sé cómo explicar lo que me sucedió en aquel momento. Lo único que puedo decirles es que a partir de entonces y hasta hoy he dedicado mi vida a ir a todos los sitios que me ha sido posible, a hablar con todas las personas que me ha sido posible, con personas que quieren escuchar, incluso con personas que no están dispuestas a escuchar, para trans­mitirles este mensaje enormemente básico y sencillo, que dice: No estamos condenados.
»Y pueden decir que se lo he dicho yo.»
El mundo hace ver sus ironías en los momentos más extraños: fuera, el sonido de una sirena de la policía marchando a toda velocidad por la calle de la Virgen María.
–Han venido a prenderte –sonríe Bassam, mirando a Rami. –¡Ah, pueden hacerlo cuando quieran! –dice Rami, cambiando su expresión y dibujando una amplia sonrisa.
No está completamente fuera del terreno de lo posible, pues, como israelí, Rami está aquí ilegalmente: no está autorizado a desplazarse a esta parte de Beit Jala. Pero no le importa. Viene aquí en su moto, tomando caminos secundarios si hace falta. Siempre hay maneras de sortear los puestos de control. Todos los muros –incluso el Muro, situado a unos pocos metros de aquí, que serpentea en dirección a Belén– se pueden romper. Bassam también necesita un permiso especial para entrar en Israel.
El sonido de la sirena va perdiéndose en la lejanía y nos quedamos con el zumbido de los tubos fluorescentes sobre nuestras cabezas.
Sobre la mesa hay café, algunas pastas y varias servilletas verdes. Rami y Bassam se han sentado juntos miles de veces, contando la misma historia a todo aquel que sea lo suficiente abierto de mente como para escuchar.
La mayor parte de las historias mueren de tanto repetirse, pero no las suyas. Sus historias siguen vivas debido a la brutal realidad que hace que las personas sigan muriendo al otro lado de estas ventanas. La única forma que conocen de hacer frente a semejante situación es compartir su experiencia; y por eso lo hacen una y otra vez. Han aprendido que el arte de la narración es conseguir que otros escuchen: escolares, dignatarios, profesores, oficiales del Ejército, combatientes, políticos, ustedes, yo. Para ellos es impensable poder vivir sin tener la capacidad de contar sus historias. En cierto modo están aprendiendo de paso la manera de restaurarse a sí mismos. Van entrelazándose mutuamente, tejiéndose en un telar de posibilidades. Han encontrado algo que está más allá del dolor. Y de alguna manera así vencen a la muerte. Es como si hubieran salido de las páginas de las Mu’allaqat: ¿Hay alguna esperanza de que esta desolación me dé algún consuelo?
Los dos hombres se miran. No puede uno evitar la sensación de que alguien más cuenta su historia. Una niña salió a buscar libros. La otra –como no tardarán ustedes en descubrir– salió a comprar golosinas.
«Me llamo Bassam Aramin. Soy un terrorista. Es broma. O quizá no lo sea, así es como me ve mucha gente, mucha gente quiere que sea verdad. Cuando era un chaval creía yo que ser palestino o musulmán o árabe era un castigo de Dios, pues es muy difícil criarse bajo un régimen de ocupación. Gentes a las que no entiendes, que usan una lengua que no entiendes, llegan a tu pueblo y lo ocupan. De repente te conviertes en un combatiente o un guerrero, algo que no es tu sueño, que no es tu misión.
»Es una tragedia que, como palestinos, necesitemos demostrar que somos seres humanos. No solo a los israelíes; por desgracia ocurre lo mismo con los árabes, con nuestros hermanos y hermanas. Y con los americanos, y también con los europeos. Tenemos que demostrar que somos seres humanos. ¿Y eso por qué?
»Cuando era un chaval luché contra la ocupación levantando la bandera palestina en el patio del recreo de la escuela. Para hacer rabiar a los israelíes. Odiaban que levantáramos nuestra bandera. Nunca nos sentíamos seguros. Siempre andábamos corriendo delante de los jeeps para evitar que los soldados nos pegaran. Nuestras casas eran invadidas y a algunos niños a los que conocía los habían matado. A los doce años participé en una manifestación en la que un chico fue asesinado por un soldado de un tiro. Vi a aquel muchacho morir delante de mí.
