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Nota de tapa/ Lecturas
Intimo y conmovedor
Del informe sobre ciegos al poder de las tinieblas es el título del prólogo que Mario Sabato escribió para la reedición española de una de las obras más importantes de su padre. Aquí, el texto completo, en exclusiva
Domingo 05 de junio de 2011 | Publicado en edición impresa.
Lo que pueda escribir acerca de El informe sobre ciegos está limitado por los excesos. El inicial, tal vez inexplicable para los lectores de una edición como ésta, es mi exagerada ignorancia en el análisis literario. El otro, menos criticable, es la excesiva proximidad que tengo con mi padre. Esto, habitualmente, no es un desmérito. Pero en este caso tan peculiar, en el que un hijo comenta una obra notoria de un padre famoso, oscurece la visión ecuánime que el lector puede exigir. Excepto, claro, que se haga esta aclaración.
Me sucedió algo similar cuando filmé Ernesto Sábato, mi padre, un documental que hice hace poco. Entonces, como lo voy a hacer ahora, ni siquiera intenté la objetividad. No pretendí evitar que el árbol me tapara el bosque. Por el contrario, lo miré muy de cerca. Que otros viesen el bosque, yo traté de ver la savia que recorría el tronco, las hojitas más imperceptibles, el polvo que levantaba el viento.
No lo lamento, ni me siento culpable. Los lectores podrán encontrar muchos estudios con la seriedad académica que merece la obra de mi padre. Lo que yo puedo hacer, y que sólo yo puedo hacer, es aportar otra mirada: la de su hijo. Si les interesa, y están dispuestos a perdonar la inevitable autorreferencia que implica escoger este camino, los invito a recorrerlo conmigo.
Hay dos encuentros iniciáticos con mi padre y la escritura. El primero tardó más de cincuenta años en inmiscuirse, y con tanta fuerza, entre mis recuerdos más preciados.
Hace unos diez años, haciendo lo que muchos hacen cuando llegan al atardecer de sus vidas, hurgué armarios y cajones de la casa paterna, buscando fotos de mis primeros años.
Mi padre, vaya a saber por qué, ya que era de esas costumbres que no aceptaban ser explicadas, hacía copias minúsculas de las fotografías familiares y las pegaba en álbumes de páginas marrones. Ninguna de las fotos superaba los cinco centímetros por lado, y había que apelar a una lupa para dilucidar quiénes habían sido retratados.
A veces mi padre o mi madre hacían alguna breve anotación debajo de las fotos, para aliviar las dudas del que las mirase. Otras veces, las menos, escribían en la misma foto, indicando el año y el lugar donde habían sido sacadas.
Entre esas miniaturas encontré una que me sacudió el alma. Mi padre, sentado junto a mí, me guía la mano que aferra un lápiz, que apunta a un cuaderno abierto en sus primeras hojas. Se ve que estamos al aire libre, y se adivinan el sol, los árboles.
La foto fue sacada por mi madre. Lo sé porque el borde superior recorta la cabeza de papá, justo donde comenzaba la calvicie que le disgustaba mostrar. Y hay una anotación de mi padre, que dice: "Enero 1950, Pantanillo. Mario aprende a escribir".
El Pantanillo era un paraje primitivo, en las serranías cordobesas, que carecía de luz eléctrica y agua corriente. Allí pasábamos largos veraneos, y mi padre aprovechaba la soledad y el silencio para escribir.
Por un rato, abandonó las cavilaciones de Hombres y engranajes, el ensayo que deduzco por la fecha que estaba escribiendo, y decidió que yo tenía que aprender a escribir antes de comenzar la escuela primaria.
Mi madre documentó el hecho, mi padre anotó esa frase apresurada, y debe haber abandonado su intento, ya que comencé la escuela sin saber escribir y tardé bastante más en aprender que otros chicos del barrio, que no tenían padres escritores.
El segundo encuentro con la escritura y mi padre ocurrió muy pocos años después, cuando mi mamá me dio la primera carta que mi padre me dirigía.
Supongo que puede parecer insólito que un padre le escriba una carta a su hijo de nueve años. En mi familia no es algo que nos llame la atención.
Yo vivía un momento dramático, idéntico al que pasan todos los chicos más o menos a mi edad: el derrumbe de las creencias más hermosas.
Alguien, algún amiguito escéptico y claramente maligno, me había susurrado que tanto los tres Reyes Magos como Papá Noel no existían, que eran los padres los que traían los regalos de Navidad y de Reyes.
El brutal desengaño amenazó otra creencia, igualmente importante, pero más reciente para mí.
Una señora que trabajaba en la casa, con el permiso de mi madre, me había llevado a la misa del domingo, en una imponente y desproporcionada iglesia del lugar.
Entonces, interrumpiendo el almuerzo familiar, les dije que tenía que hacerles una pregunta. No inquirí por los Reyes ni Papá Noel, que ya estaban descartados como posibilidad. Con la seriedad que imponía el asunto, pregunté si Dios existía de verdad.
Muchos años después supe que había tocado un tema que acuciaba silenciosamente a mis padres. Yo ignoraba que mi madre había comenzado un camino trascendente para ella. Sin dejar de ser judía, había abandonado el ateísmo y se acercaba a Cristo. Mi padre todavía era agnóstico. ¿Quién me iba a contestar semejante pregunta?
Ambos se miraron y dejaron de mirarse. El almuerzo se había suspendido. Yo estaba con el tenedor en el aire, esperando alguna respuesta. Finalmente mi padre farfulló algo parecida que ése era un tema demasiado importante para hablarlo así nomás, se levantó de la mesa y se fue a escribir.
Mamá me dijo, como si fuera una disculpa, que papá tenía que terminar un artículo muy importante.
Pero no estaba ocupado en terminar ningún artículo, estaba escribiendo la primera carta que recibí en mi vida.
-Papá escribió esto para vos. Tenés que leerlo con mucha atención- me dijo mamá después, y me dio un papel doblado en dos.
Cuando se publicó Sobre héroes y tumbas el estrépito tardó en llegar a Santos Lugares, sosegado suburbio donde vivíamos, donde mi padre aún vive.
Los primeros ecos fueron auspiciosos. Sobre todo para mí, que por años había tenido severas dificultades para explicar a mis amigos del barrio que mi padre no era un desocupado. Que si deambulaba por las calles de la zona, con el ceño fruncido, no era porque estaba holgazaneando, como otros que carecían de ocupación conocida y que no les interesaba tenerla. Que lo hacía porque necesitaba pensar. ¿En qué? Me preguntaban mis amigos. Y ésa era una pregunta letal, para la que un chico de diez, once años, no tenía respuestas convincentes.
