ENTREVISTA
Recordar sin piedad, aunque sin saña
El escritor Jorge Martínez Reverte publica ‘Una infancia feliz en una España feroz’, un delicado recuerdo de su niñez, marcada por la posguerra
Madrid
Jorge Martínez Reverte (segundo por la izquierda) con unos amigos en una playa de Alicante. ÁLBUM FAMILIAR MARTÍNEZ REVERTE
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Este hombre, Jorge Martínez Reverte (Madrid, 1948), tiene un tesoro: el humor. Sufrió un ictus, que contó sin un lamento en un libro (Inútilmente guapo, 2015) donde explicaba la herida que marcó su vida como si ya fuera un recuerdo. Y ha seguido escribiendo (también en EL PAÍS) de lo que piensa y de lo que ve con una sonrisa agreste, a veces con un humor que rescata vetas del sarcasmo español que consagraron Jardiel, Mihura y Azcona.
Aquel libro en el que contó el ictus, cuyas secuelas arrastra, mostró a un hombre capaz de reírse hasta de su sombra. Y en este libro, que es casi tan delicado, sobre la infancia feliz en una familia herida por la posguerra feroz, solo se le quiebra la sonrisa al final, como si estuviera esperando él mismo que se diluyera la memoria del drama: “Mis padres no se dirigían la palabra”.
Una infancia feliz en una España feroz (Espasa) es la historia de Jorge entre hermanos felices con los que juega en casas humildes, tirando a acomodadas incluso cuando hay miseria en la caja. Está una tía tirana, que con su otra hermana vigiló cárceles de Franco; un padre periodista y pluriempleado —al que él y su hermano Javier dedicaron un libro, Soldado de poca fortuna (2001)—, cuyo sarcasmo no excluía la ternura, que pasó por la República y por la guerra, y por la División Azul, como si estuviera cada vez en un lugar distinto al que transitaba. Y están los numerosos hermanos y la madre dolida. La madre, la abuela, todo el mundo, vivía para que el padre no se sintiera molesto y pudiera ir y venir de los trabajos sin sobresalto para sus sagradas siestas.
A lo largo de esa infancia feliz, Jorge descubrió (con los suyos) las crueldades de la infancia, las riñas y las humillaciones, que a veces tenían que ver con la ferocidad de los curas, en colegios de los que, de todos modos, guarda algunos buenos recuerdos. En su casa del centro de Madrid, junto al ordenador, su cómplice, al lado de su hijo Mario (“mi traductor”, como dice), este hombre al que ni la enfermedad le robó el humor, que ya puso de manifiesto en Demasiado para Gálvez, el principio de una famosa saga iniciada en 1979, habla de su libro como un destilado de memoria cuya parte feroz es esa. “Las relaciones entre mis padres eran muy difíciles, y son muy difíciles de contar. ¡Nos usaban a nosotros para comunicarse, y lo hacían con una maestría increíble! Y a pesar de ello mantuvimos una fuerte unión. Si en España hubiera habido divorcio veinte o treinta años antes, habría sido buenísimo”.
—Un libro así reconcilia o perdona.
—Es un acto de reconciliación con todo. Con mi entorno, con mi familia y conmigo. Recordar, sin piedad, pero sin saña, es muy recomendable, porque obliga a mucho. Y hacerlo público obliga más, porque evita la tentación de no dar explicaciones de algunas cosas.
—Ha escrito dos libros dramáticos, el del ictus y este. ¿Cómo ha podido mantener el humor en ambos?
—No se puede vivir sin humor porque la vida a veces es muy cabrona. La única manera de sobrevivirla es el humor. Y eso lo aprendí de mi padre. Él impedía que me tomara en serio. Y cuando yo reclamaba que tenía razón en lo que decía o hacía, él exclamaba: “¡Razón, tienes demasiada razón!”.
El padre lo protegía de la realidad dura de los colegios, del miedo; el ambiente español de la posguerra los llevó a él y a los hermanos a creer que aquel era el mejor mundo posible. En el que Pepe Iglesias, El Zorro, el gran humorista argentino que aparecía en la cadena SER de su infancia, le educó “más que todos los escolapios juntos”. El padre, al contrario que algunos amigos que van a visitarlos, “no odiaba a los rojos”, y esa transigencia “fue crucial, porque pude empezar a ver en gente buena que sufría” las consecuencias de la guerra en el lado perdedor. “Él había luchado codo con codo con los rojos, no podía odiarlos. Toda la guerra la hizo con El Campesino [militar comunista] escuchaba con amor a Miguel Hernández en el frente… Estaba enamorado de Miguel y odiaba a Rafael Alberti. Después de la guerra se fue a la División Azul, a hacerse perdonar”. Pero nunca hablaba de la guerra en casa.
Aquella expresión, “mis padres no se dirigían la palabra”, el relato de la crueldad con los animales, que él mismo protagoniza, y lo que dice en una sobremesa Bibiana, una sirvienta extremeña, marcan el tiempo feroz del libro. Bibiana afirma, con visitas en la casa: “El día en que matamos a los ricos…”. Tras el estupor, el silencio. Bibiana jamás explicó qué pasó. Jorge fue a Extremadura a buscar los restos de la historia, pero cuando llegó al pueblo de Bibiana, ya quedaban allí solo flecos del drama que marcó la vida de los españoles que tienen la edad de Jorge Martínez Reverte.
—¿Y la España de ahora, es feliz o feroz?
—Es mucho mejor, pero despilfarra el talento.
—Y hay rotos. ¿Cuál le preocupa más?
—La vuelta a la intolerancia. Hay media España que sigue yendo a escuchar al cura.
En el libro hay una sola mala persona. Es una historia muchas veces triste que, sin embargo, se lee con una estimulante alegría. Misterios, como dice él, de querer contarlo.
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