Clément Rosset, el profeta de lo real
El filósofo francés que teorizó la yuxtaposición de lo real y su doble fallece en París a los 78 años
El filósofo francés Clément Rosset, en Barcelona en 2009.
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Hay filósofos recomendables y otros que no lo son. Los primeros enseñan a pensar bien, a pensar el bien, defienden las buenas causas, denuncian la explotación, alarman a los gobiernos conservadores con su crítica. Los otros desconciertan a quienes les escuchan, razonan contra el respeto a las razones comunes, se zafan de los compromisos más condecorados, desoyen la urgencia política. Los primeros son útiles y edificantes, los segundos prescindibles y demoledores. Entre estos últimos, ninguno menos recomendable que Clément Rosset, que acaba de morir a los 78 años en París.
Fue profesor durante más de 30 años en la Universidad de Niza y, desde que cumplió los 19, escribió una serie de libros —unos 40— en una excelente prosa, breves y claros (estilo “triple seco”, decía él), en los que cita a Nietzsche y a Tintin, a Schopenhauer y a Courteline, etc... sin recurrir nunca a la jerga propia del gremio. La academia universitaria siempre tuvo motivos para avergonzarse de él.
El tema de Rosset, que en su juventud albergó bajo el título algo truculento de La filosofía trágica, es la defensa de lo real —único, sin sentido ni por qué— frente a ese doble exculpatorio y conciliador que le inventan las ideologías. Es un pensamiento cruel, sin cuidados paliativos, pero que a la vez proclama como fuerza mayor la alegría, invencible porque no presenta batalla contra nada de lo que realmente existe. La alegría llega o no llega, como la gracia divina de los que no tienen Dios: en la realidad trágica de la que no hay escapatoria (aunque tantos se empeñen en urdirlas e imaginarlas) podría parecer que la alegría es locura. Y lo es, por eso afirmamos de los más dichosos que están “locos de alegría”.
Las obras de Rosset están llenas de sabrosos apuntes de literatura, cine, moda y sobre todo música, lo más parecido a una pasión que se consintió como sus referentes Schopenhauer y Nietzsche (los otros fueron Lucrecio, Spinoza y Montaigne). También se burló impíamente de grandes testas coronadas como Lacan, Bourdieu, Badiou, etc... De Laclau no, porque desconoció el universo peronista. Fue amigo de Cioran, al que sabía hacer reír. Acostumbraba a pasar temporadas en Mallorca, que le gustaba mucho. Era una persona tímida, cortés, que solía hablar de un modo algo embarullado, con esa confusión que siempre ahorró a sus lectores. Algunos le debemos más de lo que puede decirse en las pocas líneas de una necrológica.
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