Primera cita
No conozco a nadie que, al no poder comprar un día un libro o al no tener entrada para una película, lo deje por imposible
Sally Hawkins y Doug Jones, caracterizado como el monstruo, en 'La forma del agua', de Guillermo del Toro. FOTO DE PROMOCIÓN
Fuimos a ver Call Me by Your Name pero no quedaban entradas, algo que a mí me alegró y a ella le disgustó. Le dije que a mí me ponía muy contento no poder ver una película porque la sala está llena o no poder comprar un libro porque se ha agotado, ya que eso es bueno para el negocio de los cines y el negocio de las librerías; las dos cosas, junto a los periódicos y los programas del corazón, que a mí me han educado. Y no conozco a nadie que, al no poder comprar un libro o al no tener entrada para una película, lo deje por imposible.
Compramos entradas para La forma del agua, y cuando salimos del cine ella se puso a buscar un sitio agradable en el que poder cenar mientras yo trataba de explicarle que la genialidad de Guillermo del Toro consistía en haber creado una exótica forma humana cuya misión es ponerte tan caliente que cuando te dice que es un monstruo ya te da igual todo. Encontramos un sitio cerca de casa, y al lado de nuestra mesa había un hombre esperando. Al poco rato llegó una mujer, él se levantó y se dieron dos besos. Cenaron, bebieron bastante, y observé que no había entre ellos más gestos afectuosos que la expectativa de alguna mirada y alguna sonrisa en silencio, que es cuando pesan el doble.
Al terminar se fueron a la barra a pagar, pero les pusieron dos licores. Se quedaron allí bebiéndolos y acercándose más, entre risas, hasta que se besaron. En la boca, primero de golpe y luego más despacio, morreando a conciencia. Continuaron hablando después de ese beso como si nada hubiera pasado, que es como interrumpir la emisión para dar la noticia del fin del mundo y seguir después con el plenario del Congreso. Pero mientras él hablaba, ella le empezó a tocar la mano, le empezó a besar el cuello y a hacer todo lo que le apetecía hacer mientras cenaban pero no podía, ni él ni ella, porque la relación se había mantenido en la sugerencia, como algo que intuyes bajo el agua. Una amiga llama a ese impasse, a esa delicada tensión de dos amantes que aún no se dieron los permisos, “estar en lo tácito”.
Mi pareja lo había sobrepasado ya. Mi pareja se había dado un beso o dos, y ahora ya podían tocarse las yemas de los dedos y sacarse el pelo de la cara el uno al otro como aquel enamorado de Umberto Eco que estaba en una orgía, se enamoró de la persona con la que hacía el amor y le preguntó, lleno de pudor, si al acabar podía tomar un café con ella.
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