Que mi padre fuera escritor, que ya había publicado El túnel y sus ensayos fundamentales, no era algo que supieran los chicos del barrio, y ni muchos de sus padres. Y los que lo sabían, no lo valoraban entusiastamente. Y yo tampoco, para ser sincero.
Envidiaba a uno de mis amigos, porque su padre era maquinista. Comandaba una gigantesca, humeante y negrísima locomotora de vapor. Y cada vez que su tren pasaba por Santos Lugares, hacía sonar su majestuosa sirena, para saludar a su hijo.
¡Cómo no tenerle envidia!
En comparación, el monótono sonido de las teclas de la Olivetti de mi padre carecía de todo atractivo.
El jardín de la casona de Santos Lugares era el más grande del barrio. Y claro, era el preferido por todos los chicos.
Que mi padre escribiese en el cuartito que daba al jardín no nos molestaba.
Apenas se advertía el traqueteo de su máquina de escribir, y sólo lo percibíamos en los breves intervalos de los gritos y las peleas que nos ocupaban con tanto entusiasmo.
Una vez, recuerdo que era verano y nos habíamos sentado en el pasillo de baldosas a la sombra, uno de mis amigos me preguntó:
-¿Qué es lo que escribe tanto?
Supongo que pensé un poco, antes de contestar. Que traté de encontrar algún indicio que me permitiese una respuesta atrayente, en esas charlas que papá y mamá tenían cuando almorzábamos. No debo haber encontrado nada, y cerré el molesto tema para siempre:
-No tengo la más puta idea.
Unos días después, un molesto incidente interrumpió nuestros juegos, en el momento de mayor entusiasmo.
Se abrió la ventanita que daba al jardín, y emergió la cabeza de mi padre. No vimos sus venas hinchadas, el pelo (que ya tenía poco) alborotado y sobre todo sus ojos desorbitados hasta que aulló:
-¡Se puede saber por qué carajo gritan tanto!
Mi respuesta fue uno de los cuentos preferidos de mi madre. Sospecho de su autenticidad, pero la transcribo tal como ella la festejaba:
-Nosotros porque somos chicos. ¿Y vos?
Sea cierta o no la frase, el hecho es que fue el único y último incidente que tuvimos con ese desquiciado que no entendía que los chicos deben gritar para ser felices.
Mi padre dejó de escribir en ese cuartito, y se fue con sus fantasmas al fondo de la casa.
Terminó la infancia, y éramos jovencitos cuyos destinos se separaban. El hijo del maquinista comenzó a trabajar cuando terminó la escuela primaria, y como aún era demasiado joven para ser ferroviario, hacía los mandados en la ferretería del barrio.
Agobiado por el destino que se me había impuesto, seguí envidiándolo. Se me había destinado a los augustos claustros del Nacional Buenos Aires, y a tratar de merecer la obligatoria vanidad de ser uno de sus alumnos.
Para entonces, claro, yo sabía que mi padre era un escritor reconocido. Y cuando fingía olvidarlo, para cometer desmanes a los que sigo siendo tan propenso, siempre había algún profesor que me lo recordaba.
En Santos Lugares, en cambio, la situación aún no había variado.
Aunque ya no nos veíamos tanto, yo sabía que para mis amigos de la infancia mi padre seguía siendo alguien "sin ocupación conocida". Hasta que Sobre héroes y tumbas tuvo un éxito estremecedor.
Las frecuentes visitas de gente que venía de la Capital, muchas veces con cámaras y grabadores, que preguntaban con tono perentorio a los vecinos que les indicaran cuál era la casa del escritor, convencieron hasta los más escépticos que mi padre era famoso. Y yo pasé a ser lo que sabía que era desde hacía catorce años: el hijo de Ernesto Sábato.
Nadie en casa me había obligado a leer ninguno de sus libros. No tenía la edad suficiente, y todos creían, incluyéndome, que iba a ser pintor. Y por una de esas leyes caseras que nadie discutía, no importaba que un pintor fuera culto. Más aún, convenía que no lo fuera.
Un año después de su publicación, y a escondidas, lo leí. Apasionadamente. Olvidándome que el que lo había escrito era ese tipo huraño con el que no me llevaba demasiado bien. En rigor, no me llevaba.
La atención y las esperanzas de mi padre estaban dirigidas a mi hermano mayor, Jorge Federico. Y hacía bien. Jorge fue, hasta su muerte, el más inteligente de la familia. El serio y estudioso. Y yo era un loquito que imaginaba ejércitos que comandaba, para solaz de los invitados de la casa a los que me hacían contar, con lujo de detalles, las épicas batallas que había ganado.
Pasó el tiempo, perdí la fabulación y el disparate, y casi a escondidas me sumergí en ese río vasto y feroz que era la novela de mi padre, lo primero que yo leía de él.
Una lectura inapropiada para un jovenzuelo de quince años.
Recuerdo que pensé en el Amazonas, que aún no conocía. Me imaginaba estar en ese río, padre de todos los ríos, a veces corriendo por sus orillas, otras veces navegándolo con una exigua piragua, siempre fascinado por la idea que me dejaba mirarlo, hacerme creer que veía todo, pero con señales tan escasas como poderosas de que me estaba engañando. Que lo más importante, lo que verdaderamente importaba, estaba debajo de su superficie.
Y de pronto apareció una isla, sin playas reparadoras, con rocas que la rodeaban, y se podía ver, apenas uno se acercaba, árboles retorcidos, la maleza sombría e impenetrable, y los pantanos amenazantes y malolientes.
Esa isla era El informe sobre ciegos.
Con la excusa que me detenía la historia, apenas lo hojeé, con aprensión. Como siempre pensaba en metáforas (y una exageración de adjetivos, lo admito), el río que era la novela se había convertido en un caserón solitario, que quedaba lejos del pueblo, en una colina sacudida por los vientos.
Santos Lugares ya no era un pueblo, y nunca tuvo colinas. Pero eso no me importaba.
La casa, por supuesto, tenía escaleras con finales impredecibles. Y un cuarto con una puerta que no terminaba de cerrarse me acechaba, se repetía en los recodos y en los pasillos.
Me rechazaba y me invitaba a pasar. Hasta que entré. Y leí, ansioso y desasosegado El informe sobre ciegos. Era esa isla y era ese cuarto. Era el misterio y la revelación. Todo se potencia y, en su negritud, se aclara.
Y supe que algún día lo filmaría. Y lo filmé. Habían pasado veinte años de esa primera lectura, que se repitió muchas veces, siempre con el mismo deslumbramiento.
La historia que sigue es minúscula y familiar. Pero si llegaron hasta aquí, supongo que les interesará conocerla.
