Una tierra sin caminos es una tierra de caminos infinitos. Y Tiris lo es, pero si tenemos que unir esa infinidad de senderos con un punto, ese punto es Leyuad. Y por Leyuad pasó nuestro camino en 1999, cuando recorría el Tiris en compañía de Limam Boisha, protegidos ambos por Habub Sidi Alí, que conocía cada piedra de aquella mítica región, cada galb, cada habitante de la badía.
Quince años después, una noche de marzo, buscábamos Leyuad un grupo de locos, armados con un par de cámaras y unos pocos micrófonos, focos hechos con bandejas de poliespán y leds en rollo, y no mucha comida. Engullidos por la noche, los conductores, expertos, no encontraban el valle. Cada pocos kilómetros detenían sus toyotas, se reunían en círculo, y discutían acerca de la silueta de los galabba cercanos, la situación de las estrella en el cielo, y la experiencia de viajes pasados. Nosotros, poetas y cineastas, esperábamos. Hasta que alguno vio que no muy lejos, hacia el Este, luces azules brincaban y se acercaban, centelleantes. Cuando las señalamos, el círculo de conductores/pastores se deshizo violentamente, al grito de ¡Que vienen! O estábamos muy cerca, o habíamos traspasado el muro de la vergüenza y el olvido. Literalmente, salimos pitando de allí, hasta que minutos después un grito fue corriendo de coche en coche: ¡Leyuad, Leyuad! Habíamos llegado, impulsados por las luces azules y el azar. O un prodigio más de los genios del desierto que habitan Leyuad desde antes de que así se llamara. Esta vez, hasta los mismos genios fueron bondadosos con sus visitantes.
Porque el valle fue bautizado con ese nombre, “Los generosos”, por los poetas clásicos antiguos del Sáhara para derrotar a los genios que lo habitaban, transmutaban la realidad, violaban la paz de su insólito paisaje de piedra y arena, molestaban al ganado y perturbaban a sus pastores nómadas.
Desde aquel primer viaje de 1999, que Limam y yo contamos en “La zancada del deyar”, soñábamos con ayudar en el parto de una generación de cineastas saharauis capaz de llevar su cultura hasta cualquier rincón del mundo, a través de la pantalla. Y la oportunidad apareció con la creación de la Escuela de Cine Abidin Kaid Saleh, de la mano de Pepe Taboada, Carlos Cristóbal, Omar Ahmed (Canario), y el Ministerio de Cultura de Jadiya Hamdi. En ella destacaba un joven, Brahim Chagaf, que con el asombroso presupuesto de cien euros, había logrado realizar la primera película auténticamente saharaui: Patria dividida. Sin él, una película sobre Leyuad sería imposible, o no sería auténtica. La primera idea, compartida con el propio Brahim y Omar Canario, era muy atrevida: “Las siete noches de Leyuad”, en la que un grupo de poetas de ambos sexos hablaran en torno a una hoguera de los genios del desierto, de sus prodigios y maldades, de sucesos sobrenaturales, de tradiciones, historias y poesías que se refirieran a ellos. La película no podía ser rodada más que allí, a la sombra de los montes de Leyuad.
Tengo que retroceder de nuevo quince años, mejor veinte. Al Sáhara me llevaron José Agustín Goytisolo y el grupo de intelectuales (Javier Reverte, Caballero Bonald, Fanny Rubio, Angel Alda y otros) que viajaron en 1981 a los campamentos, en plena guerra. Los poemas de Goytisolo sobre el pueblo saharaui, su inolvidable texto para el disco “Polisario vencerá”, me señalaron la dirección de los caminos del sur. Pero también me fascinó, algo después, el retrato que un día hizo el escritor gallego Manuel Rivas de un poeta saharaui: Badi Mohamed Salem. El más grande, el eslabón que une a las nuevas generaciones con la tradición de la poesía oral en hasanía, la poesía del desierto.
La película iba a ser un viaje, que rodaríamos sin guión, mezclando la realidad de los personajes vivos, Badi incluido, con la ficción. Una ficción muy frágil, porque todos los poetas saharauis, los que escriben en hasanía y los que lo hacen en castellano, tienen en Leyuad el vértice de su inspiración. Viajar hasta allí, recorrer los 1000 kilómetros de un desierto sin carreteras, era tan natural para ellos como extraordinario para nosotros. Y la ausencia de guión hizo que la película creciera dentro de sí misma. Empezamos yendo con los poetas seleccionados, Sidi Brahim Uld Shdur, Bunana Buseify el filósofo Selma Brahim Belga (no pudimos conseguir una mujer poeta, aunque lo intentamos hasta el último minuto), a pedir el consejo de Badi en su jaima de Smara, cuya salud le impedía viajar con nosotros. Y nos acompañaba también Limam Boisha, que se enroló a última hora cuando confesó que necesitaba ese viaje, porque se había quedado “seco del Sáhara” en su exilio vallecano.
Y esa incorporación cambió definitivamente el curso de la película, porque Limam se convirtió en el eje, en el deseo de entender sus propias raíces, de llegar al fondo del pozo de los versos, de recuperar el rumbo perdido. Leyuad es la historia de un viaje, narrado por el conductor y amante de la poesía Hamida Abdulláh, y escuchado con la poesía a flor de piel por Limam Boisha.
Pero una película sin guión se convierte en un rompecabezas para la sala de montaje. Inés Aparicio, asturiana y saharaui a casi partes iguales, viajó con nosotros como cámara. Pero en la sala de montaje se agigantó, y junto con Brahim Chagaf pasó más de mil doscientas horas convirtiendo aquel caos, preciosamente fotografiado, pero desarticulado, en una película, en una historia, en un viaje al pozo delos versos. Y por eso se convirtió también en directora: por justicia.
Brahim Chagaf, Inés Aparicio y Gonzalo Moure sostienen La camella blanca, el máximo galardón del Fisahara
Leyuad ha hecho un camino de festivales por todo el mundo, ha sido seleccionada oficialmente en muchos, y entre los tres que ha ganado está el más importante para nosotros, el FISAHARA 2016, uniéndose así a películas admirables, como Legna, habla el verso saharaui. Y eso queremos, eso queríamos: que Leyuad fuera un vaso más en el río imparable de la cultura saharaui, pero a la vez un ladrillo más en el edificio de una cinematografía saharaui que muestre al mundo su verdad histórica.
Ahora estrenamos en A Coruña (Viernes 27, 20, 30, Sala del CGAI, en Durán Loriga, 10) para mostrar al mundo que la cultura saharaui no seguirá eternamente encerrada en el dolor del exilio, ni en el recuerdo de sus muertos y sus presos, sino que también puede cantar a la vida, al paisaje, a la hierba que crece junto a un pozo, como crece también la poesía. Y como padrino, porque también es de justicia, oficiará Manuel Rivas, el espléndido y generoso escritor gallego que me “regaló” la inmensa figura del Badi, y cuyo lema es “Contra a indiferenza, sempre!”
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