»A partir de ese momento desarrollé una profunda necesidad de vengarme. Pasé a formar parte de un grupo cuya misión era librarse de aquella catástrofe que había caído sobre nuestra ciudad. Nos llamábamos los combatientes de la libertad, pero el mundo exterior nos llamaba terroristas. Al principio solo arrojábamos piedras y botellas vacías, pero en una ocasión nos encontramos en una cueva unas granadas de mano desechadas y decidimos lanzarlas contra los jeeps israelíes. Dos de ellas explotaron. Afortunadamente nadie resultó herido, porque no sabíamos cómo utilizar aquellos artilugios como es debido, pero nos cogieron y en 1985, a los diecisiete años, me condenaron a siete años de prisión. Es una larga historia; siete años muy largos.
»En la cárcel teníamos una misión, porque los israelíes también tenían una misión. Su objetivo era matar nuestra humanidad. Y nuestra misión era sobrevivir y proteger nuestra humanidad; porque somos seres humanos. El 1 de octubre de 1987, más de cien de nosotros –todos adolescentes– esperábamos a entrar en el comedor cuando de repente sonaron las alarmas. De pronto aparecieron cerca de cien soldados fuertemente armados y nos ordenaron que nos desnudáramos. Es algo muy embarazoso, quitártelo todo, primero tu propia dignidad, y luego todo lo demás. Se pusieron a pegarnos hasta que casi no podíamos tenernos en pie. Yo fui el que aguanté más tiempo y al que pegaron más fuerte.
»Lo que me chocó fue que los soldados nos pegaban sin odio, porque para ellos aquello era solo un ejercicio de entrenamiento y a nosotros nos veían como objetos. No éramos humanos.
El escritor israelí David Grossman (izquierda) y Colum McCann, en el V Festival de Escritores de Jerusalén en 2016.
El escritor israelí David Grossman (izquierda) y Colum McCann, en el V Festival de Escritores de Jerusalén en 2016.
«Mientras me pegaban, me vino a la memoria una película que había visto el año anterior acerca del Holocausto. Por aquel entonces me alegraba yo de que Hitler hubiera matado a seis millones de judíos. Recuerdo que deseaba que ojalá los hubieran matado a todos, porque entonces no me habrían metido nunca en la cárcel. Pero al cabo de unos minutos me vi a mí mismo llorando en secreto de compasión por aquellos individuos, por aquellos individuos desnudos. Soy un hombre muy sencillo. Intenté convencerme a mí mismo de que solo era una película; no había seres humanos capaces de hacer eso a otros seres humanos. Me parecía imposible.
»Resulta siempre muy difícil reconocer el dolor de tu enemigo: en nuestro caso, como palestinos, reconocer el dolor de los israelíes, o de los judíos que ocupaban nuestra tierra. Para nosotros el Holocausto era una gran mentira. Así que preferíamos no saber y negarlo. Pero aquella película me indujo a comprenderlos. Me vi a mí mismo llorando y lleno de furia por el hecho de que los judíos fueran metidos como ganado en las cámaras de gas sin defenderse. Si sabían que iban a morir, ¿por qué no gritaban? Intenté ocultar mis lágrimas a los demás presos: no habrían entendido por qué lloraba por el dolor de mis opresores. Fue la primera vez que sentí empatía.
»Pero ahora –un año después, cuando estaban pegándome– me acordé de la película y empecé a gritarles: “¡Asesinos! ¡Nazis! ¡Opresores!”. Y en consecuencia dejé de sentir dolor.
»Aquella paliza me hizo darme cuenta de que debíamos preservar nuestra humanidad, nuestro derecho a reír y nuestro derecho a llorar, para salvarnos. Y poco a poco me di cuenta también de que buena parte de la opresión de los israelíes era debida al Holocausto, y decidí así entender quiénes eran los judíos. Esto me llevó a mantener una conversación con un guardián de la prisión. Los guardias creían que todos éramos terroristas y nos odiaban, pero aquel me preguntó: “¿Cómo un tipo silencioso como tú puede volverse terrorista?”. Yo le contesté: “No. Tú eres el terrorista. Yo soy un combatiente por la libertad”.
»El hombre aquel pertenecía a una familia de colonos, pero realmente pensaba que los colonos éramos los palestinos, no los israelíes. Yo le dije: “Si puedes convencerme de que nosotros somos los colonos, estoy dispuesto a declararlo delante de todos los presos”. El hombre se quedó pasmado. Dijo que nunca había conocido a nadie como yo hasta entonces.