Había hecho ya varias películas, pero no había logrado olvidarme de ese sueño inicial. Hasta que un productor, con el que había realizado comedias de consumo infantil, me confesó que quería hacer algo importante, "una película artística", para que, en el futuro, sus nietos la recordaran con orgullo.
Le propuse El informe sobre ciegos. Lo entusiasmó el título y sobre todo el autor, aunque siempre tuve la sospecha que jamás había leído algo de mi padre.
Esa misma noche, en Santos Lugares, le dije a mi padre que iba a filmar el Informe, que él iba a cobrar tanto, que le iba a cambiar el título para que la gente estuviera advertida de entrada de que una cosa era el libro y otra la película. A todo eso me dijo que sí. Y entonces le agregué la condición indispensable: él no podía ir a la filmación.
Esa veda merece, a mi entender, otra digresión. Unos años antes, habíamos hecho una versión televisiva de El túnel, dirigida por Sergio Renán y adaptada por Mario Mactas y por mí.
Mi padre, inesperadamente, fue al estudio del viejo Canal 7, donde estábamos grabando. Su irrupción provocó dos conmociones. La primera, previsible pero molesta, fue la de los actores y los técnicos hipnotizados por la fama del visitante.
Mi padre aprobó la belleza de Julia von Grolman, la protagonista femenina, y se detuvo a observar a Walter Vidarte, el talentoso actor que encarnaba al pintor desquiciado.
Estaba a punto de estallar la segunda conmoción, mucho más molesta, imprevisible para todos menos para mí, que rogaba en silencio para que no dijera lo que sabía que estaba pensando. Pero lo dijo:
-¡Pero usted Vidarte es un enano al lado de Julia von Grolman!
La grabación fue un desastre.
Sigo. Acordada la prudente prohibición de visitas, ya que ambos recordábamos aquel incidente, hablamos de temas más relacionados con el proceso de creación de una película.
Trató de convencerme de hacer otro fragmento de Sobre héroes, el heroico y melancólico relato de la última retirada del general Lavalle.
No tenía la complejidad literaria del Informe, y yo no me arriesgaría con una transcripción que, para cualquier persona sensata, aparecía como imposible.
Deseché la sugerencia, con razones irrefutables. El jamás se había destacado por su sensatez, y mi carencia de semejante virtud era hereditaria. Y por otra parte, lo que había ocupado mis sueños durante más de una década era la filmación de El informe.
Le gustó el nuevo título: El poder y las tinieblas, porque reflejaba el espíritu del capítulo y además porque lo remitía a un autor -Tolstoi-que él admiraba.
Era conveniente, acordamos, que no participara del guión.
Había un antecedente que avalaba mi deseo y su silencio. En 1951 se había filmado El túnel. La película era patética, por los vicios comerciales y el star system periférico que imperaban en esa época, pero también por el excesivo respeto del guión al original literario.
Un guión que, junto al director, había escrito mi padre. El mayor riesgo que enfrentábamos era que el cine y la literatura se parecen. Tanto como se asemejan, si uno no observa bien, el agua y el aceite.
La película tenía que ser autónoma, y su enorme presencia (como autor y como padre) podía dinamitar la libertad que yo necesitaba para filmarla.
Como estábamos dispuestos a exagerar, continuamos. Tampoco iba a leer el guión, y sólo iba a ver la película cuando estuviera terminada. No necesitamos estipular que además tenía que gustarle. Ambos sabíamos que así sería, porque mi omnipotencia y su amor lo dictaban.
Cuando finalmente vio la película, dos días antes del estreno, escribió: "Estoy conforme con El poder de las tinieblas; se hizo un trabajo dificilísimo por las sinuosidades del texto, de la materia ambigua que trata y por estar narrada en primera persona lo que determina visiones subjetivas extremas difíciles de ofrecer en cine. Mario procedió en la única forma que podía hacerlo: haciendo otra obra, inspirada sí en el Informe, pero diferente hasta en argumento y personajes, sin incurrir en el grave error de querer ilustrar el libro con imágenes y música".
El poder de las tinieblas se filmó y se estrenó en 1979, en el esplendor de la locura y el horror que vivió la Argentina.
El Informe, escrito veinte años antes, había sido una atroz profecía de lo que nos iba a pasar. La película, claro, ya no podía ser profética.
Tenía que limitarse a ser alegórica.
Este texto se incluye en la reedición publicada por Seix Barral y fue escrito un mes antes de la muerte del escritor
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Nota de tapa
Querido Ernesto
El próximo 24 Sabato cumpliría cien años. A casi un mes de su muerte el recuerdo en la voz de sus seres más cercanos
Domingo 05 de junio de 2011 | Publicado en edición impresa.
Parque Lezama (1969). La plaza de Sobre héroes y tumbas, y una foto emblemática de Sara Facio. Foto /
Habíamos ido en busca de un hombre apenas muerto. Tal vez por eso se percibía todavía insistente la presencia de la muerte entre las penumbras de la casa, cuya arboleda y plantas trepadoras asomaban como las únicas capaces de resistir aquella primacía.
Ahora, semanas más tarde, el pudor se habría apoderado de nuevo de todos los sentidos con la misma potencia que se instaló aquel mediodía: con la calma impávida del intruso que desdeña cualquier señal de incomodidad ajena.
Su partida había sido una "larga sobreimpresión", como la definió su hijo Mario, al buscar en su oficio cinematográfico un término que le permitiera comprender la forma del adiós.
También su hijo parecía reconocer el andar incesante de aquella forastera; alcanzado por la necesidad de silencio y privacidad que la muerte impone a los deudos, se volvía justa la reticencia a que otros intrusos recorrieran la casa. Se trataba de la casa donde había transcurrido su infancia y donde su padre, Ernesto Sabato, había pasado su vida, incluyendo la última década durante la cual, contó su nieta Marina, de 42 años, se alejó de la lectura, la escritura y la pintura. "La vista no se lo permitía", explicó. Quizás eso fue lo peor de los últimos cuatro años, transcurridos buena parte en la cama, y es que la enfermedad le había arrebatado parte de su pasado.
Era comprensible que Mario intentara que la charla no excediera los límites de ese pasillo de baldosas de damero. O a lo sumo el patio, con ese banco de plaza donde tantas veces había sido fotografiado su padre.
Nada útil resultaba a nuestros fines aquel pudor que la situación nos provocaba. Y cuando por fin la puerta de hierro descascarada de blanco se abrió, fue imposible al principio trasponer el umbral y animarse a ver lo que su interior revelaba. Fotógrafo y cronista permanecimos afuera, bajo ese techo protegido por las ramas secas de lo que había sido una parra, invadida ahora por claveles del aire; también ellos parecían empecinados por absorber las últimas gotas de savia que podían haber sobrevivido a esa parasitación.
