miércoles, 28 de junio de 2017

ESTAMPAS DE INFINITOS || Navegación de eternidad | Internacional | EL PAÍS

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Navegación de eternidad

La poesía y las novelas de Mutis está ya tatuada con no pocos versos entre lo mejor que se ha escrito en lengua castellana



Reunidos en la Abadía de Fontevraud, donde yace Leonor de Aquitania, un grupo de amigos y estudiosos de Francia, Colombia, Ecuador y México aprovecharon el paisaje para rendirle el primer y más que merecido homenaje que se le debía a la vida y obra de Álvaro Mutis desde que –según las enciclopedias—se fue de este mundo. Lo cierto es que, como Macqroll el Gaviero, Mutis no podrá hacer ídem jamás: su poesía está ya tatuada con no pocos versos entre lo mejor que se ha escrito en lengua castellana y de sus novelas, hay por lo menos tres que son memoria viva de la mejor prosa posible, sueños en tinta que van remontando los paisajes de una memoria que se contagia. Allí va el gaviero y Mutis al timón de una obra imperecedera, con la sonrisa amable y el comentario erudito, con la sapiencia inquebrantable del silencio y la grandeza con la que sabía destazar a la estupidez ajena con su gorra de marinero griego, con o sin bigote, pluma en ristre.
Pour Álvaro Mutis se llamó el encuentro que viene organizando desde hace ya varios años el escritor Patrick Deville y el caballero andante Philippe Ollé-Laprune, quienes dedican tiempo, sazón y esmero a un encuentro que cada año honra la obra de algún escritor indispensables en el marco de Fontevraud, allí donde está también la tumba de Ricardo Corazón de León y que en algún ayer que preferimos no olvidar jamás, también fue prisión del horror nazi para no pocos defensores y mártires de la Francia libre, la que conocía Mutis de memoria y sin acento. Amén de comer como debe de ser –y beber los que beben—el mise en scéne ecualiza el desánimo de saber que el propio Álvaro sólo se aparece ahora en tinta y en el recuerdo intacto de quienes le debemos tantas páginas y que, efectivamente, ¡tanto lo queremos, carajo!
Mutis brincó el vado que muy pocos escritores han logrado o siquiera intentado: pasar de la poesía que roza perfección casi constante al reino casi inabarcable de la novela. En medio, quizá como posible puente de explicación, los llamados Intermezzos, intermedios o ucronías de pequeños instantes de la Historia con mayúscula que quizá ocurrieron simplemente porque se le ocurrió a Mutis consignarlos en su imaginación: me refieron en particular al Intermedio de Constantinopla (dedicado a Rodrigo García Barcha), el Intermedio en Schoembrunn (para D. Jaime Muñoz de Baena) y el Intermedio en Niza (dedicado a Diego García Elío) donde la pluma del poeta no se esconde en las breves prosas donde Mutis inventa que recuerda haber presenciado la caída de Constantinopla… el gesto de Napoleón, enfundado en un cansado abrigo de campaña y aún sin quitarse el inmenso tricornio negro… y el recoveco de silencio donde el emperador Carlos V lamenta la muerte de Garcilaso de la Vega, inmenso poeta caído en batalla.
Digo posible puente de explicación, aunque en realidad no hay explicación precisa ni necesaria para celebrar el milagro de que Álvaro Mutis pasó del verso a la prosa, abrió el caudal torrentoso de una navegación de su memoria y destiló entre otras joyas la historia perfecta de La última escala del Tramp Steamer o la aventura contagiosa de La nieve del Almirante. Así se conversó entre Fabienne Bradu, Christopher Domínguez Michael, José María Espinasa, Fedrico Díaz-Granados, Eduardo García Aguilar, Dominique Rabourdin, César Ramiro Vásconez, Juan Felipe Robledo, Diego Valverde Villena, André Velter y el propio Philippe Ollé-Laprune que ha escrito que Mutis “fue un personaje admirado y amado, lector sorprendente, amigo sutil y fiel, espectador poco entusiasta de su propia época, apasionado por la historia y melómano advertido”. En resumen, un genio que corregía con generosidad los textos ajenos y dedicada las portadillas con su letra de vampiro desvelado, contagiaba lecturas con la gracia de un dulce por paladearse y anduvo por el mundo con la secreta radiografía de leerlo desde las entrañas más imperiosas del alma. Un chingón que no pasa un solo día sin que lo extrañe… e intente agradecerle tantas y todas las páginas que nos heredó.

Jorge F. Hernández

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