»Fue el principio de un diálogo y de una amistad. El comienzo de un descubrimiento. Unos meses después, el guardián volvió y se sentó a charlar conmigo. Su rostro había cambiado hasta cierto punto. Dijo que ya había entendido que nosotros no éramos los colonos. Que éramos los oprimidos. Hasta entonces no había reconocido semejante cosa. Se hizo incluso partidario de la lucha palestina. A partir de ese momento siempre nos trató con respeto. Me permitía beber té en un vaso de cristal, no de plástico, y una vez incluso me pasó de extranjis dos botellas grandes de Coca-Cola, que compartí con los demás presos. Y me protegió del resto de los soldados cuando venían a pegarme gritando: “Está enfermo del corazón. Si muere, su sangre caerá sobre vuestras cabezas”.
»El hecho de ver que todo eso ocurría sin necesidad de recurrir a la fuerza, a través simplemente del diálogo, me llevó a comprender que la única manera de conseguir la paz era por medio de la no violencia. Nuestro diálogo nos permitió a ambos ver la pureza de corazón del otro y nuestras buenas intenciones.
»¿Que esto parece imposible? No me importa. Nada es imposible.
«Me soltaron en 1992 y yo seguía creyendo en nuestra lucha armada. Era la época de los Acuerdos de Oslo y había un gran sentimiento de esperanza en la solución de los dos Estados. Pero aquello nunca se consiguió porque los políticos dijeron que no estábamos preparados para ella. Creo que, si no hubiera yo tenido unas creencias y unos principios tan fuertes, la ira y el odio habrían vuelto a apoderarse de mí. No había ningún conflicto como el nuestro. Nunca lo resolveríamos, seguiríamos odiándonos unos a otros por siempre, aunque no esté escrito nada parecido ni en el Corán ni en la Biblia.
»En 1994 tuve mi primer hijo.. Cuando piensas como padre ves las cosas de un modo distinto, porque tienes más responsabilidad. No porque te vuelvas cobarde. Pero a veces te vas al otro extremo, porque por tus hijos estás dispuesto a sacrificarte de una manera distinta. Vi a los chavales palestinos tirando flores en vez de piedras cuando las tropas israelíes se fueron de Yenín. Todo esto me llevó a cambiar por completo de mentalidad. Decidí que la paz solo funcionaría si podíamos empezar a establecer contacto con los israelíes. Porque durante más de cien años hemos estado intentando matarnos unos a otros, derrotarnos unos a otros, destrozarnos unos a otros. ¿Y qué hemos conseguido? Israel no está seguro, y Palestina no es libre. Y cada día, cada semana, cada año, más sangre, más dolor, más víctimas; y ni siquiera pensamos en ello.
»Así que decidí que mi hijo no iría nunca a una cárcel israelí y que nunca arrojaría piedras. Y entonces empecé a desarrollar mis actividades dentro de mi sociedad, en el lado palestino, diciendo que tenemos que cambiar nuestra forma de intentar conseguir nuestro objetivo.
»No me malinterpreten. Es el mismo objetivo: a saber, acabar con la ocupación israelí. Nosotros no la aceptaremos nunca. No la aceptaremos nunca, ni al cabo de mil años. Pero tenemos que hacerlo de manera distinta. Tenemos que usar la fuerza de nuestra humanidad. Un nuevo tipo de fuerza.
»No fue hasta 2005 cuando algunos de los que creíamos en la no violencia empezamos a reunirnos en secreto con antiguos soldados israelíes, los refúsenik. Yo fui uno de los cuatro representantes palestinos. No pueden imaginarse ustedes lo que fue aquella primera reunión. Aquí, en otra parte de Beit Jala. Para nosotros ellos eran los criminales, los asesinos, los enemigos. Y para ellos, nosotros éramos lo mismo. Nos reunimos como verdaderos enemigos que ahora, vayan ustedes a saber por qué, querían hablar.
»Uno de ellos, de hecho, era un hijo de Rami, Elik. Fue así como nuestras familias se conocieron.
»Aquellos jóvenes israelíes se negaban a luchar, no ya por el bien del pueblo palestino, sino por su propia sociedad, por su propia moralidad. Nosotros tampoco actuábamos para salvar vidas israelíes, sino para impedir que nuestra sociedad siguiera sufriendo más todavía. No fue hasta más tarde cuando unos y otros llegamos a sentirnos responsables mutuamente.
»Esencialmente descubrimos que éramos lo mismo. Nos dimos cuenta de que queríamos matarnos unos a otros para conseguir lo mismo: ¡paz y seguridad! Naturalmente cada uno tiene un punto de vista distinto: ellos son ocupantes; nosotros sufrimos la ocupación. Nosotros tenemos derecho a oponer resistencia y a utilizar nuestra lucha. Pero al final morimos, nos matamos unos a otros. Teníamos que encontrar otra manera de sobrevivir juntos.