Previsiblemente, lo primero al alcance de la vista fueron libros. Ocupaban estantes en las cuatro paredes, de un extremo a otro, desde el piso hasta la altura de la vista de una persona de estatura entre baja y media.
Fue imposible capturar detalles acerca de los títulos, ya no por contar con una prohibición. Al contrario, era la hospitalidad brindada la que ahora funcionaba como veda autoimpuesta. Lo mismo ocurrió con los adornos y otros objetos. Estaban allí, se los podía intuir, pero la voluntad operaba sobre el deseo censurando a la curiosidad, necesaria y determinante en un buen escritor y periodista. Los ojos esquivaban la mirada, pudorosa por aquello que la vista alcanzaba a atrapar. Mientras avanzaba ese dilema entre la corrección y lo conveniente, volvió -cruel- el recuerdo de una lectura sobre una declaración de William Faulkner. En 1956, en The Paris Review, había afirmado: "El artista es responsable sólo ante su obra. Si es bueno, será completamente despiadado".
Al revés de las normas para la construcción de una crónica, que indican que el periodista debe valerse de todos los sentidos para reconstruir una atmósfera y desnudarla, lo poco captado era de modo involuntario: en la sala de al lado, una computadora portátil, un monitor plano, unos auriculares. En un dormitorio -antiguo estudio de Sabato-, unas cortinas oscuras, una cama sin hacer.
Salimos de la parte de adelante. Así identifica la familia las otras partes y accesos de la casa, construida entre bloques y con desniveles, separadas entre sí por tramos de pasto y vegetación. Atrás pasó Sabato sus últimos diez años, en un área desde cuya ventana podía ver el taller donde pintaba. Ahí atrás vive desde hace un año Juan Sebastián, de 29 años, nieto de Sabato e hijo de Mario ("Le pedí que viniera para devolverle vitalidad a la casa, y ciertamente lo hizo"). En los últimos meses se dedicó a producir su disco de música electrónica, que editó en Londres y presentará el mes que viene en Buenos Aires, a la vez que alternó tiempo para estar con su abuelo. Parte de ese objetivo de regresarle vida y movimiento a la casa incluyó su uso como locación del video de lanzamiento del disco, que Juan filmaba aquella tarde soleada de mayo.
La tarea funcionaba acaso como la cuerda de un andarivel, que así como consigue separar en porciones la inmensidad del agua, le permitía a la mente el grado de concentración necesario para escindirse del sonido insistente del teléfono y la inminencia de la sesión de fotos con su padre. ¿Tenía que sonreír?
Quizá como prueba de que la vida cada tanto sutura el arbitrio con que reparte sus decisiones, las mejores fotos les parecieron a Mario y a Juan aquellas tomadas en ese banco de plaza donde Ernesto Sabato solía ser retratado, solo, como único protagonista. ¿Cuántas veces Mario habría estado espiándolo desde la cocina de azulejos, rogando que su padre al terminar le dirigiera la palabra? Ahora los tenía a ellos -otro padre, otro hijo-, juntos, en un momento compartido por deseo de ambos. Quizá Juan era consciente de su privilegio ("pasaron muchos años hasta que mi padre levantó la vista y me miró", iba a contar más tarde Mario).
Después de las fotos nos sentamos en un descanso que oficiaba de sala en la parte de adelante. En rigor era un pasillo que comunicaba con el recibidor, el viejo estudio y la biblioteca.
Contra la pared color tiza, sobre una mesa pequeña rectangular gris, juntaba polvillo, inútil, un fax desenchufado; en otro tiempo había servido para gastarle bromas a Ernesto Sabato, que más de una vez miró el aparato extrañado, mientras pulsaba todos los botones, para dar con aquel que permitiera que el teléfono expulsara el papel. Junto a unos anteojos para sol de armazón metálica y desajustada, había un ejemplar de Abbadón el exterminador.
"Esta casa siempre fue sombría. Es muy luminosa de día, pero de noche había que andar con linternas", explicó Mario, tras el intento vano del fotógrafo por iluminar el lugar; prendida, la languidez de la lámpara parecía la de las luciérnagas cuya luz termina devorada por la profundidad cerrada de la noche.
Recuerdos a borbotones
Mario entrecerró más sus ojos achinados y llevó una mano a la frente, como intentando dosificar los recuerdos, como si estos salieran a borbotones de allí. El humo lento pero incesante del cigarrillo volvió aún más mortecina la luz de la siesta; su cuerpo delgado, levemente inclinado hacia adelante, y el gris de su pelo y su saco lo revelaban como un hombre sin prisas, capaz de esperar las compensaciones de la vida.
"Tengo la intención de terminar con el tiempo de lágrimas y empezar con el tiempo de alegrías", dijo. Se refería al proyecto de convertir en museo esa casa de Santos Lugares, tal el deseo de su padre. Será inaugurada el próximo 24 de junio, en coincidencia con el que habría sido el cumpleaños número cien de Ernesto Sabato.
"No fue una idea que partió desde la muerte, sino mucho antes", explicó. Había comenzado hace un año. Y el hecho de la muerte ni modificó ni aceleró los planes: "sólo cambió de signo, y en vez de festejar el centenario, que es lo que esperábamos, vamos a festejar el natalicio, que es lo que habría que empezar a hacer, y no celebrar las muertes".
Para su hijo, los trabajos de refacción que se llevan adelante en la actualidad para recuperar el estado original de la casa no representan un cambio en los planes originales y tampoco los acelera.
"Por lo tanto no hubo sino una pequeña travesura de mi padre, que se le ocurrió -había dicho y le habíamos creído, como le creíamos en general- que iba a vivir cien años." Las obras van a estar terminadas en unos meses, así que "tampoco va a ser esa cosa necrológica o necrofílica que sería detestable".
Entre pausas, la voz de Mario parecía desovillarse desde un carretel cuya bovina fue enrollada a los apurones, y ahora necesitaba desacomodarse para volver a alisar el hilo, esta vez firme y sin pliegues. Después de un suspiro corto y hondo, contó: "Papá se estuvo yendo mucho tiempo. Ya nos había acostumbrado a la idea de la muerte, inminente y deseada. Nos fuimos acostumbrando a que ya no tenía desde hace muchos años la idea de vivir mil o dos mil años, que le parecía un plazo razonable".
Cuatro acontecimientos, contó Mario, fueron los que llevaron repentina y sucesivamente a la reclusión de su padre.
"El primero fue la cercanía del infierno con la Comisión Nacional de Desaparecidos. El segundo, la enfermedad de mi madre, la muerte sorpresiva de mi hermano (Jorge, en un accidente automovilístico, en 1995) y la muerte un poco después de mi madre. Perdió la alegría, ya no fue el mismo. Yo creo que ahí empezó esa despedida."
