Cartas desde lejos
Ya (casi) nadie escribe cartas, a menos que sean comunicados comerciales o avisos preceptivos de embargos o desahucios
Francis Scott Fitzgerald y su mujer, Zelda, en 1921. HULTON / GETTY
1. Epistolarios I
Ya nada queda lejos. Hace 2.800 años, Jonás necesitó tres días para recorrer de punta a punta la ciudad de Nínive y convencer a sus habitantes de que se arrepintieran. Ahora los tuiteros nos informan en tiempo real de que se están sacando un moco o de que a las siete hay manifa indepe en las Ramblas, además de toda la panoplia de sus penas y alegrías. Ya (casi) nadie escribe cartas, a menos que sean comunicados comerciales o avisos preceptivos de embargos o desahucios, de esos que aún precisan de la formalidad del escrito. El telégrafo y el teléfono, que abolían el espacio, fueron las primeras tecnologías en propinar un golpe de gracia al género epistolar, tanto al auténtico (el que no estaba destinado a ser publicado) como al que se refugió, como artificio, en el didactismo (Cartas persas, de Montesquieu; Cartas a un joven poeta, de Rilke; Cartas a un joven novelista, de Vargas Llosa), y no esperaba más respuesta que las de los anónimos lectores; o al que convirtió la correspondencia fingida en estructura novelística (Las relaciones peligrosas, de Choderlos de Laclos; Las cuitas del joven Werther, de Goethe; Drácula, de Stoker). Antes se escribían cartas porque se estaba lejos (voluntariamente, o en alguna de las modalidades de exilio) o porque la clandestinidad —o el adulterio— así lo requería. Y se escribía sin parar: la correspondencia de Voltaire en La Pléiade ocupa 13 tomos de unas 1.500 páginas cada uno, y la de Flaubert, 5. En las cartas se vertían pensamientos, reflexiones, demandas o deseos que propiciaban una aproximación diferente a quienes las escribían: por eso se siguen publicando epistolarios de grandes hombres y mujeres que nos permiten otra mirada sobre ellos y sus obras. La correspondencia de Kafka con Milena, la de Virginia Woolf con Vita Sackville-West, la de Flaubert con Louise Colet o la de Proust y Kafka con sus respectivos editores constituyen imprescindibles herramientas de conocimiento de sus diferentes procesos creativos y sentimentales. Y las de Pardo Bazán con Galdós, de Camus con María Casares, de Drieu La Rochelle con Victoria Ocampo, de Nabokov con Vera o de Scott Fitzgerald con Zelda nos permiten, de paso, una mirada de voyeur a sus más íntimas zozobras. Claro que las familias —y a veces los remitentes, si sobreviven a quien las envió— ejercen a menudo la censura, corrigen, editan: Elisabeth Förster-Nietzsche se ocupó de “mejorar” la correspondencia de su hermano; la familia de Van Gogh lo hizo con las cartas del pintor, y Simone de Beauvoir se ocupó de “editar”, antes de publicarlas, las Cartas al castor que le había remitido el más célebre de sus amantes.
2. Epistolarios II
En los últimos años he dedicado bastante tiempo a picotear en las correspondencias publicadas en España, un género que a menudo se refugia en las prensas institucionales por el temor de los editores a no recuperar el dinero de la inversión. Sin embargo, los epistolarios son agradecidos, al permitir una lectura sincopada, ocasional, con solución de continuidad. Entre nosotros, la Residencia de Estudiantes es, como editora, una institución modélica: en su catálogo figuran ya 14 epistolarios de personajes imprescindibles de la cultura española del siglo XX, y de modo especial, de la llamada Edad de Plata. Los dos últimos volúmenes publicados llevan los títulos de Monumento de amor. Epistolario y lira (edición de María Jesús Domínguez Sío), que reúne la correspondencia mantenida por Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí entre 1913 y 1956, y Juan Larrea-Gerardo Diego. Epistolario, 1916-1980 (edición de Juan Manuel Díaz de Guereñu y José Luis Bernal). Del primero conservo especialmente la temprana imagen de Zenobia como una mujer mucho más fuerte e independiente de lo que siempre había creído (léase, por ejemplo, la irritadísima misiva que le remite a un rendido —y un poco patético— JRJ en la primavera de 1914, cuando aún hacía muy poco que se habían conocido —en la Resi, por cierto—). Del segundo, me quedo con la distinta reacción de los dos poetas ante el alzamiento del 18 de julio, algo que explica también la posterior trayectoria ideológica y vital de cada uno. Por último, no puedo dejar de mencionar aquí, por la ambición, dificultad y rigor del proyecto, el Epistolario de Miguel de Unamuno, uno de nuestros más conspicuos epistológrafos, cuyo primer volumen (1880-1899), en edición de Colette y Jean-Claude Rabaté —autores de la biografía canónica Unamuno (Taurus, 2009)—, acaba de publicar la editorial de la Universidad de Salamanca.
3. Brechas
No tengo intención de abrir inoportunamente un melón conflictivo. Sobre todo en un país en que la escasez de estadísticas oficiales y el secretismo del sector editorial no permiten manejar datos fiables. Pero es que estos días me ha llegado el resumen del Observatoire de l’égalité entre femmes et hommes dans la culture et la comunication, publicado por el Ministerio de Cultura francés (allí sí tienen uno de verdad, y bien dotado), y se me ha hecho la boca agua. Resumiendo: dentro del sector cultural, las francesas siguen teniendo menor representación en el arte y el audiovisual. No así en el sector del libro y de las bibliotecas, en el que ha aumentado el número de las editoras (como aquí), y las autoras (a pesar de que ganan un 19% menos que sus colegas masculinos) han conseguido, entre 2010 y 2017, el 41% de los premios literarios. Y eso a pesar de que solo el 24% de los jurados eran mujeres (una característica común en ambos lados de los Pirineos). Y solo un dato significativo más: el 68% de los traductores son mujeres, con una diferencia media de ingresos del 19% respecto a los varones. Y aquí, ¿cómo van las cosas?, ¿tiene usted pensado encargar alguna estadística al respecto?, le pregunto al casi fantasmal director general del libro.
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