jueves, 25 de enero de 2018

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De la revolución cubana a la revolución digital

La nueva generación de autores latinoamericanos ha cambiado la historia por la memoria, al dictador por el narco y el compromiso político por la conciencia de clase y de género

Foto de grupo de los integrantes de la lista Bogotá 39 de 2007.

Foto de grupo de los integrantes de la lista Bogotá 39 de 2007. 



EL MAPA NO ES EL TERRITORIO
Cualquiera que descubriera a Luis Cernuda en una selección de la generación del 27 o a Claudio Rodríguez en una del grupo de los 50, estará por siempre agradecido a las antologías. Cualquiera que sepa cómo hicieron las suyas —canónicas durante mucho tiempo— Gerardo Diego y J. M. Castellet, desconfiará de ellas. Lo mismo cabría decir, para el ámbito transatlántico, de obras como Laurel (1941) o Las ínsulas extrañas (2002). Una antología no es más que una propuesta de lectura, pero, inevitablemente, termina convirtiéndose en el borrador de la próxima historia de la literatura. En el escueto prólogo que abría la primera edición de Bogotá 39 (Ediciones B, 2007) se decía que no era “la más infalible y privilegiada lista de los mejores”. Es cierto, pero del buen olfato de aquella primera criba nace el crédito de la segunda, publicada en España por Galaxia Gutenberg. Su eficacia “histórica” habrá que juzgarla dentro de 10 años más por lo que incluye que por lo que deja fuera, aunque la tensión entre presencias y ausencias ya es inevitable: si hace una década quedaron excluidos autores tan destacados hoy como el mexicano Julián Herbert o la chilena Nona Fernández, ahora se echa de menos a dos autoras de las mismas nacionalidades como, respectivamente, Fernanda Melchor y Paulina Flores.
BOLAÑO, FUERA DEL RADAR
Puede que el mejor ejemplo actual sobre la falibilidad de las listas sea Roberto Bolaño: ninguna detectó durante años al autor más influyente de las letras recientes en español pese a vivir a unos kilómetros de Barcelona, la capital editorial del mundo hispano. Han tenido que pasar 60 años desde la publicación de Zama para que Antonio Di Benedetto, que sobrellevó su exilio en Madrid, encontrara por fin el lugar que merece. Es cierto que de la atención internacional que generaron los autores del boom también se beneficiaron maestros como Borges, Rulfo, Onetti o Carpentier, pero el relato canónico de la literatura nunca supo muy bien qué hacer con las mujeres y con los excéntricos, ya se tratara de Elena Garro, de Armonía Somers o de alguien decisivo para las generaciones posteriores como Manuel Puig. Una selección nunca es la selección, por eso, la historia por venir de la narrativa latinoamericana de hoy deberá tener en cuenta las dos antologías bogotanas y obras como McOndo (Mondadori, 1996), Líneas aéreas (Lengua de Trapo, 1999), la serie Pequeñas resistencias (Páginas de Espuma, 2003), Los mejores narradores jóvenes en español (Revista Granta, 2010) e iniciativas de la FIL de Guadalajara como Los 25 secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana (2011) o el impecablemente paritario (10 hombres, 10 mujeres) Ochenteros (2016). Subrayar los nombres que se repiten en casi todas sería una buena manera de empezar a dibujar un futuro canon.
EL WIFI LLEGA A MACONDO
En 1993 se publicó en Santiago de Chile una antología cuyo título —hoy tiernamente anacrónico— era una poética entera: Cuentos con walkman(Planeta). La editorial la presentó como el fruto de “una generación literaria que es postodo: posmodernismo, posyuppie, poscomunismo, posbabyboom, pos-capa de ozono. Aquí no hay realismo mágico, hay realismo virtual”. Preparada por Alberto Fuguet y Sergio Gómez, fue pionera de aquella “cuentos con walkman internacional” que ellos mismos lanzaron tres años después: McOndo. El título era otra provocadora forma de subrayar una modernidad opacada mundialmente por lo real maravilloso: los árboles de la selva no dejaban ver el bosque de rascacielos. Asimilada la provocación, la relectura del prólogo de esa antología arroja un diagnóstico que han terminado por confirmar los autores que siguieron. “El gran tema de la identidad latino­americana (¿quiénes somos?) pareció dejar paso al tema de la identidad personal (¿quién soy?)”. Prescindiendo de los “frescos sociales” y las “sagas colectivas”, los nuevos escritores se centraban en “realidades individuales y privadas”. Era una de las herencias, se decía, de la “fiebre privatizadora” de la globalización: “Si hace unos años la disyuntiva del escritor joven estaba entre tomar el lápiz o la carabina, ahora parece que lo más angustiante para escribir es elegir entre Windows 95 o Macintosh”.
“Nuestros padres tuvieron la revolución cubana; nosotros, la revolución digital”, dijo dos décadas más tarde en uno de los debates de Ochenteros el argentino Mauro Libertella, también incluido en Bogotá 39. Con solo 33 años, Libertella ya había escrito dos libros autobiográficos, nada raro en una generación que ha cambiado la historia por la memoria, al dictador por el narco y el compromiso político a la usanza de la Guerra Fría por la conciencia de clase y de género (ya no podrá escribirse la historia sin las mujeres). Una generación que ha hecho de la familia —con permiso de los barrios y de los videojuegos— el lugar de casi todos los conflictos. Una generación, en fin, en primera persona; la persona de las redes sociales.

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