Los traductores
Un mismo libro se vuelve otro ligeramente distinto en la imaginación de cada lector. Esa metamorfosis es más acentuada aún en cada traductor
Lo fundamental tiende a ser o a volverse invisible. Porque son fundamentales y porque su trabajo está en todas partes los traductores tienden a desvanecerse en la invisibilidad, y también porque cuando mejor hacen su oficio menos huellas quedan de él, hasta el punto de que parece que no hayan intervenido.
Notamos que una traducción “nos chirría” de una manera parecida a como notamos el chirrido en los cambios de marchas que hace un conductor atacado o inexperto. Salta una palabra rara, un giro que visiblemente pertenece a otra lengua, y solo en ese momento recapacitamos de verdad en el hecho de estar leyendo una traducción. Que pensemos casi exclusivamente en el traductor cuando intuimos que se ha equivocado es una prueba simultánea del valor de ese trabajo y del poco reconocimiento que suele recibir, más todavía en unos tiempos en los que los textos circulan por Internet sin la menor constancia de su origen y en los que algunas personas imaginan que no hay mucha diferencia entre un traductor automático y un corrector automático de ortografía.
Pero quizás siempre ha sido así. Yo reparé en que la mayor parte de los libros que leía habían sido traducidos por alguien casi tan tardíamente como en que las películas tenían un director. Llevo toda la vida agradeciendo el efecto que tuvieron sobre mi imaginación y mi vocación las novelas de Julio Verne —no me acostumbro a escribir Jules—, pero nunca he pensado en las personas casi siempre anónimas que las traducían, seguramente con muy escaso beneficio, para las editoriales Bruguera, Sopena o Molino. La primera vez que supe el nombre de uno de los traductores de Verne fue cuando en los años de avaricia lectora de la universidad encontré las nuevas traducciones de algunas de sus mejores novelas que Alianza encargó a Miguel Salabert, que también tradujo de nuevo por aquellos años La educación sentimental y Madame Bovary. Pero quién habría traducido para mí sin que yo lo supiera El conde de Montecristo, o el Diario de Daniel o Papillon o Sinuhé el egipcio, por no ponernos exquisitos en el recuento de lecturas, o aquellas páginas de La peste que me parecía adecuado llenar de frases subrayadas, quizás con la esperanza de que alguien (del sexo femenino preferiblemente) tomara nota admirativa de mi agudeza intelectual.
Un amigo editor y poeta muy querido y monstruosamente sabio me aseguraba hace poco que ha decidido dejar de leer traducciones, porque ha llegado a la convicción de que le compensa más concentrarse en las literaturas de lenguas que ya conoce. Como en su caso éstas incluyen, que yo sepa, el castellano, el catalán, el francés, el alemán, el italiano, el latín y el inglés, tengo la impresión de que mi amigo no es muy representativo. Los demás, en mayor o menor medida, necesitamos la mediación continua de los traductores, y es un indicio de nuestra creciente penuria intelectual que en estos tiempos de abaratamientos y recortes se note tanto la baja consideración del oficio, la poca recompensa que obtienen los mejores y la prisa o el descuido con que se dejan pasar traducciones mediocres o directamente inaceptables.
Curiosamente, también la mala traducción tiene sus admiradores, y su influencia literaria: cada vez más encuentra uno artículos de periódico e incluso páginas de novelas que están escritos como si fueran traducciones inexpertas del inglés, o incluso atroces doblajes de películas. Se ve que por los caminos de la ignorancia y el papanatismo estamos volviendo a los tiempos de mi adolescencia, cuando las estrellas del pop autóctono no tenían idea de inglés pero afectaban un acento americano al cantar en español.
Quien más depende del traductor, claro, es el escritor mismo. Eres en otra lengua exactamente lo que tu traductor haga de ti. En la mayor parte de los casos, y salvo ese amigo mío políglota que bien puede saber más lenguas de las que yo creo, o haber aprendido alguna más desde la última vez que hablé con él por teléfono (quizás tenga todavía más capacidad de hablar por teléfono que de aprender idiomas), uno está entregado de pies y manos: un día recibes un libro que debe de ser tuyo porque está tu nombre en la portada, y quizás tu foto en la solapa, pero eso que seguramente se parecerá mucho a lo que tú escribiste hace tiempo es del todo indescifrable, a veces tanto como si estuviera escrito en los caracteres de una antigua lengua extinguida. Hace falta un acto de fe: si uno sabe cuántas veces ha disfrutado, ha aprendido, se ha emocionado, leyendo traducciones del ruso o del japonés, o del hebreo, o del griego, cabe perfectamente la posibilidad de que ahora suceda el efecto inverso. Gracias al traductor ocurrirá un prodigio: lo que tú has escrito resonará en la conciencia de alguien en una lengua del todo ajena a ti, en lugares del mundo en los que no vas a estar nunca. Personas que te parecen tan ajenas como habitantes de la Luna resulta que son casi exactamente como tú. Puedo atestiguar que casi cada día, por ejemplo, Elvira Lindo recibe desde Irán cartas de lectores adolescentes y jóvenes que se han vuelto adictos a las aventuras de Manolito Gafotas en farsi. Lo más singular, sin dejar de serlo, resulta ser inteligible en casi cualquier parte. Algo se pierde siempre hasta en la mejor traducción, pero también se gana algo, o se fortalece algo, quizás el núcleo de universalidad que hay siempre en la literatura.