Volver el tiempo atras
Supervisar las obras de refacción de la casa parece de algún modo la posibilidad de volver el tiempo veinte años atrás. "Fue el momento de plenitud de mi padre y de mi madre. La idea es llevarla a como estaba entonces."
Aunque hace tiempo que no vive allí, y deambula como una visita que va a ver a su hijo, Mario conserva un apego nostálgico por esa casa, cuya historia -sonríe por primera vez- es "muy novelesca". La historia se remonta hacia 1944, cuando su padre buscaba una casa para escribir. Fue entonces que conoció al italiano Federico Valle, pionero de la cinematografía mundial. Fue él quien realizó la primera toma aérea desde un avión piloteado por Wilbur Wright, de los primeros en construir planeadores. En Buenos Aires, donde se instaló, Valle fundó una productora. "Todos los cortos que se conocen de Gardel los hizo él", contó Mario. Hace poco, además, se enteró de que en esa misma casa vivió Jorge Amado, que pasó ahí dos años de su exilio.
Sabato, quien le alquilaba un rancho en Córdoba, sin agua y sin luz, le comentó que necesitaba mudarse; allí no podía vivir con su esposa, su hijo y otro por venir. Valle le habló de Santos Lugares y terminó por alquilarle la casa, con él adentro. Hizo un sótano, que todavía existe, y se quedó allí a vivir con su hija. Cuando ésta se casó, construyó el fondo actual de la casa. La recuperación de la casa va a ser un serio desafío, piensa Mario Sabato, pues Valle desconfiaba de los albañiles y despreciaba a los arquitectos, por eso él mismo fue el que construyó ese sótano. "Pero lo hizo como una escenografía, esto significa que toda la parte de atrás es muy precaria, y para quedar como estaba hace veinte años va a ser un trabajo monstruoso, porque en cualquier momento se cae. No había manera ni siquiera de pintarla cuando papá estaba acá. Así que todo eso que es muy precario hay que transformarlo."
Cuando se inaugure como museo, la casa llevará una placa, cuya leyenda aún no tiene clara. "En lo público ésta era la casa de Ernesto Sabato, pero en lo privado y en nuestros corazones fue la casa de Matilde y Ernesto Sabato. A mí me gustaría que dijera así, sería lo justo."
Para Mario Sabato la casa fue tal mientras su madre estuvo bien de salud. "Y además porque era la única persona que mantenía un delicado equilibrio, como si esto fuera una familia normal."
Su padre, repitió, era una persona con utopías, pero de a ratos sombría y de a ratos trágica. Fue difícil convivir con esa persona, aunque jamás se dejó arrastrar por esa personalidad ("las miradas no estaban puestas en mí, sino en mi hermano mayor, Jorge, el inteligente de la familia"). Mientras él fue chico, su padre estaba como distraído: "Escribía Sobre héroes y tumbas, y cuando terminó la novela yo tendría 12 o 13 años. Medio en broma y medio en serio digo que ahí es cuando él levantó la vista y me vio".
Hubo dos épocas en la personalidad de Ernesto Sabato, contó su hijo menor. El cambio fundamental ocurrió con los nietos. "Fue un cambio maravilloso, contundente y deslumbrante para toda la familia". Por su nieta Luciana, hija de Mario, es que a veces Ernesto Sabato se afeitaba a la tarde, momento en que lo visitaba. Compartían esa tarea, en la que ella jugaba a ayudarlo. También lograron algo más, que fue tomarlo en broma, "algo que nosotros si habíamos hecho había sido con retazos". "Ellos se divertían con sus rabietas, sus manías, y lo provocaban para repetir enojos que ya había dicho."
Hasta entonces, sus conversaciones con su padre jamás habían excedido lo cotidiano.
"Cuando había algo importante que decirse -algo que tuviera que ver con los sentimientos- se escribía una cartita. Mi madre oficiaba de cartera. Eran cartitas breves. Con los años me di cuenta de que además de cartera mi madre era censora. Algunas cartas no llegaban a destino porque teníamos -yo lo sigo teniendo, él lo perdió con los años- un carácter muy podrido. Entonces cuando alguna carta se pasaba del límite que mi madre consideraba razonable para asegurar un retorno, se perdía. El que la había enviado se enojaba mucho porque el otro no le contestaba. Pero era mejor eso a la réplica." Las cartas se dirigían en casos de enojo, pero también en reconciliaciones. "Esas cosas no se hacían de viva voz. Tuve que esperar hasta los cincuenta y pico para escuchar que mi padre me dijera te quiero. Me lo había escrito muchas veces. Pero decirlo... eso pasó con su final, que perdió algún pudor. El documental que hice lo sentí en alguna medida como la última carta que me debía, le debía. Pero esas cartas a veces son más importantes para uno y es importante que se envíen. La carta final no se la di, lo importante fue que la hice."
Entre las muchas postales con las que intentó describir a su padre, acaso las más importantes, por lo balsámicas, estén sobre el final de su relación con él. "La rutina se había vuelto extremadamente dolorosa. De alguna manera traté de resguardarme. Yo venía muy poco, porque cada vez que salía de acá me iba con una depresión enorme. Cuando empezó a estar más débil, en 2002 -cuando tratamos de que lo dejaran tranquilo, que no lo movilizaran, que no lo mostraran-, esos encuentros fueron mucho más sentimentales que los que habíamos tenido hasta entonces. No conversábamos mucho. Nos necesitábamos, algo que ninguno de los dos parecía haber advertido antes. Ya había desaparecido el pudor".
Por Gisela Antonuccio
LOS NIETOS
Tender puentes
Por distintas razones, Ernesto Sabato fue más que un abuelo para Marina y Juan Sebastián Sabato, dos de los seis nietos del escritor. La primera, de 42 años, es hija del hijo mayor del escritor, Jorge, muerto en un accidente automovilístico en 1995. El segundo, de 29 años, hijo del hijo menor, Mario, es una de las personas que más cerca estuvo de Sabato el último año: se había mudado a la casa de Santos Lugares.
Para Marina, la muerte de su padre terminó de unirla a su abuelo, quien a partir de esa orfandad asumió un rol más paternal. Creía que debía estar más cerca de esa adolescente que, como él, sentía una fuerte atracción hacia la pintura. También lo entendía en su forma de ser melancólico. "La carrera del escritor y del pintor trae soledad, porque es lo que más necesitás para trabajar. A él le preocupaba que tuviera esa soledad, porque el arte no te exige que te relaciones, en todo caso te lo pide el alma", dice.
