IDA Y VUELTA
Los colores del mundo
El estadounidense William Eggleston mezcla con toda franqueza la ecuanimidad y la soberbia. Las únicas fotos que le gustan, dice, son las suyas
Fotografía de William Eggleston. © EGGLESTON ARTISTIC TRUST / DAVID ZWIRNER
Vistas en una galería y en su tamaño real las fotos de William Eggleston llegan como una cegadora bofetada, como golpes de color que lo dejan a uno con la sensación de ebriedad inmediata de un trago de licor en ayunas. La luz de mediodía y de calor extremo tiene sobre una foto de Eggleston el mismo efecto que sobre la chapa de esos coches modernos pero destartalados que le gustan tanto: calor húmedo del sur que reblandece el asfalto de los aparcamientos y exagera hasta una intensidad delirante los colores sintéticos de los coches, de las máquinas expendedoras de refrescos, de las mesas de formica de las cafeterías, de los botes de kétchup y de los azucareros metálicos dispuestos encima de ellas. El rojo de un tomate parece a punto de estallar en un chorro de color y de jugo. Eggleston prefiere revelar en formatos amplios sus negativos, y ese recurso técnico tiene el resultado de volver a su favor lo que podría ser una deficiencia, el exceso de grano muy visible en la superficie de la foto. A cierta distancia, en las reproducciones, en Internet, las fotos de Eggleston parecen brillar con una lisura de imágenes de pintura pop o hiperrealista, el esplendor prefabricado de los objetos y los espacios de consumo. Pero ese engaño se disipa en seguida. Más de cerca, se ve que esos lugares, esos coches grandes de colores magníficos, esas habitaciones de hotel y cafeterías y piscinas, en realidad están a un paso de la decrepitud o ya se hunden irreparablemente en ella, con el deterioro rápido de lo barato y lo mal hecho, lo que no podrá envejecer con nobleza y mejorar con el uso y el tiempo.
El mundo de Eggleston no es el de los cielos azul piscina de David Hockney, ni el de la celebración atolondrada de todas las imágenes y los objetos y las fantasías publicitarias de Andy Warhol. William Eggleston ha vivido y ha tomado sus fotos tan ajeno a la moda y a la celebridad cultural como si viviera en otro planeta. Cuando el MOMA le organizó una exposición en 1976, las críticas mezclaron la insolencia desdeñosa hacia el provinciano y la reprobación sin eximentes de su ruptura con las ortodoxias estéticas del momento. De la misma manera en que se había dictaminado en los años cincuenta que la pintura solo podía ser abstracta, también se estableció que la fotografía era inaceptable como arte si no se hacía en blanco y negro. William Eggleston pertenece a ese tipo de innovadores radicales que lo son más todavía porque no saben que lo son: en parte porque no han prestado mucha atención a las coacciones que los rodeaban, en parte por una tranquila fortaleza interior que los lleva a concentrar todas sus energías en hacer lo que quieren hacer. Cuando vino aquella vez en Nueva York un periodista le preguntó: “¿Y usted por qué hace fotos en color, Mr. Eggleston?”. Y él contestó: “Porque es en color como veo el mundo”.
En el magazine de The New York Times,Augusten Burroughs le dedicó un perfil memorable. El motivo era la exposición de fotos seleccionadas de su gran proyecto, The Democratic Forest, en la galería David Zwirner. En las fotos del reportaje, Eggleston aparece como un personaje de sí mismo, como si posara para uno de esos retratos de gente extraviada y errante del sur que ha hecho tantas veces. En una acera de Memphis, en un día de calor húmedo y nublado violáceo, William Eggleston está sentado con las piernas abiertas, con su traje negro de caballero calavera, con la corbata no sujeta por un nudo sino echada de cualquier modo alrededor del cuello. Dice Burroughs que le rodea un olor confuso de bourbon, de loción de afeitar y de tabaco. Accede con desgana a hablar de fotografía. “Las imágenes y las palabras son animales de especie distinta. No se gustan mucho entre sí”. Eggleston mezcla con toda franqueza la ecuanimidad y la soberbia. Las únicas fotos que le gustan, dice, son las que él hace. En su sentido asombroso de la composición hay una agudeza instantánea de pintor japonés. “No pienso de antemano en la foto que voy a hacer. Algo ocurre cuando llego allí y en una fracción de segundo la imagen emerge”. El orgullo no se rebaja a vanidad porque el fotógrafo sabe la parte decisiva que ocupa en su trabajo el azar. No dice que toma la imagen, o que la crea: emerge, como por sí misma, y él, con su cámara, es el testigo agradecido de esa aparición, no el autor que la produce.
El sur de Estados Unidos origina un tipo particular de artistas, muy anclados en su territorio, siempre con algo de desmesura, de furia, de comicidad y truculencia. Eggleston es tan del sur como Flannery O’Connor, William Faulkner, Eudora Welty (también, por cierto, una excelente fotógrafa). Lo extremo y lo desorbitado, lo atrasado del sur, desmienten la contención cultural anglosajona de la Costa Este y de California; el sur, enraizado en su propia materia, no rechaza de ningún modo la modernidad estética, pero se apodera de ella y la ejerce en sus propios términos. En Faulkner, en O’Connor, una sensibilidad cercana a lo que entre nosotros se llamaría despectivamente costumbrismo —el relato de vidas provincianas, de lo más recóndito de los mundos rurales— se expresa en formas radicales de escritura.
William Eggleston, que mira tan perceptivamente lo áspero y lo devastado de la realidad y cultiva un aire de torvo libertinaje a lo Johnny Cash, es al mismo tiempo, quizás sobre todo, un maestro de la delicadeza y la concisión. Apunta escenas que se quedan en el aire como argumentos de Flannery O’Connor. Usa el grano del papel fotográfico para dar una calidad táctil a las superficies: tocamos con la mirada una cortina en la brisa, la colcha bordada de una cama sobre la que alguien ha dejado sin colgar un teléfono. Parece que las cosas han estado siempre ahí, que solo hacía falta mirarlas. Lo excepcional es común. Dice Eggleston, con su transpiración de bourbon en el calor de la mañana de Memphis, dando una chupada a un cigarro: “Por todas partes veo fotos posibles”.
William Eggleston. ‘The Democratic Forest’. Galería David Zwirner. Nueva York. Hasta el 17 de diciembre.
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