Un ‘Ulises’ soviético
Vasili Aksiónov consiguió completar en 1979 su obra magna, la deliciosamente absurda odisea de un vaquero moscovita
Poseído por el espíritu del Joyce más salvaje, aquel que dedicó un capítulo de su Ulises a hablar (¡y cómo!) de los delirios de un puñado de niñeras, y, por qué no, el del sátiro del despiporre Joseph Heller, Vasili Aksiónov (Kazán, 1932-Moscú, 2009) consiguió completar en 1979 esta, su obra magna, la deliciosamente absurda odisea de un vaquero moscovita, un anuncio de Marlboro ambulante, un ricachón solitario y a ratos desgraciado, expiloto de carreras, amante aún de la velocidad, amante incluso, como se verá, de los rallies forzosos, capaz de ir y volver seis veces a cualquier parte del mundo con tal de darse un pequeño revolcón con su amada (y casada) Tatiana, la exatleta hoy convertida en presentadora de la sección de deportes del telediario (admirada hasta por el inestable y malogrado director de cine Gángut, que en algún momento fue más que moderno, pero que ahora está profunda e irremediablemente deprimido).
Pero ¿odisea por qué? Porque el tal Lúchnikov, Andréi, tiene un sueño (además de un hijo absurdamente nacionalista y un padre exorbitantemente rico que vive en una mansión con nombre de fusil: Kavojka), y es el de restaurar una Rusia ideal (inexistente) y eterna a riesgo de perder la vida en el intento. Porque, en tanto que editor jefe del periódico más leído de la zona, esa suerte de Montecarlo, o Las Vegas, o Taiwán moscovita que constituye la Isla Crimea del título, isla a la que la revolución (comunista) nunca llegó y en la que se apostilla con un sure, Andréi está siendo amenazado por los poderes fácticos del Estado, que no ven en absoluto con buenos ojos su Idea de un Destino Común.
Esplendorosa y deliciosamente digresiva, Isla Crimea es, además de un fascinante manual de creación de personajes adorablemente esperpénticos —entre los que destaca la suerte de un Leopold Bloom descarado y soviético que la protagoniza—, una descacharrante y valiente ucronía que le valió a su autor, allá por 1979, uno de sus primeros choques con la ya por entonces agonizante URSS, y encaminó su explosiva narrativa hacia el llamado Booker ruso, que recibiría, finalmente, en 2004. En un mundo ideal no sólo Yuri Andrujovich habría leído más de la cuenta a Aksiónov, todos lo habríamos hecho.
Isla Crimea. Vasili Aksiónov. Traducción de Yulia Dobrovolskaya y José María Muñoz Rovira. Automática, 2018. 512 páginas. 22 euros.
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