Durante un par de días, en Ámsterdam, he convivido con un grupo de traductores de mis libros: al holandés, al francés, al alemán. Algunos, de tanto trabajar conmigo durante años, ya eran amigos míos: Philippe Bataillon, Willi Zurbrüggen; a los demás los he ido conociendo estos días: Jacqueline Hulst, Ester van Buuren, Adri Boon, Erik Coenen, Frieda Kleinjan-van Braam, Tineke Hillegers-Zijlmans. Un mismo libro se vuelve otro ligeramente distinto en la imaginación de cada lector: pero esa multiplicación, esa metamorfosis, es más acentuada aún en el caso de cada traductor. El traductor es el lector máximo, el lector tan completo que acaba escribiendo palabra por palabra el libro que lee. Él o ella es quien detecta los errores y los descuidos que el autor no vio y los editores no corrigieron. Él se ve forzado a medir el peso y el sentido de cada palabra con mucho más escrúpulo que el novelista mismo. Willi Zurbrüggen utilizó un término musical para hablar de su trabajo: lo que más se parece a una traducción, sobre todo entre lenguas tan distintas como el español y el alemán, es la transcripción de una pieza musical.
Escuchaba hablar a estas personas, tan distintas entre sí, tan iguales en su devoción por el trabajo que hacen, y sentía gratitud y algo de remordimiento: una palabra que yo elegí por azar o instinto, una frase a la que dediqué tal vez unos minutos, les han podido causar horas o días de desvelo. Aprender sobre los límites de lo que puede ser traducido lo hace a uno más consciente de que también hay límites a lo que las palabras mismas pueden decir.
antoniomuñozmolina.es/
el dispensador dice:
cada lengua guarda su encanto,
cada palabra suena según su canto,
mientras los sentimientos conducen al llanto,
las emociones enaltecen lo santo,
nutriendo las geometrías de cada ángulo,
cada interpretación suma a un saldo,
que agrega valor al día,
creando sueño en cada ocaso...
puedes leer un escrito en su lengua original,
sin embargo su traducción nunca será igual,
ya que agregarán nuevos vientos,
al pensamiento en vendaval,
y cada reflexión sumará,
con la bendición de la idea,
cada ciclo se esconde en su era,
tanto como la creación lo desea...
la letra siempre permanece,
aún pereciendo se mantiene,
ya que ése es el sentido de las ideas,
sostenerse eterno ante cualquiera,
esperando la ecuación propicia del "quien sea",
no hay patente que sea verdadera,
porque los intereses condicionan las veredas,
de los conocimientos y sus escaleras...
la humanidad siempre está en espera,
que alguien encuentre promesas de abuela,
pero los tesoros están en sal muera,
el que los toma se calcina en la hoguera,
las vanidades siembran soberbias,
tanto como algunas letras no se encuentran en las hierbas,
de allí lo bueno de seguir la huella,
encontrar la sombra que el que antecede deja...
sugiero recorrer cada biblioteca,
paralelizando lenguas ante cada tema,
verás que hay fórmulas que no se añejan,
todos aquellos que niegan y se alejan,
más tarde en sus vergüenzas lloran y regresan,
mucho hay detrás de cada letra,
según se pronuncia amanece o se acuesta.
Octubre 01, 2012.-
las lenguas enriquecen el sentido de cada una de las palabras, agregándoles valores culturales intrínsecos a los mecanismos de cada grupo humano, incluyendo en ellos a los sentidos de sus sentimientos... de allí la importancia de hablar en "lenguas"... una capacidad que la humanidad ha olvidado, tanto como lo ha hecho con el pensamiento matemático... se razona sobre la irracionalidad y ello no hace otra cosa que restar sentido común, un sentido que se nutre de las geometrías del pensamiento en esferas, un sentido que que se alimenta de una química que el ser humano ha perdido entre vanidades y soberbias, comunes a las ciencias de las conveniencias.
