El mundo concreto
La canadiense Rachel Cusk narra en 'A contraluz' el viaje a Atenas de una escritora que se convierte en depositaria de las historias de amor y desamor de sus interlocutores
Vista de la plaza Síntagma de Atenas. ALKIS KONSTANTINIDIS REUTERS
A contraluz es una novela extraña. ¿Eso es bueno o es malo? Depende del tipo de lector que se enfrente a ella. A muchos escritores y lectores exquisitos les entusiasmará. A los lectores más convencionales les producirá perplejidad. Su protagonista, una escritora inglesa, viaja a Atenas para participar en unos cursos literarios durante unos días. En el mismo avión, en el viaje, comienza a hablar con su vecino de vuelo (que se llamará siempre así: “mi vecino de vuelo”), quien impudorosamente le cuenta toda su vida, la historia de sus dos matrimonios fracasados y las relaciones con sus hijos.
Cada uno de los 10 capítulos de la novela repite el mismo modelo. La escritora se va encontrando con personajes que le revelan su intimidad muy minuciosamente: un profesor del curso literario, la amiga de un antiguo amigo con quien se cita para cenar, los alumnos, la amiga lesbiana de una conocida, de nuevo su compañero de vuelo, y por último una profesora que llega para reemplazarla en el apartamento que ocupa.
“Sería interesante que nos planteáramos”, dice uno de los personajes, “si el papel del artista no debería consistir sencillamente en registrar secuencias, algo para lo que quizá algún día alguien pudiera programar un ordenador. Quién sabe si hasta la cuestión del estilo personal podría reducirse a secuencias configuradas a partir de un número de alternativas finito”. Esta es, expresamente, la teoría sobre la que se construye A contraluz (título que en sí mismo es también una declaración de intenciones narrativas: así vemos a la escritora que cuenta la historia, a contraluz, silueteada por los testimonios que los demás hacen de sí mismos). No hay trama, no hay temas centrales, todo queda disuelto en secuencias que se suceden. Y el campo de experimentación —es una novela experimental, si cabe usar este lenguaje ya demodé— es el mundo concreto, la realidad que está cerca de nosotros y a la que apenas prestamos atención. ¿Cuántas grandes historias hay en cada uno de los individuos con los que nos cruzamos, en nuestros compañeros de oficina, en nuestros vecinos, sin que nos demos cuenta de ello? Raskolnikov, Anna Karenina, Emma Bovary o el capitán Ahab están a nuestro lado, parece decirnos Rachel Cusk: sólo hace falta saber mirar.
A contraluz es un manual de instrucciones para mirar. No con “un teleobjetivo de ideas preconcebidas”, como confiesa un personaje que miró el mundo durante una época, sino al microscopio: “Le había parecido muy interesante descubrir lo poco que se fijaba en el mundo concreto”, explica uno de los alumnos después de verse obligado a hacer un ejercicio literario singular. Y es también, de algún modo, una crítica implícita de esa literatura aseada y metódica que conserva estructuras de narración tradicionales (crítica que yo no comparto en absoluto pero que Cusk plantea con eficacia).
Detrás del artefacto literario, como siempre —incluso en un planteamiento como este—, está la vida: el amor, el engaño, el dinero y la riqueza, las relaciones familiares, el azar que determina nuestra existencia, etcétera. Son recurrentes, en A contraluz, los fracasos sentimentales, las infidelidades y las relaciones paternofiliales. Los distintos testimonios que los personajes van ofreciendo de sí mismos componen un fresco no muy esperanzador de las relaciones humanas.
Resulta curioso que la autora, en un proyecto como este, se vea en la obligación de cerrar circularmente la narración, con otro vuelo y otro “vecino de vuelo” diferente. Son refrescantes, en cualquier caso, la ironía y el atrevimiento que nunca abandonan la novela.
A contraluz Rachel Cusk Traducción de Marta Alcaraz Libros del Asteroide Barcelona, 2016 224 páginas 18,95 euros
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