El crítico como héroe
La vida de Calvo Serraller es un cuadro que no era una pintura, es un sentimiento que, ahora con su muerte, está listo para ser mostrado
Francisco Calvo Serraller, visto por Sciammarella.
¿Se puede imaginar una muerte? Sí, si es la del Francisco Calvo Serrallerprofesor y connaisseur, si es la del analista que busca una imagen para su terapia, para su trabajo final, donde aquello estuvo, ahí estaré yo, la obra maestra desconocida del viejo Frenhofer, que permaneció durante años cubierta por un velo y que ahora contemplamos en su desnudez, una masa de colores y de formas superpuestas donde solo es reconocible un pie, en el margen derecho, pero no cualquier pie, ¡es un pie vivo!
La vida —literaria— de Calvo Serraller es un cuadro que no era una pintura, es un sentimiento que, ahora con su muerte, está listo para ser mostrado. El señor Pigmalión ha fabricado la única obra que jamás haya caminado, un pie otrora melancólico, hoy metafórico. Solo así lo podremos imaginar, cruzando el umbral para ser reconocido tras décadas dedicado al arte y a su aristocrática estructura económica, a la que se ofreció para mejorarla, consciente de la apabullante ignorancia de la pirámide, desde el vértice hasta los fundamentos, con sus mortajas.
Siendo un intelectual, un estudioso tremendamente exigente, nunca dilapidó su energía en reprimendas; al contrario, se mantuvo atento a las grandes oportunidades donde podía mostrar su expertise, pues el arte era el camino a la influencia, a la confianza. El arte como autoridad, como nueva mímesis más allá de la abstracción del dinero, porque la realidad no acaba en líneas ni en redondeces, el dibujo no existe, es modelando como se dibuja, como se extraen las personas y las conductas del medio donde están y se plasman en el lienzo.
Sus artículos para EL PAÍS transmitían humildad y privilegio. A través de ellos, fue capaz de sintetizar no solo las congojas que asedian al artista, en especial su imagen pública y la idea del “fracaso”. También las de quienes postulaban el arte por el arte, como el malhadado protagonista de la novela de Balzac que, poseído por la pasión absoluta de crear una obra maestra definitiva, se retira del mundo para encerrarse con su modelo preferida con la intención de realizar su representación desnuda.
Frente al abismo del arte nunca mostró una actitud defensiva, al contrario, lo afrontó implacable, como un ariete
Cuando los críticos han dejado de ser expertos en materia artística para ser comisarios transmisores de los intereses de un manojo de cortesanos del lujo, sería conveniente repasar sus escritos y opiniones sobre la creación del “público” y su poder decisivo en el mundo del arte, cuyo origen se remonta al siglo XVIII; o sobre el artista como héroe romancesco en la literatura francesa y alemana, desde los ensayos y las novelas filosóficas de Denis Diderot (El sobrino de Rameau, Jacques el fatalista y su maestro) a Walter Benjamin, de quien admiraba su agudeza en la reivindicación del suicidio como sello de una voluntad heroica y revolucionaria que no concede nada a cualquier actitud hostil, pues la autodestrucción no es renuncia, sino “la conquista de lo moderno en el reino de las pasiones”.
Frenhofer/Calvo ya no está. Sin embargo, es posible verlo a través de un pie que ya había empezado a sobresalir el pasado 5 de noviembre, en el homenaje que le dedicó a su amiga Manuela Mena en el Museo del Prado, institución que había dirigido en 1993, solo unos meses, durante las estaciones más frías. Ahora sabemos que su despedida a la gran experta en Goya fue también su propio adiós, porque no hay obra maestra sin reconocimiento público.
Se consumió como un héroe trágico y ahora palpamos su ausencia, su huella dentro del simbólico inaudito japonés que tanto admiraba: el MU (el vacío). Con sus reflexiones sobre literatura y cine, perlas cultivadas que ensartaba en su serie ‘Extravíos’, en las páginas de Babelia, quiso dar con la representación de aquello que no es ya más: el arte, el abismo frente al que nunca mostró una actitud defensiva; al contrario, lo afrontó implacable, como un ariete, para revalidar su utilidad más allá de su condición de mercancía. Un empeño quimérico.
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