sábado, 28 de enero de 2017

ESCENARIOS DE ALGODÓN || El desierto de los sentimientos | Babelia | EL PAÍS

El desierto de los sentimientos | Babelia | EL PAÍS

El desierto de los sentimientos

'En la soledad de los campos de algodón', de Koltès, vuelve a la escena, en Barcelona

Representación de 'En la soledad de los campos de algodón' en el TNC.



Representación de 'En la soledad de los campos de algodón' en el TNC. 



Vuelve la voz inconfundible de Bernard-Marie Koltès, como un cometa que cruza de nuevo, con este texto tan bello como su título, En la soledad de los campos de algodón, por primera vez en el Teatre Nacional de Catalunya (TNC), en versión catalana de Sergi Belbel. Andreu Benito es el dealer e Ivan Benet el cliente, a las órdenes de Joan Ollé. Dos hombres cara a cara, tentándose, justo antes del enfrentamiento. La primera pregunta suele ser: ¿por qué esa alta retórica, entre Racine y Marivaux (y Genet, que ya abrió esa puerta ceremonial), en una pieza contemporánea? Posible respuesta, en boca de Chéreau, que la dirigió tres veces: “Hay que avanzar disfrazado por el desierto de los sentimientos”. Retórica helada para cubrir, quizás, una ardiente zarza de deseos. O su ausencia. O el miedo al dolor de ser rechazado. En su primera versión (Nanterre, 1987), Isaak de Bankolé, el dealer, era como aquel gigante vudú de ojos fríos que aparecía en un cruce de caminos en Yo anduve con un zombie, de Tourneur. Dos años después, en Aviñón, Chéreau lo interpretó como un zorro astuto y turbio.
Hay en el texto un pasaje lorquiano hasta el tuétano, palpitante de dolor y nada, culminado por un sollozo irremediable
Andreu Benito me recuerda a Brando en El último tango en París, cuando bajaba a la calle para aullar bajo el puente del périphérique porque ya no podía más. Un hombre inquietante y frágil, de ojos húmedos y tristes. Nunca acaba de quedar claro si ofrece o pide fingiendo ofrecer. Tiene algo de figura paterna, sobre todo al verle junto a Ivan Benet. Hay una dulzura fatigada en la sinuosidad de su discurso. Hay también amenaza, pero más que dealer parece otro cliente perdido en la noche: quizás, ya digo, sea ese el juego del personaje o su verdad profunda. Benito hipnotiza con su calma y su hermosa voz grave, pero diría que en algunos pasajes está un poco forzada hacia lo alto, como si le faltara aire, como si ese magma de palabras aún no se hubiera adensado del todo.
Laurent Malet interpretó al cliente como un punkie electrizado por el miedo, y luego Pascal Greggory fue un dandi melancólico y terminal.
Ivan Benet es una fiera. Tiene la mirada de un iracundo dios hindú y exhala un vigor verbal claro y brioso, moviéndose al ritmo de su cuerpo, un cimbreo de bailaor gitano. A la salida alguien me dijo que era una obra oscura. Respondí que el deseo tiende a serlo. Un cliente que quizás ya no desea nada o no sabe cómo pedirlo, un dealer exhausto que tal vez no tenga mercancía que vender. Más preguntas: ¿por qué no escapa el cliente? Quiere quitarse de encima al dealer,dice que está de paso, pero sigue allí. ¿Hay una sola voz, un desdoblamiento? ¿La voz que quiere tocar una mano en la noche, la voz que quiere escapar pero es retenida?
El suelo no para de moverse bajo sus pies, los nuestros. Sebastià Brosa ha plasmado brillantemente ese concepto, en la línea de otro montaje de Chéreau: la balsa de I am the wind. Aquí el escenario hace pensar en la cubierta de un carguero agitado por el oleaje de un mar invisible. Y arriba, el cielo como un espejo oxidado que desciende a la manera del techo carcelario de Estricta vigilancia, de Genet.
¿Es una historia homosexual? No estoy seguro. No necesariamente, pero el sexo está ahí
Vuelvo al texto. ¿Es una historia homosexual? No estoy seguro. No necesariamente, pero el sexo está ahí. Y la muerte, quizás. La inmolación, como Jerry en la Historia del zoo, de Albee. Dice el dealer, en frase reveladora: “Ha venido hasta aquí, entre la hostilidad de los hombres y los animales rabiosos, sin buscar nada tangible, como quien quiere que le asesinen a saber por qué oscuro motivo…”. El texto me lleva a Lorca, quizás como nunca antes. Al destello nocturno del Diálogo del amargo: la naturaleza del cuchillo. Y a la danza eternamente esquiva de Pámpanos y Cascabeles en El público, como me recordaba Ollé. Hay en En la soledad de los campos de algodón un pasaje lorquiano hasta el tuétano, palpitante de dolor y nada, culminado por un sollozo irremediable. Dice el cliente: “Intente atraparme: no lo logrará. Intente herirme, y cuando brote la sangre será por ambos lados, y la sangre nos unirá como dos indios a la vera del fuego, intercambiando su sangre entre animales salvajes. No hay amor, no hay amor”. Tres veces sangre, dos veces vacío. ¿Quién gana?
Excelente montaje, con algunos gestos redundantes: el cliente girando (brevemente) en torno al dealer, como si las frases no girasen lo bastante. Y algunos gritos innecesarios en el tercio final, quizás para cubrir los ruidos de la maquinaria. Celebren el ardor de Koltès, tan necesario.
Les propongo también otro viaje, otro paisaje: L’hostalera, de Goldoni, en la cripta de la Biblioteca de Catalunya. Brisa italiana, manteles a cuadros, feliz música de los cincuenta, rigatoni en el intermedio, y la gracia y el encanto de Laura Aubert, David Verdaguer, Júlia Barceló, Javier Beltrán, Jordi Oriol, Alba Pujol y Marc Rodríguez. Al espec­táculo de Pau Carrió aún le falta algún ajuste de ritmo, pero eso es cuestión de días. Una fiesta, una auténtica delicia, con llenos diarios. En breve se lo cuento.
En la solitud dels camps de cotó, de Bernard-Marie Koltès. TNC (Barcelona). Director: Joan Ollé. Intérpretes: Andreu Benito, Ivan Benet. Hasta el 19 de febrero.

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