«La cosa llevó tiempo. Necesitábamos conocernos unos a otros. Como siempre he dicho, es un desastre descubrir la humanidad y la nobleza de tu enemigo… porque entonces ya no es tu enemigo.
»No fue así después del primer encuentro. Se necesitó más de un año de reuniones. Empezamos creando una organización llamada Combatientes por la Paz. En ese primer año tuvimos trescientos miembros, ahora tenemos más de seiscientos. Quizá la historia hubiera podido acabar ahí.
»Pero mi historia tiene además un lado mucho más oscuro. El 16 de enero de 2007, dos años después de la fundación de Combatientes por la Paz, mi hija de diez años, Abir, resultó muerta de un tiro disparado a sangre fría por un miembro de la policía de frontera israelí; en aquellos momentos la pequeña se encontraba a la puerta de su escuela con unas cuantas compañeras. La alcanzó una bala de goma. Una bala de goma fabricada en América. Disparada con un M-16 fabricado en América. No había manifestaciones ni violencia ni intifada en aquellos momentos. Simplemente le pegaron un tiro.
»El mundo quedó aterrado al conocer los detalles de lo sucedido, entre otras cosas porque la criatura acababa de ir a comprar golosinas a una tienda. Algunos detalles son espantosos, pero a veces pienso que no tuvo ni tiempo de comérselas. Solo eso. No tuvo tiempo de comerse sus golosinas.
»Diez años de edad. Una bala en la nuca. Cayó redonda boca abajo.
»Me llevó cuatro años y medio demostrar en un tribunal ordinario que mi hija había resultado muerta por una bala de goma. Mi objetivo había sido llevar a juicio al soldado responsable, pero el Tribunal Supremo decidió después de cuatro años y medio que no había pruebas, así que dio carpetazo al asunto por cuarta vez. Yo creo en la justicia, y muchos centenares de hermanos míos israelíes y hermanos judíos de todo el mundo me apoyan. Quiero llevar a ese hombre ante la justicia porque mató a mi hija de diez años; no porque él sea israelí ni porque yo soy palestino, sino porque mi hija no estaba participando en ninguna lucha. No era miembro de Al-Fatah ni de Hamás. Había ido a comprar golosinas. Para que haya reconciliación y para que yo considere la posibilidad de perdón, Israel tiene que reconocer crímenes de ese estilo.
»El asesinato de Abir habría podido llevarme por el camino del odio y de la venganza, pero para mí, una vez en la senda del diálogo y la no violencia, no había posibilidad de dar marcha atrás. Aquella experiencia acabó de hecho impulsándome a acabar en 2011 mi máster sobre el Holocausto en un programa de estudios de Inglaterra. Y a llevar a cabo este trabajo en pro de la paz. Al fin y al cabo, fue un soldado israelí el que mató a mi hija, pero fueron cien exsoldados israelíes los que construyeron un jardín en su nombre en la escuela en la que había sido asesi-nada.»
Colum McCann: "Para ellos es impensable poder vivir sin tener la capacidad de contar sus historias. En cierto modo están aprendiendo de paso la manera de restaurarse a sí mismos"
En 1993 el poeta argelino Tahar Djaout fue tiroteado porque –según la terminología de sus atacantes– manejaba una pluma temible. Poco antes de ser asesinado escribió: «Si te quedas callado, mueres. Si hablas, mueres. Así que habla y muere».
El argelino sabía lo que al final acaban sabiendo todos los hombres y todas las mujeres: las historias logran abrir nuestra caja torácica y nos retuercen un poquito el corazón. Pueden darte un puñetazo en lo más profundo del cerebro. Pueden surgir de la nada como una manada de delfines y ponernos en contacto. Son un punto de apoyo contra la desesperación. Pueden insuflar vida al silencio.
Djaout era consciente –como Bassam, como Rami– de que hablar en voz alta y contar historias puede hacer del mundo un lugar más espacioso: estamos vivos en un cuerpo, en un tiempo, en un sentimiento, en una cultura, en una aventura que no son nuestros. Las historias nos sacan a rastras de nuestro estupor. De lo que hablamos es de nuestra experiencia, por amarga y lacerante que pueda ser. Contando nuestras historias nos oponemos a las espantosas crueldades de los tiempos y presentamos ante el mundo la prueba más profunda de que estamos vivos. Al mismo tiempo, casi todos sabemos que es harto improbable que los sufrimientos del presente y los males del pasado sean redimidos por una era futura de felicidad universal, pero eso no nos quita la necesidad de escuchar. Y de ser escuchados.
