Todo lo que saben
Robert Mercer, dueño de una parte de Cambridge Analytica, tiene un proyecto: derribar cualquier forma de orden político que interfiera con el poderío del dinero
Robert Mercer habla por teléfono en un encuentro sobre cambio climático en marzo de 2017. OLIVER CONTRERAS GETTY
La literatura de ficción se queda muy atrás en el retrato de este tiempo de ahora. Desde Ian Fleming a John le Carré, los novelistas han imaginado a megalómanos malvados que aspiran a dominar el mundo, pero ninguna imaginación ha podido concebir a un personaje como Donald Trump, y menos todavía a alguien mucho menos estridente pero tal vez más siniestro, que solo en estos últimos tiempos ha empezado a aparecer en los medios, el megamillonario Robert Mercer. Hasta hace poco Mercer era uno de los hombres más poderosos y a la vez más invisibles del mundo. Yo leí sobre él, y sobre su hija Rebekka, en uno de los extraordinarios reportajes que Jane Mayerescribe desde hace años sobre el poder del dinero en The New Yorker. Algunos de ellos se convirtieron en un libro escalofriante, Dark Money, del que hablé en estas páginas el año pasado. A los pocos meses de su aparición, Mayer publicó una nueva crónica que podría haber sido otro de los capítulos del libro, esta vez dedicada a los Mercer, padre e hija, y a la influencia decisiva que habían tenido en el nombramiento como candidato republicano y en la victoria de Donald Trump. He vuelto a leerlo ahora, y me he llevado la sorpresa de encontrar en él una referencia muy documentada a la compañía Cambridge Analytica, que justo estos días aparece citada en todas partes, en medio del escándalo que está por fin revelando la codicia, la falta de escrúpulos, el cinismo político con que la hasta ahora sacrosanta Facebook comercia con la intimidad de sus usuarios.
Cada día, a cada momento, centenares de millones de personas regalan, con conmovedora generosidad, todos los pormenores de su vida, de sus aficiones, de sus inclinaciones, de sus manías políticas a una empresa que a cambio les provee con una réplica adaptada del mundo, o personalizada, por decirlo con la palabra inevitable, y que al mismo tiempo de confortarlos y de envolverlos en un capullo hermético de certezas compartidas más o menos tribales, los somete a una especie de radiografía íntima, como bacterias en un cultivo biológico o como esos ratones de los laboratorios que rondan por sus laberintos de cartón llevando diminutos electrodos incrustados en el cráneo. Hasta hace poco la cara de Facebook era ese joven perennemente disfrazado de joven, de universitario brillante pero noble en un campus americano. Eran los tiempos en los que Internet y las redes sociales iban a establecer una radiante fraternidad universal que trascendería fronteras, derribaría muros, alimentaría una creatividad no sometida al control de las élites ni a las manipulaciones del comercio, etcétera.
Ahora las caras son otras. Está la cara cínica de Alexander Nix, el director de Cambridge Analytica, la empresa a la que Facebook le vendió los datos de 50 millones de personas, que se ufana en público de haber contribuido a la victoria de Donald Trump y del Brexit, y de ser capaz de poner al servicio de cualquier mentira política toda la eficacia de su tecnología. Entre sus muchos logros, Cambridge Analytica incluye la campaña para contrarrestar los cargos de corrupción y abuso de poder del presidente de Kenia, acusado formalmente por el Tribunal Penal Internacional. Con su acento de clase alta inglesa, Nix explica que su empresa diseñó y difundió el mensaje de que las acusaciones respondían a una conspiración imperialista y racista contra un pueblo soberano de África. Pero los servicios de Cambridge Analytica no incluyen solo la tecnología. Según Nix, también pueden contratar a prostitutas del este de Europa para que actúen como cebo para personajes públicos, y difundir luego fotos o vídeos comprometedores en las redes.
A cada momento, centenares de millones de personas regalan, con conmovedora generosidad, todos los pormenores de su vida a una empresa
Alexander Nix, como Donald Trump, tiene la desenvoltura de los sinvergüenzas. Robert Mercer, que es dueño de una parte de Cambridge Analytica, parece ser un hombre retraído que habla lo menos posible y lo hace en voz muy baja. Jane Mayer lo retrata con una perspicacia de gran narradora. Mercer, ingeniero informático, amasó su fortuna creando algoritmos para acelerar y automatizar decisiones en el mercado de valores. Posee uno de los yates más grandes del mundo, tan alto que cuando llega a Londres ha de abrirse el puente de la Torre para abrirle paso. Aficionado al maquetismo ferroviario, en su mansión de Long Island ha instalado un tren eléctrico que cuesta 2,7 millones de dólares y que circula por un paisaje en miniatura de una extensión equivalente a media cancha de baloncesto. Robert Mercer es devoto de Ayn Rand y cree que los Gobiernos solo sirven para subvencionar a la gente inútil y perezosa y entorpecer la iniciativa de las personas superiores y el dinamismo del mercado. También cree que Bill y Hillary Clinton ordenaron personalmente algunos asesinatos de adversarios políticos, y que el cambio climático es un fraude, y que en caso de necesidad Estados Unidos puede lanzar bombas nucleares contra un enemigo, dado que una explosión atómica no causa grandes daños más allá de la zona de su caída. El calentamiento global, en caso de que ocurra, creará nuevas especies de animales y de plantas; la bomba de Hiroshima y la de Nagasaki tuvieron a la larga un efecto benéfico sobre la salud de la población japonesa.
En 2012 la familia Mercer, que había invertido mucho dinero en la campaña de Mitt Romney, se llevó el disgusto de que saliera reelegido Obama. Fue entonces cuando decidieron que había que lograr una mayor capacidad de influencia utilizando las redes sociales y el manejo de las cantidades inmensas de datos que podían obtenerse en ellas. Los ejecutivos de Cambridge Analytica lo expresan con toda claridad, y hasta le han dado un nombre, psicografía: “Sabemos a qué clase de mensajes eres susceptible y dónde vas a consumirlos y cuántas veces vamos a tener que llegar a ti con ellos para hacer que cambien tus ideas sobre algo”.
Con su voz susurrante y sus modales helados, con su afición a los trenes eléctricos y a la demagogia truculenta de Ayn Rand, Robert Mercer tiene un proyecto, según le han contado a Jane Mayer algunos de sus allegados: derribar cualquier forma de legalidad o de orden político que interfiera con el poderío y el capricho del dinero. Casi cada uno de nosotros, en diferente medida, en su burbuja de conformidad, en sus vanos aspavientos virtuales, en su incapacidad gradual para hacer frente sin filtros a la crudeza y a la variedad del mundo, pone su grano de arena mínimo pero necesario en esa tarea. Solo hace falta dar un like.
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