Para Juan, pocas cosas cambiaron con la vejez y enfermedad de Ernesto Sabato. En esencia siguió siendo el mismo, muy familiero. "Seguía obsesivo por el orden. Su estado de ánimo era igual de pasional. De repente no quería a alguien dentro del cuarto y la persona se tenía que ir", relata.
Y Marina agrega: "Captaba si al lado suyo había un diálogo con humor y él también se reía. Y si decías una pavada te lo hacía notar".
En los últimos meses, a ella le daba la sensación de que su abuelo no todo el tiempo la reconocía. "Creo que a veces no sabía que era su nieta, pero sí alguien cercano. Yo no necesitaba el título. Un día le mostré un libro sobre Magritte, que a los dos nos gustaba, y me sonrió. Me gustó descubrir ese puente", cuenta y piensa en él como un hombre de coraje. "Una vez se lo dije. El me contestó que sin coraje no se puede vivir. Siempre lo vi optimista. Además siempre fue sincero con lo que conocía y no tenía miedo de decir las cosas".
Del último tiempo recuerda que conservó su humor hasta el final: "Le costaba hablar, se fatigaba, y se comunicaba con la mirada y la sonrisa. La enfermera me dijo que murió con una sonrisa. Antes le había preguntado si estaba cansado. El le contestó que sí. Y entonces ella le contestó que se relajara".
ELVIRA GONZALEZ FRAGA (presidente de la fundación Sabato y asistente personal del escritor)
"Soy su albacea literaría"
Los momentos de agonía a veces se transfiguran en una revelación. Elvira González Fraga parecía ser un testimonio irrefutable de ello, aun la fatiga con que su voz brotaba entrecortada al otro lado del teléfono. El cielo no había terminado de clarear, la mañana se había conservado brumosa y espesa. Sin embargo era el mejor momento del día, cuando el asma le permitía la tregua de un susurro, que conseguía que sonara calmo como un arrullo. "Llámeme a las once y media, que voy a poder hablar", había dicho, apenas audible.
Al día siguiente se la escuchaba dispuesta. Se sentía mejor que el día anterior, aunque se notaba que las sombras habían aumentado su abrazo frío alrededor de su alma.
"Elvirita", como le decía el escritor, fue la asistente inseparable de Sabato ("compartimos una cercanía de más de treinta años"); estaba al tanto de su agenda, los idiomas en que se traducían sus obras, los países que lo reeditaban.
"Vivimos momentos grandiosos y también muy difíciles. En las cartas que me escribió me decía que yo lo alentaba. La Fundación significó mucho para él. Le daba mucho ánimo luchar por gente que tenía necesidades mayores que él". Su tarea ahora, dice, es la de seguir trabajando en la Fundación Sabato, de la que es su presidente.
Aunque Sabato se retiró de la escena pública local, en los últimos años trabajó y asistió a homenajes fuera del país, acompañado por Elvira. Enumeró ella: en 2002 dio 18 conferencias en España. En 2004 volvió para dar una conferencia y asistir al casamiento del príncipe Felipe de Asturias y Letizia Ortiz. En 2005 visitaron Misiones, donde se entrevistaron con caciques guaraníes. En 2006, ya enfermo, fue a la Feria del Libro de Buenos Aires. En 2007 eligió en Palermo la que serviría de sede para su Fundación, "una casa chorizo, como a él le gustaban". Ese año hizo su última salida, contó. Fue a casa de ella, en Acassuso. "Le gustaba y la encontraba más vital que la de él: en mi casa hay plantas no sólo afuera sino adentro. Y además hay desorden."
Su tarea la seguirá desempeñando. "Ernesto me nombró su albacea literaria", explicó. Y por ese rol es que a partir de este mes comenzará sus visitas a Francia, España y Alemania, donde se realizarán actos sobre la obra del escritor, a partir de un convenio que la Fundación Sabato tiene con el Instituto Cervantes.
Uno de los proyectos que más la entusiasman es el que la Fundación lleva adelante junto al economista Bernardo Kliksberg y el equipo de voluntarios del último año de la carrera de Economía de la UBA con mujeres adolescentes de villas. Trabajan en las villas 1, 11, 14, Carrara y Soldati: se las va a buscar con micros para llevarlas a la Universidad Tecnológica Nacional, donde cursan el secundario.
Evocar a Sabato hace que su voz se vuelva más angustiosa, pero a la vez potente, como si fuera a buscar la fuerza detrás de lo que ahora es su recuerdo. "Ernesto tenía afasia de expresión, pero no de comprensión. Hay una anécdota que lo muestra: cuando iba de visita le llevaba música. El año pasado, escuchando un disco de Anna Netrebko, en un momento alzó su mano, como si sostuviera una copa. «Sí -le dije-, es el momento del brindis de la Traviata»".
Sobre el ahora, sonó entera, sin suspiros: "Tengo que seguir abriendo el surco por donde él lo abrió. Mi lugar ahora es el de ser fiel al surco".
JUAN CARLOS PERERA (71 vicepresidente del Club Defensores de Santos Lugares)
"Era muy fanático del barrio"
Juan Carlos Perera forma parte del grupo selecto de personas cercanas a Ernesto Sabato que, sin ser familiar, conocía en detalle la personalidad del escritor.
"Por eso me da rabia que el día que murió aparecía gente que decía ser vecina y contaba cualquier verdura", dice. Juan Carlos es el vicepresidente del Club Defensores de Santos Lugares, que queda enfrente de la casa de Sabato y donde fueron velados sus restos, a pedido del escritor. Allí se cruzaba a veces a jugar al ajedrez. Allí sus hijos aprendieron deportes e hicieron los primeros amigos de la infancia. Desde hace algunos años alberga al Centro Cultural Ernesto Sabato, donde además funciona la biblioteca, a la que pueden acceder todos los vecinos.
Recordar a Ernesto Sabato le provoca gracia, al evocar las salidas que tenía.
"Un día el vecino que está acá al lado del club cambió la puerta. Cuando él la vio le tocó timbre y lo encaró. Le dijo que cómo se le había ocurrido cambiar la puerta que tenía de estilo por esa nueva. Estaba indignado", se ríe.
Sabato era muy fanático del barrio, cuenta Perera, y era capaz de hacer cualquier cosa. Como la vez que encabezó en los noventa una protesta en la estación de Santos Lugares, en rechazo al plan para cerrarla. "Llamó a los medios y se plantó en la estación, que todavía funciona", comenta satisfecho.
También era un poco chinchudo. "Una vez se le había puesto que tenía que ir a la Costanera, y le fue a pedir a Juan Carlos, el protesorero del club, que lo llevara hasta ahí. Durante el camino se enojó porque lo había llevado por avenidas, en lugar de hacerlo por autopista, porque se había tenido que aguantar los semáforos, que no le gustaban".