Una historia es muchas historias.
Así que hablad y vivid… al menos hasta que dejéis de hacerlo.
–Nuestro destino no es seguir matándonos unos a otros por siempre jamás en esta tierra santa nuestra –dice Rami, mirando de través a Bassam y dándole un codazo–. Ni siquiera este terrorista y yo.
Bassam devuelve la sonrisa al hombre al que llama su hermano.
–Lo que tengo que aprender a entender –continúa diciendo Rami– es que el asesino de mi hija es también una víctima.. Es una víctima en muchos sentidos, incluso una víctima de sí mismo.
–No hay nada peor que perder a un hijo –dice Bassam–. Especialmente porque Abir y Smadar no participaban en ninguna lucha. No sabían nada de la guerra. Pero luego descubres que no existe la venganza, que no tiene sentido la venganza porque no volverás a ver a tu hija nunca más, en cualquier caso no en este mundo. Es un dolor constante, que dura para siempre, veinticuatro horas al día, todos y cada uno de los días del año. Necesitas aprender a vivir con tu dolor. No queremos venganza; queremos justicia.
–La mayoría de los israelíes vamos a los cafés de Tel Aviv y no miramos lo que está sucediendo a doscientos metros de nuestras narices –dice Rami–. El israelí corriente y moliente necesita saber que la ocupación se paga, que tiene un precio. No hay ni una sola familia palestina, ni una, que no tenga un muerto, que no tenga un herido, un preso. Y viven con eso cada instante de sus vidas. Pero los israelíes no queremos saber. Volvemos la cabeza. Vamos a la playa. Vamos a nuestras discotecas. Y mientras tanto, la ocupación continúa, las atrocidades continúan, los puestos de control continúan, y los asentamientos... cada vez hay más y más y más. Ese es el objetivo de la ocupación: impedir cualquier posibilidad de solución. Esa es la meta fundamental de los asentamientos, y a veces me temo que la han alcanzado. Me temo que hoy día desmantelar esta guerra será difícil, y tendre-mos que pensar en nuevas maneras de abordarla.
–Tenemos que propagar un solo mensaje –dice Bassam–. Que tenemos que compartir esta tierra con el enemigo, como un Estado, como dos Estados, o como cinco Estados o quinientos. De lo contrario lo que compartiremos será una misma tierra para abrir tumbas para nuestros hijos y para nuestro pueblo. Los israelíes no renunciarán nunca a su lugar seguro, y los palestinos no renunciaremos nunca a nuestra libertad ni a nuestro sueño de crear nuestro propio Estado.
–Hablo como hijo de un graduado de Auschwitz –dice Rami–. Hace setenta años se llevaron a mis abuelos a los hornos crematorios de Europa. Y el mundo no movió un dedo. Y hoy día, setenta años después, mientras nos masacramos unos a otros, el mundo sigue manteniéndose al margen. ¡Esto es un crimen! No lo puedo gritar más fuerte. Esta guerra es un crimen contra la humanidad. Y mantenerse al margen mientras está perpetrándose este crimen es también un crimen. Ahora no pido a la gente que sea pro-israelí o pro-palestina. Le pido que sea pro-paz, que esté en contra de la injusticia, y en contra de esta situación actual en la que unos dominan a otros  Mi mensaje personal es que, como judío, un judío con el máximo respeto por mi pueblo, por mi tradición, por mi historia, dominar y oprimir, y humillar y someter a una ocupación a millones y millones de personas durante tantos años, sin ningún derecho democrático, no es de judíos. Y punto. Y estar en contra de la guerra no es antisemitismo de ningún tipo ni de ninguna manera.
Entre los dos hombres se genera una atmósfera electrizante, sus voces se mezclan y se entrelazan.
–Tenemos que aprender a vivir unos al lado de otros. La palabra fundamental, la palabra más importante, es saber respetar a la otra parte. Respeto. No hay más alternativa. Todo lo demás son cuestiones técnicas: cómo preparar una vida que te capacita a levantarte cada mañana, a mandar a tu hijo a la escuela y recogerlo de una pieza.
