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Amarilla es un poemario que nace de muchos lugares al mismo tiempo. Quizá el sitio más importante de todos es el de una desconfianza hacia las narraciones que me lleva a buscar lectoras y lectores que se vinculen con el texto a través de la experiencia del lenguaje palabra por palabra. Conmoción, pregunta, empatía, desapego, palabra por palabra. Todo lo demás, es decir, el plasma que llega a los poemas desde mi estado de ánimo o de salud, resulta accesorio. Porque en literatura lo que importa es la autenticidad del texto. Yo importo un bledo. Lo importante es que las imágenes, sustantivos, adjetivos, rimas, encabalgamientos, finales abruptos, chistes, creen una atmósfera, formen un filo, abran una oquedad, erosionen, hagan brotar. Generen algo. Turbiedad o alegría.
Algo se desajusta y, luego, quizá, el desencaje permite ver lo que no se vio desde la tolerancia hacia la incertidumbre. El desencaje es lingüístico y luego se hace orgánico y luego es político.
El yo importa muchísimo en la literatura del yo y, a la vez, importa un bledo.
También tengo la sarcástica sospecha de que el mindfulness no sirve para nada. Lo que importa es la destreza de decir, esa búsqueda, que acaba siendo radicalmente humana en su salida al encuentro de otros y otras que, en el ámbito de la poesía, no son para mí el infierno, sino una comunidad intelectiva. Incluso política, como he dicho. Importa el texto como cuerpo y el cuerpo interfiriendo en la percepción de los problemas del mundo. Importa resolver la paradoja de cómo la realidad nos enferma, pero a la vez tenemos que estar fuertes y vigorosas para enfrentar la explotación y la guerra. O quizá se trate de hacer de la necesidad una virtud, y en la vulnerabilidad encontrar el arma.
Esto es lo fundamental, aunque en este libro haya otros asuntos no menores: la confianza en el arte y la belleza para entender y escapar –no son acciones contradictorias– de la depresión y del duelo, incluso del duelo anticipado como modalidad neurótica del asesinato; la radical esperanza en el artificio y lo pequeño, y la complementaria crueldad de la naturaleza que, en nuestras excursiones, nos reconforta; el sentido del humor como ácida estrategia reversible para ir de la risa al dolor y, sobre todo, viceversa; la pregunta sobre si la hipocondría nace de la hipersensibilidad o es la hipocondría la que nos vuelve hipersensibles; los dos significados que, como mínimo, se esconden detrás de nuestras impresiones; el derrumbamiento del límite que separa lo de dentro y lo de fuera, la intimidad y la historia, la enfermedad y la política, porque…
Una ya no sabe si
la oscuridad
que viene de dentro
se expande hacia el mundo
—cuánta soberbia
y cuánta magia
en este pronóstico—,
o si la vibración de la guerra, el genocidio, Palestina,
Transnistria y el tic tac de los relojes metálicos
se nos meten en el ojo
como una mota
de turbio
veneno en suspensión.
El amarillo es el color de la luz, y de las enfermedades hepáticas. También es el color del tránsito entre la vida y la muerte a través de los amarillos campos de colza de Castilla.
Creo que es la primera vez que trabajo con la naturaleza en un texto poético y me he dado cuenta de que la naturaleza que a mí me impresiona es la de la fauna urbana de los pájaros y la de las perchas de regadío. Me interesan esas cosas monstruosas y cercanas que modifican el concepto de lo sublime y lo absoluto.
Por debajo de Amarilla está el aliento incómodo de la «Primavera amarilla» de Juan Ramón Jiménez. Sin embargo, prefiero traer aquí otras dos píldoras poéticas que no pretendo explicar. Son autosuficientes.
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