LIBROS
Sombras de bulto bello
Simbad sería hoy refugiado, y Rastignac banquero 'offshore'. Una reflexión sobre la perenne actualidad de los personajes literarios
Fotograma de 'Alicia en el país de las maravillas' (2010), de Tim Burton.
Las guías de turismo ofrecen recorridos de los arduos caminos de Ulises y del Quijote. Vetustos edificios albergan la alcoba de Desdémona y el balcón de Julieta. Una aldea colombiana dice ser el verdadero Macondo de Aureliano Buendía y la isla de Juan Fernández se ufana de haber recibido hace siglos a aquel singular colonialista, Robinson Crusoe. Durante años, la oficina de correos británica debía ocuparse de la correspondencia destinada al señor Sherlock Holmes de 221B Baker Street, mientras que el desalmado Charles Dickens recibía un sinfín de cartas injuriosas por hacer morir a la pequeña Nell en una de las últimas entregas de La tienda de antigüedades. La biología nos afirma que somos descendientes de seres de carne y hueso, pero, íntimamente, nos sabemos hijos del sueño, del papel y de la tinta. Hace varios siglos, Luis de Góngora los definió así: “El sueño, autor de representaciones, / en su teatro sobre el viento armado, / sombras suele vestir de bulto bello”.
Por cierto, los lectores del mundo entero dicen venerar las sombras de Cervantes y Shakespeare, pero éstas, inmortalizadas en retratos imaginarios y solemnes, son menos tangibles que las de sus inmortales criaturas. Conocemos las complejas pasiones de Dido y de Eneas mucho mejor que las intimidades del señor Virgilio, a menos que estas últimas nos hayan sido reveladas por un Dante o un Hermann Broch. Los lectores lo hemos sabido desde siempre: los sueños de la ficción engendran las verdades de nuestro mundo.
La ficción, cuya forma escrita fue inventada por algún secreto antepasado nuestro hace más de 5.000 años en un lejano desierto, posee al menos dos características extraordinarias. La primera es aquella que nos permite transmitir, de manera inmediata y con la menor ambigüedad posible, una cierta información práctica y precisa. La segunda es, paradójicamente, casi el reverso de la primera: una vasta ambigüedad que no limita a una sola interpretación la información recibida. Al contrario. Esta ambigüedad nos permite transmitir, en la historia del Swann de Proust, la angustia de saber que ningún conocimiento del pasado es suficiente, que la fuerza de la juventud no dura más que un instante, que toda elección comporta una pérdida y, sobre todo, que ese mismo lenguaje que cuenta la memorable historia no podrá contar nunca la plenitud de esa historia. Esta segunda característica del lenguaje requiere, en quien lo desentraña, lo escucha o lo lee, un misterioso arte que podemos llamar lectura profunda y que nos permite reconocer, en los personajes que amamos, nuestras propias identidades.
Enracimados en su historia, los personajes de ficción no se contentan, sin embargo, con los límites que las cubiertas de un libro les imponen, por breve que sea su espacio. Hamlet nace ya hombrecito en los almenajes de Elsinore y fallece entre un cúmulo de cadáveres en una de las lúgubres salas del castillo, pero generaciones de lectores han rescatado los eventos de su infancia freudiana y sus sucesivas e inauditas transformaciones políticas. Así Hamlet se ha convertido en paladín del Tercer Reich, en héroe de los existencialistas, en hermano gemelo de Edipo. Cada personaje se expande dentro de la inmortalidad que le hemos concedido. Pulgarcito ha crecido, Elena se ha vuelto una anciana desdentada, Rastignac trabaja en un banco offshore, Artemio Cruz ha plantado pica en otros países de América Latina, Simbad vive en una casucha de refugiados en la playa de Lampedusa, Kim ha sido reclutado por el Ministerio de Asuntos Exteriores británico y la Princesse de Clèves se ha visto obligada a hacer la cola en una oficina de empleo. A diferencia de sus lectores, sin embargo, que envejecen y nunca vuelven a ser jóvenes, los personajes imaginarios son, al mismo tiempo, quienes fueron cuando los leímos por primera vez, y también el fruto de nuestras nuevas lecturas. Todo personaje se reconoce en Proteo, aquel dios del mar a quien Neptuno concedió el poder de transformarse en cualquiera de las formas del universo.
Los amigos virtuales no son los que nos acompañan en la soledad. Si somos lectores no son los habitantes de Facebook quienes nos consuelan
No todos los personajes de la literatura son los compañeros de todo lector; sólo los que más queremos nos siguen a lo largo de la vida. En mi caso, no siento los problemas de Renzo y Lucia, de Mathilde de la Mole y de Julien Sorel como míos; me sé más cerca del Capitán Nemo y del melancólico Monsieur Teste. Mis amigos más íntimos son otros: el Hombre Que Fue Jueves me ayuda a sobrevivir el absurdo de cada día de la semana; Príamo me enseña a llorar la muerte de amigos más jóvenes y Aquiles la de mis queridos mayores; Caperucita y Dante me guían a través de los oscuros bosques del medio del camino de esta vida; ese amigo de Sancho, el exilado Ricote, me permite entender algo de la miserable suerte de los refugiados. ¡Y hay tantos otros!
Las nuevas tecnologías nos proponen la amistad constante de cientos de miles de seres que pueden ser (o tal vez no) inventados. Estas volátiles relaciones, nos dicen las grandes compañías mercantiles, deben bastarnos para ser felices. Sin embargo, a pesar de su poderosa insistencia, estos amigos virtuales no son los que nos acompañan en nuestras soledades. Podemos intercambiar con ellos patéticas nimiedades, pero, si somos lectores, no son los habitantes de Facebook quienes nos esclarecen y advierten y consuelan.
En la lejana infancia de mi generación, mis compañeros de juego fueron Alicia y Pinocho, Sandokán y Fantomas; es más probable que a los niños lectores de hoy los acompañen Harry Potter y los monstruos de Maurice Sendak. Todos estos personajes son tan fieles que poco les importan nuestros achaques y flaquezas. Ahora que mis huesos apenas me permiten alcanzar los libros de las estanterías más bajas, Sandokán sigue llamándome a la aventura y Fantomas me sigue incitando a vengarme de los necios, mientras que Alicia, con mucha paciencia, vuelve a contarme el mundo a través de ese espejo que sin duda me tocará atravesar dentro de poco, y Pinocho continúa preguntándome por qué no basta ser aplicado y honesto para ser feliz. Y yo, tal como me ocurría allá lejos y hace tiempo, sigo sin encontrarle una respuesta.
En esta época en que las mentiras son consideradas verdades alternativas, y la supuesta información fidedigna, el producto de un capricho, festivales como éste afirman y reafirman esas ficciones verdaderas, esas amistades perdurables y necesarias, tanto para nosotros como para las generaciones por venir.
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