Todos los primero de mayo participaba del asado que se hacía en el club. "Mirá cómo la pasamos este último, podés creer -se lamenta-. Estábamos a punto de encarar el festejo y de repente tuvimos que salir a organizar el velatorio."
HOMENAJE TOMO A TOMO
Una biblioteca con las obras completas de Ernesto Sabato, para coleccionar. Esa es la propuesta que La Nacion y editorial Planeta hacen para homenajear al gran escritor fallecido el 30 de abril último, y que comenzó ya con las entregas del clásico Sobre héroes y tumbas y Antes del fin.
En suma, serán trece los libros que, de manera opcional al diario, estarán disponibles semanalmente, los miércoles, a $ 24,90.
El 8 y el 15 de este mes saldrán a la venta Abaddón el exterminador, partes 1 y 2, respectivamente. Luego les seguirán El túnel (22) y La resistencia (29). En julio estarán disponibles Informe sobre ciegos (6), Uno y el universo (13), Heterodoxia (20), El escritor y sus fantasmas (27). Los tres últimos títulos llegarán en agosto: Apologías y rechazos (3), Hombres y engranajes (10) y Cuentos que me apasionaron (17).
Querido Ernesto - lanacion.com
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Nota de tapa / Entrevista
El Sabato que importa
Borges, el amor y la política son algunos de los ejes que atraviesan la biografía definitiva del escritor, una obra que su amiga Chiquita construyó minuciosamente hasta el último día
Domingo 05 de junio de 2011 | Publicado en edición impresa.
EL HOMBRE "Soy de una generación que empezó a pensar con Ernesto". / Diego Spivacow.
Escribió la vida del Che Guevara, de Ricardo Alfonsín y de Michelle Bachelet. Pero una de las obras más importantes de Julia Constenla está unida a su vida personal: la biografía de su querido amigo, Ernesto Sabato.
En su departamento, repleto de libros, obras de arte y fotos con figuras destacadas, Chiquita, como le dicen sus amigos, recibió a LNR para hablar de la reedición actualizada de Sabato, el hombre. La biografía definitiva, que Sudamericana presenta en estos días. Sentada cerca de una serigrafía que muestra a un Sabato con sombrero y sus característicos anteojos de marco negro, Constenla recuerda al autor, su obra, sus acciones políticas pero, sobre todo, al amigo con el que compartió charlas, cumpleaños con chocolate caliente y ausencias.
"Como una joven insolente, cuando publicó El túnel busqué su teléfono, lo llamé y le dije que me había deslumbrado." Ese fue el puntapié de una amistad que se extendió a Matilde, la esposa del escritor, y al resto de los Sabato, y que duró más de medio siglo.
-¿Cómo era su personalidad?
-Era chinchudo por las cosas menores. Por ejemplo, una vez que iba a ver al rey de España y no aparecían los gemelos que quería usar, andaba por toda la casa diciendo: "¡¡Qué catástrofe!!" Pero frente a un problema serio nunca un mal gesto, ni un tono alterado, ni una actitud de viejo cascarrabias. Las cosas serias son serias y las pavadas te pueden encontrar de mal humor, no pasa nada.
-Me decía antes que Sabato tenía muy buen sentido del humor...
-Era un tipo con un extraordinario sentido del humor. Con Borges en lo que coincidían era en las ganas de burlarse de todo. Después podían discrepar, pero cuando empezaban a hacer bromas los dos tenían la misma falta de respeto. Eran gente que no rendían pleitesía al éxito, al talento, nada.
Para la ex secretaria de redacción de la revista Gente, la idea de escribir una biografía del autor de Sobre héroes y tumbas surgió cuando buscaba un trabajo tras la muerte de su marido. La tarea implicó una ardua investigación y contó con la ayuda y conformidad de su amigo. "Cuando empecé, Matilde ya no estaba en condiciones de aprobar su mención en el libro -explica-. Así que consulté con Ernesto y él no sólo me dijo que debía darle el lugar protagónico que merecía, sino que debía publicar cosas escritas por ella para que los demás supieran quién era Matilde Kusminsky Sabato."
-¿Tuvieron alguna discusión?
-No. No encaro las biografías de gente que no me merezca respeto, aunque puedo no coincidir con algunas cosas. Respeto a Sabato. Soy de una generación que empezó a pensar con Ernesto. La gente que tenía veinte años en las décadas del 50 y del 60 tenía muy pocos puntos de referencia ética, estética, conceptual y moral.
En el libro, Constenla hace hincapié en la búsqueda de trascendencia de Sabato, que lo llevó por el camino de la ciencia, donde se destacó, pero a la que abandonó por no encontrar las certezas que buscaba. También se acercó a la política, que consideraba un servicio a la sociedad. Después de compartir ideas con el anarquismo se sumó a la Juventud Comunista, pero el estalinismo terminó por alejarlo de ese movimiento. "Era un hombre ajeno al poder -dice la autora-. Ser austero y ser ajeno al poder no pueden ni siquiera considerarse virtudes porque no tenía íntimamente opción."
Según la biógrafa, Sabato sólo se acercó al poder en dos ocasiones: cuando aceptó un cargo en el Ministerio de Relaciones Exteriores, durante el gobierno de Arturo Frondizi (renunció dos meses después), y cuando Alfonsín le pidió, como carga pública, sin remuneración, que formara parte de la Conadep, la comisión que investigó los crímenes de la última dictadura militar.
-Usted cuenta las dificultades de esa época...
-Fue una pesadilla. Una cosa es hablar hoy, a 30 años de los dramas que ya hemos asumido como sociedad. Otra es esperar todos los días, durante varias horas, que llegara una mujer desesperada que sabía que a su hijo le habían arrancado las uñas o que no sabía dónde estaban sus nietos. Todo eso no era fácil contárselo a nadie, pero era más fácil contárselo a Sabato, porque lo habían leído, lo habían escuchado o sabían de su existencia. Un día tras otro Ernesto tenía que sentarse a acompañar estos dolores. Lo de menos eran las amenazas que les hacían.
El escritor fue muy criticado por aceptar una invitación de Videla a un almuerzo. Entonces, le consultó a ella y a su marido, el periodista Pablo Giussani, si debía ir a la reunión, a la que también estaban invitados Borges, Leonardo Castellani y el presidente de la SADE Horacio Esteban Ratti. Según cuenta la biógrafa, Sabato, Castellani y Ratti fueron con una lista de nombres de amigos y conocidos desaparecidos, entre los que se encontraban Haroldo Conti, Di Benedetto y Hardoy, para denunciar el tema ante Videla.
