OPINIÓN
Entre cañas y barro
Blasco merece mucho más que una riña entre los empeñados en que Valencia elija un pasado a su gusto
A la muerte de Blasco Ibáñez, en 1928, Ernesto Giménez Caballero se preguntaba en La Gaceta Literaria qué hacer con la posteridad de un escritor popular, famoso y millonario que, sin embargo, no llevaba el camino de incorporarse al Parnaso más respetable de las letras nacionales. Recordaba que, aún en plena actividad, le pasaba lo mismo a Wenceslao Fernández Flórez: el número de ventas y admiradores abultaba mucho más que los síntomas de consagración. Uno y otro lo supieron muy bien… Finalizado su ciclo de novelas valencianas, Blasco quiso demostrar que era capaz de escribir novelas históricas, relatos proletarios tan buenos como los de Baroja (La horda), novelas de artistas (La maja desnuda)… Fernández Flórez se amargó la vida sin entender por qué lo ácido de sus ideas y lo ambicioso de sus temas no le sacaban del calificativo de humorista para lectores de escasas ambiciones.
La mayoría de los países son más agradecidos con la memoria de sus escritores populares. Alguna vez se les reedita, se escriben monografías serias y críticas sobre ellos, tienen asegurado un culto menor que nadie les discute. Blasco es algo más que una ficha de ese archivo literario. Su paso por la política hizo del blasquismo una suerte de religión política que se llevaba de calle las elecciones en la Valencia de 1900. Era un movimiento de clases medias y menestrales urbanas y rurales que miraban con aprensión los socialistas, pero que impuso sus fetiches: el anticlericalismo, el culto de Émile Zola, la lectura de El Pueblo, que se convirtió en uno de los periódicos más importantes del país. Cuando Blasco se cansó de la política —y la política también de él— fue fundador de colonias agrarias en Argentina (Cervantes y Nueva Valencia las llamó), que acabaron bastante mal. Pero se repuso enseguida y al calor de la guerra europea volvió a tomar el puesto de mando: hubo aliadófilos más sesudos que él, pero ninguno convirtió en un saneado negocio las entregas de una Historia de la guerra europea y escribió un trío de best-sellers —Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Mare Nostrum y Los enemigos de la mujer— que le abrieron las puertas de Hollywood (todavía en 1962, Vincente Minnelli convirtió el remake de la primera en uno de sus últimos grandes cinemascopes).
Por la notoriedad, Blasco se peleaba hasta con su sombra: se había batido en duelo con Rodrigo Soriano, su primer escudero político y luego su feroz enemigo (Blasco logró que nadie se acuerde ya de él, lo que tiene bastante de injusto). Y ya al final de su vida repudió la dictadura de Primo de Rivera y se exilió en Menton (Francia). Un corifeo periodístico del dictador, José María Carretero Novillo, El Caballero Audaz, escribió su biografía y la tituló El novelista que vendió a su patria. Pero él se había adelantado: en 1921 asalarió al hispanista francés Camille Pitollet para que escribiera Blasco Ibáñez. Ses romans et le roman de sa vie(1921), pero el autor era poco de fiar y acabó contando la historia del encargo. Para entonces, su obsesión —como un D’Annunzio menos escenográfico— era la ubicuidad y la monumentalidad: su villa de Menton tenía un Jardín de los Novelistas, con bustos de Cervantes, Dickens y Balzac, sus pares; en 1924, publicó La vuelta al mundo de un novelista, que era el relato de la gesta de un Magallanes literario.
Blasco merece mucho más que una riña entre los empeñados en que Valencia elija un pasado a su gusto, en vez de asumir con lucidez y decisión el único que tiene: tan rico, mestizo y contradictorio, tan decepcionante y estimulante como casi todos.
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