Notamos que una traducción “nos chirría” de una manera parecida a como notamos el chirrido en los cambios de marchas que hace un conductor atacado o inexperto. Salta una palabra rara, un giro que visiblemente pertenece a otra lengua, y solo en ese momento recapacitamos de verdad en el hecho de estar leyendo una traducción. Que pensemos casi exclusivamente en el traductor cuando intuimos que se ha equivocado es una prueba simultánea del valor de ese trabajo y del poco reconocimiento que suele recibir, más todavía en unos tiempos en los que los textos circulan por Internet sin la menor constancia de su origen y en los que algunas personas imaginan que no hay mucha diferencia entre un traductor automático y un corrector automático de ortografía.
Pero quizás siempre ha sido así. Yo reparé en que la mayor parte de los libros que leía habían sido traducidos por alguien casi tan tardíamente como en que las películas tenían un director. Llevo toda la vida agradeciendo el efecto que tuvieron sobre mi imaginación y mi vocación las novelas de Julio Verne —no me acostumbro a escribir Jules—, pero nunca he pensado en las personas casi siempre anónimas que las traducían, seguramente con muy escaso beneficio, para las editoriales Bruguera, Sopena o Molino. La primera vez que supe el nombre de uno de los traductores de Verne fue cuando en los años de avaricia lectora de la universidad encontré las nuevas traducciones de algunas de sus mejores novelas que Alianza encargó a Miguel Salabert, que también tradujo de nuevo por aquellos años La educación sentimental y Madame Bovary. Pero quién habría traducido para mí sin que yo lo supiera El conde de Montecristo, o el Diario de Daniel o Papillon o Sinuhé el egipcio, por no ponernos exquisitos en el recuento de lecturas, o aquellas páginas de La peste que me parecía adecuado llenar de frases subrayadas, quizás con la esperanza de que alguien (del sexo femenino preferiblemente) tomara nota admirativa de mi agudeza intelectual.
Un amigo editor y poeta muy querido y monstruosamente sabio me aseguraba hace poco que ha decidido dejar de leer traducciones, porque ha llegado a la convicción de que le compensa más concentrarse en las literaturas de lenguas que ya conoce. Como en su caso éstas incluyen, que yo sepa, el castellano, el catalán, el francés, el alemán, el italiano, el latín y el inglés, tengo la impresión de que mi amigo no es muy representativo. Los demás, en mayor o menor medida, necesitamos la mediación continua de los traductores, y es un indicio de nuestra creciente penuria intelectual que en estos tiempos de abaratamientos y recortes se note tanto la baja consideración del oficio, la poca recompensa que obtienen los mejores y la prisa o el descuido con que se dejan pasar traducciones mediocres o directamente inaceptables.
Curiosamente, también la mala traducción tiene sus admiradores, y su influencia literaria: cada vez más encuentra uno artículos de periódico e incluso páginas de novelas que están escritos como si fueran traducciones inexpertas del inglés, o incluso atroces doblajes de películas. Se ve que por los caminos de la ignorancia y el papanatismo estamos volviendo a los tiempos de mi adolescencia, cuando las estrellas del pop autóctono no tenían idea de inglés pero afectaban un acento americano al cantar en español.
Un amigo editor y poeta me aseguraba que ha decidido dejar de leer traducciones, porque le compensa más concentrarse en las literaturas de lenguas que ya conoce.
Quien más depende del traductor, claro, es el escritor mismo. Eres en otra lengua exactamente lo que tu traductor haga de ti. En la mayor parte de los casos, y salvo ese amigo mío políglota que bien puede saber más lenguas de las que yo creo, o haber aprendido alguna más desde la última vez que hablé con él por teléfono (quizás tenga todavía más capacidad de hablar por teléfono que de aprender idiomas), uno está entregado de pies y manos: un día recibes un libro que debe de ser tuyo porque está tu nombre en la portada, y quizás tu foto en la solapa, pero eso que seguramente se parecerá mucho a lo que tú escribiste hace tiempo es del todo indescifrable, a veces tanto como si estuviera escrito en los caracteres de una antigua lengua extinguida. Hace falta un acto de fe: si uno sabe cuántas veces ha disfrutado, ha aprendido, se ha emocionado, leyendo traducciones del ruso o del japonés, o del hebreo, o del griego, cabe perfectamente la posibilidad de que ahora suceda el efecto inverso. Gracias al traductor ocurrirá un prodigio: lo que tú has escrito resonará en la conciencia de alguien en una lengua del todo ajena a ti, en lugares del mundo en los que no vas a estar nunca. Personas que te parecen tan ajenas como habitantes de la Luna resulta que son casi exactamente como tú. Puedo atestiguar que casi cada día, por ejemplo, Elvira Lindo recibe desde Irán cartas de lectores adolescentes y jóvenes que se han vuelto adictos a las aventuras de Manolito Gafotas en farsi. Lo más singular, sin dejar de serlo, resulta ser inteligible en casi cualquier parte. Algo se pierde siempre hasta en la mejor traducción, pero también se gana algo, o se fortalece algo, quizás el núcleo de universalidad que hay siempre en la literatura.