–No nos llamen ingenuos. No nos llamen sentimentales. Podemos cambiar las cosas; podemos romper de una vez por todas este ciclo infinito de violencia, de venganza y de represalias. Y la única forma de hacerlo es sencillamente hablar unos con otros. Porque no parará mientras no hablemos. Creo profundamente que una vez que escuchas el dolor del otro, puedes esperar que el otro escuche tu dolor. Y entonces, solo entonces, emprenderemos juntos este largo viaje hacia la reconciliación, y quizá hacia algún tipo de paz al final. Es un camino muy largo, un camino lleno de baches, no hay atajos; pero es la única opción posible, porque la otra no lleva a ninguna parte. El precio de la otra vía es realmente demasiado horrible.
–Así que eso es lo que intentamos hacer, mi querido hermano, este que tengo aquí a mi lado, y los setecientos familiares de esta singularísima organización nuestra, la Asociación de Padres. Nos damos de cabeza contra este altísimo muro de odio y miedo que separa hoy día estas dos naciones y vamos abriendo en él grietas. Grietas de esperanza. Pequeñas grietas. Minúsculas incluso. Una telaraña de grietas. No hay otra alternativa, la alternativa es de hecho demasiado horrible. ¿Nos sentimos decepcionados? Sí, cada día nos sentimos decepcionados. Pero cuanto más profundo es el compromiso, mayor es la posibilidad de decepción. Es una verdad muy sencilla. Debemos seguir. Absolutamente debemos seguir.
–Debemos reunirnos unos con otros sobre el terreno, disfrutar de esta tierra, de lo contrario nos reuniremos unos con otros bajo tierra. En la tumba. En el polvo.
–Cito siempre a Martin Luther King: «Al final recordamos no ya las palabras de nuestros enemigos, sino el silencio de nues-tros amigos».
–Necesitamos contar historias.
–Necesitamos oír historias.
–Escucharnos unos a otros.
–No a escondidas, bajo tierra.
–Aquí arriba.
–No se puede vencer el odio con más odio.
–Nos negamos a ser enemigos.
–Deben entenderlo ustedes: no hay diferencia entre este, mi hermano, y yo. No estamos contando dos relatos distintos.
–Lo que nos acerca tanto es el precio que los dos hemos pagado.
–Tenemos un aliado enorme de nuestra parte, que es el poder de nuestro dolor.
–Y al final los venceremos con nuestra humanidad.
–Pueden decir que lo decimos nosotros.
–Los dos.
Fuera reina ya la oscuridad. La noche en Beit Jala. Coges una servilleta verde que hay sobre la mesa. Un souvenir en el que los dos hombres han estampado su firma. Sobre ella han escrito sus nombres y las palabras «Aprovecha el poder del dolor».
Sales del despacho y bajas las escaleras del edificio de apartamentos. El cielo está encendido de estrellas. Rami y Bassam están ahí juntos. Se besan cuatro veces en la mejilla. Rami monta en su moto. Tendrá que sortear los puestos de control y atravesará el Muro para ir a su casa en Jerusalén. Tampoco le preocupa: no tendrá problemas, conoce el camino.
–Hay solo dos clases de personas capaces de atravesar el Muro: los pacificadores y los terroristas.
Se pone el casco y se despide de Bassam con un gesto de la mano.
Bassam enciende un cigarrillo y sube un trozo de la empinada calle en busca de su coche.. Él también se dirige a Jerusalén. Tomará un camino distinto, el único que se le permite tomar para volver a su casa en Anata, dirigiéndose durante un trecho hacia el sur, a la fuerza, en el sentido contrario al que debería. Sufre una ligera cojera. Piensas por un momento que quizá tenga algo que ver con los golpes que recibió cuando estuvo en la cárcel, pero luego te enteras de que contrajo la polio de niño. Le impusieron una pena de prisión más corta por el ataque en el que participó siendo un menor porque solo había hecho tareas de vigilancia. Era incapaz de correr deprisa. De no ser por eso habría pasado más del doble de tiempo en chirona.
Otra ironía, otra sirena en la calle de la Virgen María. Bassam se inclina sobre la portezuela del coche, mete la llave en la cerradura, monta. Las luces traseras de la moto de Rami en lo alto de la cuesta.
Los dos hombres van en direcciones opuestas, las luces de sus vehículos proyectándose en la oscuridad. Volverán dentro de unos días, a contar otra vez sus historias. Otra vez, y otra y otra. Hasta el día en que se mueran. O hasta que se mueran los días.
Probablemente puedas decir que te lo han dicho ellos, pero de momento se han ido.

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