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Repensar el cerebro
Las disciplinas humanísticas y sociales se unen a la tecnología para servir a la neurociencia. Un alud de libros certifica los avances en la materia
La neurociencia es una disciplina muy reciente, pero con una gran tradición. A Torsten N. Wiesel le gusta utilizar antítesis como esta cuando quiere enfatizar un mensaje. Que tiene una gran tradición es obvio, ya que el hombre lleva milenios preguntándose, con desigual fortuna, eso sí, por la naturaleza de nuestros sentimientos, percepciones y acciones. Hace ya más de 2.000 años Aristóteles postulaba que nuestros pensamientos requieren de la generación de representaciones internas del mundo exterior; y en ese proceso llegó incluso a distinguir correctamente entre sensación (la imagen que el mundo proyecta sobre nuestras retinas, por ejemplo) y percepción (la interpretación subjetiva que damos a ese estímulo visual), y cómo esta interpretación llevará finalmente al reconocimiento de los elementos presentes en esa imagen, al recuerdo de todo lo que hemos aprendido relacionado con ellos y, llegado el caso, a la formación de nuevas memorias. Pese a pesar de su clarividencia, creía que el corazón y no el cerebro era la sede de todas las sensaciones, pasiones e inteligencia. Curioso.
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Que es una ciencia moderna es también evidente, ya que nace a finales del siglo XIX, principios del XX, con los pioneros trabajos de Ramón y Cajal sobre la estructura y función del sistema nervioso del hombre y los vertebrados. Esta juventud ha posibilitado que desde el principio sea una ciencia de carácter marcadamente multidisciplinar, sobre todo si la comparamos con otras ciencias biomédicas. El descubrimiento de la naturaleza eléctrica del impulso nervioso, las técnicas de registro que han permitido desentrañar las bases moleculares de la comunicación neuronal, la acción específica de distintos neurotransmisores —cuya disfunción subyace a tantas enfermedades neurológicas (párkinson, esquizofrenia, incluso alzhéimer)—, el conocimiento que nos ha permitido diseñar y probar nuevos fármacos para paliar sus efectos, la estructura dinámica de los distintos circuitos cerebrales y su papel en el aprendizaje y la memoria…, los avances más significativos en este campo se han producido todos al combinar conocimientos o técnicas propios de varias disciplinas, como la física, la matemática, la bioquímica o la biología.
El conocimiento acumulado sobre
nuestro encéfalo
no garantiza
que esa representación sea posible
nuestro encéfalo
no garantiza
que esa representación sea posible
En ese sentido, estamos viviendo un momento crucial para la neurociencia. En 2013 se lanzaron dos ambiciosos proyectos que pretenden aprovechar el potencial creado en nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones para avanzar en la investigación en neurociencias. En Europa, el Proyecto Cerebro Humano(HBP, por sus siglas en inglés) pretende crear una simulación lo más precisa posible de un cerebro humano, incluyendo desde aspectos cognitivos de alto rango —como la consciencia— hasta los más básicos detalles moleculares, con la intención de que funcione como una infraestructura de investigación científica de vanguardia para la exploración de nuestro encéfalo, la neurociencia cognitiva y la computación bioinspirada.
Este proyecto europeo generó una réplica en Estados Unidos, curiosamente de la mano de un investigador español, Rafael Yuste, profesor en la Universidad de Columbia en Nueva York, que busca desarrollar y aplicar tecnologías innovadoras para crear una imagen (simulación, a fin de cuentas) del cerebro humano en acción. Desde entonces se han puesto en marcha otros proyectos similares en Japón, China y Canadá. Estas iniciativas tienen, en principio, tanto potencial que han comprometido una buena parte del presupuesto mundial en investigación en cerebro para los próximos 10 años. A fin de cuentas, como decía el gran físico americano Richard Feynman, “lo que no puedo crear, no lo entiendo”.
Deberíamos, sin embargo, tomar estas iniciativas con cierta cautela. Por una parte, el conocimiento acumulado hasta ahora sobre la estructura funcional de nuestro encéfalo no es suficiente para garantizar que esa simulación sea posible. En sí mismo, esto no es un problema; la falta de conocimiento sobre la geografía de la Tierra no detuvo a Colón y, aunque su empresa no terminó exactamente donde él pretendía, sí cambió para siempre el curso de la historia. Pero es que ni siquiera está claro que esa sea la mejor aproximación para llegar a entender cómo funciona el encéfalo humano. El filósofo americano Alva Noë escribía hace poco a ese respecto que “es poco probable que pudiéramos entender la dinámica de vuelo de un grupo de pájaros mediante la simulación detallada de las propiedades de las plumas o reproduciendo exactamente lo que sucede dentro de cada una de las aves”.
En la (neuro)ciencia actual, me temo, se está delegando en los avances tecnológicos el papel de la deducción. Desarrollamos cada vez más complejas técnicas experimentales con la esperanza de que nos den todas las respuestas, aun sin saber exactamente cuáles son las preguntas. David Marr decía que “para entender cómo vemos, debemos pensar en lo que hace un animal cuando ve”. ¿Para qué sirve la visión? Sólo cuando respondamos a esta pregunta —no es tan fácil como parece— podremos plantearnos esta: ¿cómo podría la naturaleza dar lugar a un animal con un cerebro capaz de realizar esta función? Por suerte, la solución es sencilla; no tengo ninguna duda de que el futuro de la neurociencia está en la matemática y la computación, pero sin descuidar su asociación con otras disciplinas.
Desarrollamos complejas técnicas con la esperanza de que nos den las respuestas aun sin saber las preguntas
El conocimiento, demasiado a menudo, se clasifica en compartimentos estancos: medicina, ciencias biológicas y sociales, humanidades, negocios, derecho, artes… De este maremágnum de disciplinas, la neurociencia surge como un tema específico común a la mayoría de ellas. Durante siglos, el funcionamiento del cerebro, nuestra capacidad de comprender e interactuar con el mundo que nos rodea, nuestra memoria individual y colectiva, han sido temas de interés para los escritores, filósofos y artistas.
Las descripciones (literarias y filosóficas) de nuestras capacidades de memoria que nos dejaron Platón o, más recientemente, Borges están convergiendo con los descubrimientos científicos más actuales y ofreciendo una oportunidad única para salvar la brecha entre estos dos métodos radicalmente diferentes de entender la realidad. ¿Cómo? Combinando las metodologías de las disciplinas humanísticas tradicionales (la historia, la filosofía, la lingüística, la literatura, el arte, la arqueología, la música, los estudios culturales) y de las ciencias sociales (la economía, la psicología) con nuevas herramientas proporcionadas por la neurociencia y las ciencias de la computación, las matemáticas y la física. Para hacernos las preguntas correctas es imperativo que reconstruyamos los viejos puentes entre las dos culturas, algo que solo la neurociencia puede hacer.
Luis M. Martínez es miembro del Instituto de Neurociencias de Alicante (centro mixto del CSIC y la Universidad Miguel Hernández).
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