Durante un par de días, en Ámsterdam, he convivido con un grupo de traductores de mis libros: al holandés, al francés, al alemán. Algunos, de tanto trabajar conmigo durante años, ya eran amigos míos: Philippe Bataillon, Willi Zurbrüggen; a los demás los he ido conociendo estos días: Jacqueline Hulst, Ester van Buuren, Adri Boon, Erik Coenen, Frieda Kleinjan-van Braam, Tineke Hillegers-Zijlmans. Un mismo libro se vuelve otro ligeramente distinto en la imaginación de cada lector: pero esa multiplicación, esa metamorfosis, es más acentuada aún en el caso de cada traductor. El traductor es el lector máximo, el lector tan completo que acaba escribiendo palabra por palabra el libro que lee. Él o ella es quien detecta los errores y los descuidos que el autor no vio y los editores no corrigieron. Él se ve forzado a medir el peso y el sentido de cada palabra con mucho más escrúpulo que el novelista mismo. Willi Zurbrüggen utilizó un término musical para hablar de su trabajo: lo que más se parece a una traducción, sobre todo entre lenguas tan distintas como el español y el alemán, es la transcripción de una pieza musical.
Escuchaba hablar a estas personas, tan distintas entre sí, tan iguales en su devoción por el trabajo que hacen, y sentía gratitud y algo de remordimiento: una palabra que yo elegí por azar o instinto, una frase a la que dediqué tal vez unos minutos, les han podido causar horas o días de desvelo. Aprender sobre los límites de lo que puede ser traducido lo hace a uno más consciente de que también hay límites a lo que las palabras mismas pueden decir.
antoniomuñozmolina.es/
el dispensador dice:
cada lengua guarda su encanto,
cada palabra suena según su canto,
mientras los sentimientos conducen al llanto,
las emociones enaltecen lo santo,
nutriendo las geometrías de cada ángulo,
cada interpretación suma a un saldo,
que agrega valor al día,
creando sueño en cada ocaso...
puedes leer un escrito en su lengua original,
sin embargo su traducción nunca será igual,
ya que agregarán nuevos vientos,
al pensamiento en vendaval,
y cada reflexión sumará,
con la bendición de la idea,
cada ciclo se esconde en su era,
tanto como la creación lo desea...
la letra siempre permanece,
aún pereciendo se mantiene,
ya que ése es el sentido de las ideas,
sostenerse eterno ante cualquiera,
esperando la ecuación propicia del "quien sea",
no hay patente que sea verdadera,
porque los intereses condicionan las veredas,
de los conocimientos y sus escaleras...
la humanidad siempre está en espera,
que alguien encuentre promesas de abuela,
pero los tesoros están en sal muera,
el que los toma se calcina en la hoguera,
las vanidades siembran soberbias,
tanto como algunas letras no se encuentran en las hierbas,
de allí lo bueno de seguir la huella,
encontrar la sombra que el que antecede deja...
sugiero recorrer cada biblioteca,
paralelizando lenguas ante cada tema,
verás que hay fórmulas que no se añejan,
todos aquellos que niegan y se alejan,
más tarde en sus vergüenzas lloran y regresan,
mucho hay detrás de cada letra,
según se pronuncia amanece o se acuesta.
Octubre 01, 2012.-
las lenguas enriquecen el sentido de cada una de las palabras, agregándoles valores culturales intrínsecos a los mecanismos de cada grupo humano, incluyendo en ellos a los sentidos de sus sentimientos... de allí la importancia de hablar en "lenguas"... una capacidad que la humanidad ha olvidado, tanto como lo ha hecho con el pensamiento matemático... se razona sobre la irracionalidad y ello no hace otra cosa que restar sentido común, un sentido que se nutre de las geometrías del pensamiento en esferas, un sentido que que se alimenta de una química que el ser humano ha perdido entre vanidades y soberbias, comunes a las ciencias de las conveniencias.
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