Mientras su vida pública sufrió altibajos y críticas, la vida privada de Sabato se centró en el oasis de su casa en Santos Lugares y la presencia de Matilde quien, según Constenla, salvó del fuego gran parte de su obra.
"Ernesto era un poco piromaníaco. Se podía permitir las amenazas de quemar lo que escribía porque sabía que Matilde no lo iba a dejar. La obra importante de Ernesto cuenta con la mirada de ella. El escribe lo que quiere, como quiere y cuando quiere, pero hay un momento en que necesita una aprobación final."
-Siendo tan amiga de Matilde debe haber sido difícil escribir sobre las infidelidades de Sabato.
-No fue difícil porque no fue importante. No hubo más que una mujer en la vida de Ernesto Sabato y se llama Matilde Kusminsky. Todo lo demás es anécdota. Las infidelidades quizá le hayan causado alguna incomodidad. La mayor parte de las veces prefería no darse por enterada porque nunca pensó que estaba en riesgo su romance con Ernesto. El único amor en la vida de Ernesto, a mi modo de ver, fue Matilde. Pero que tuvo minas, tuvo minas.
La muerte de su hijo Jorge, cuando Matilde ya estaba enferma, apagó un poco la vida de Sabato."Ernesto siempre fue un hombre de avanzada, de autonomía y de absoluta independencia con respecto a todo lo que sea juicio de valor, intelectual, estilo, y un hombre completamente dependiente en lo que respecta a la vida cotidiana. Para eso dependió siempre de alguien. Cuando Matilde empieza a decaer este puesto queda vacante. Jorge decide volver antes de sus vacaciones para hacerse cargo de la vida práctica de su padre. En la ruta choca y muere. Por eso la necesidad de incorporar alguien que lo ayude con estas cosas que, en alguna medida, es Elvira."
-¿Cuál fue el lugar de Elvira González Fraga en la vida de Sabato?
-Eso no lo puedo saber porque es una relación entre dos personas. La relación entre Ernesto y Elvira es una relación íntima. En qué consiste esa intimidad es tema de ellos. Ahora, es una relación con un Sabato a medias, en el momento final de su vida. Elvira aparece en la vida de los Sabato cuando Matilde aún vivía.
-¿Cuál diría que es el gran legado de Sabato, en lo personal, más allá de sus obras?
-Creo que Ernesto nos enseñó a buscar la verdad sin concesiones. El no creía en los cambios vertiginosos y definitivos, pero sí que cada uno entregue un poco para ayudar al otro a establecerse, crecer, vivir. Al margen de que desde el punto de vista de la obra literaria Sobre héroes y tumbas, El túnel y Abbadón son obras imprescindibles de leer. Pero el Sabato que acepta la Conadep, el muchachito que decide que el estalinismo y él no son compatibles, el hombre que en algún momento se llama a silencio, ése es el que importa.
Por María Fernanda Mugica
CURIOSIDADES, EL ESCRITOR Y ...
...la ciencia
Se recibió de doctor en Física en la Universidad de La Plata. Cuando abandonó la ciencia para dedicarse a escribir, Bernardo Houssay, ganador del premio Nobel y responsable de que lo contrataran como becario en el Laboratorio Joliot-Curie de Francia, le retiró el saludo.
...el cine
Amaba el séptimo arte y defendía ciertas comedias norteamericanas. Escribió en revistas especializadas y adaptó su novela El túnel para la gran pantalla, junto con León Klimovsky.
...la pintura
Desde muy chico se dedicó tanto a escribir como a pintar. Tras la muerte de su hijo hizo cuadros descriptos por Constenla como "desoladores".
...sus orígenes
De la investigación realizada por la biógrafa en Calabria, tierra desde donde emigraron los padres de Sabato, surgió la información, desconocida por el escritor, de que el apellido Sabato es de origen judío.
El Sabato que importa - lanacion.com
el dispensador dice:
¿qué has hecho de tu vida?,
confieso que he vivido...
¿qué has hecho de tu tiempo?,
he difundido sentimientos...
¿qué has hecho de tu aire?,
he respirado el legado de mi madre...
¿qué has hecho de tus ojos?,
he transcurrido sin antojos...
¿qué has hecho de tus gracias?,
he compartido las miradas...
¿qué has hecho de tus dones?,
he caminado entre canciones...
¿qué has hecho de tus oídos?,
alejarme de las vanidades y los odios...
¿qué has hecho de tus días?,
anduve construyendo la vida...
¿qué has hecho de tus afanes?,
descubrir la ciencia de mirar siempre hacia adelante...
¿qué has hecho de tus afectos?,
conservar únicamente los sinceros...
¿qué has hecho de tus huellas?,
las he obsequiado a los atentos...
¿qué has hecho de tu sombra?,
la he colocado como alfombra...
¿qué has hecho de tu talento?,
he sembrado muchos huertos...
¿qué has hecho de tus muertos?,
recordar que no hay destinos inciertos...
¿qué has hecho de tus pesares?,
enterrarlos según mi paso por los lares...
¿qué has hecho de tus letras?,
estamparlas entre estrellas...
¿qué has hecho de tu palabra?,
pronunciar sólo en labranza...
¿qué has hecho de tus sueños?,
compartir señales, signos, y sentimientos...
¿qué has hecho de tus ilusiones?,
nunca supe de pentagramas, sí de canciones...
entonces, sólo entonces,
¿qué has hecho de tu vida?,
he hecho culto a la gracia concedida,
no he traicionado mis convicciones,
ni tampoco mis días,
he caminado entre mis calmas,
llevando paz a otras almas,
algunas me han entendido,
pocas me han atendido,
la mayoría se ha olvidado,
que la paz interior es más que abrigo,
la he llevado conmigo,
paso a paso, sin caballo,
he andado entre trancos,
buscando horizontes perdidos,
pero debo confesar al momento,
que he prescindido del tiempo,
liberándome de ataduras,
que mastican otras dentaduras,
haciendo alarde de bondades,
que sólo ocultan vanidades,
de allí que me he despojado,
de los brillos del pasado,
uno debe seguir su senda,
diseñando propia huella,
quien vive sin escudo,
aquel que entierra sus lanzas,
camina hacia la eternidad,
ese sueño que te llama,
apenas naces casi olvidas,
que vale más el alma sin cuerpo,
que pasar la vida hablando de los muertos,
quien no construye a su paso,
ahogará los recados,
en la vida no hay pecados,
sólo circunstancias de obligados,
no hace falta andar de urgencias,
sólo el corazón sabe de querencias,
por eso cuando me preguntas qué he hecho,
una vez más debo confesar,
que he regalado techos,
para que otros sueñen mi caminar... Junio 05, 2011.-
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