‘Ordesa’: el mejor libro de 2018
La obra de Manuel Vilas llegó a las librerías cabalgando sobre una ola de espuma que al retirarse la dejó en la orilla
Manuel Vilas, en una presentación de 'Ordesa' en enero. KIKE PARA
Ordesa es el resultado de una hazaña verbal en la que las oraciones gramaticales se despliegan ante los ojos del lector al modo de un grupo de fuerzas especiales dispuestas a conquistar un nido de ametralladoras. Por nido de ametralladoras entendemos los lugares comunes que podrían haber arruinado sus páginas al acometer Vilas la historia de una familia estándar en la España de los sesenta hacia delante, más o menos. Si al referir tramas originales la lengua nos arrastra de manera inclemente al tópico, ¿cómo defenderse de él al describir una familia normal en una ciudad de provincias homologada hasta el paroxismo? ¿Cómo no tropezar en vulgaridades costumbristas al relatar las aventuras y desventuras de un viajante de comercio, experto en telas, que va de un sitio a otro en busca de la sombra de un árbol bajo la que aparcar su Seat 1430, símbolo de una victoria textil en una España de alpargata? ¿Cómo no caer en sentimentalismos reglados al evocar los delirios de grandeza de la madre muerta, de un abuelo suicidado, de un tío incapaz de salir adelante, de la roña generalizada desde la que el narrador surge a la vida y al alcohol y al matrimonio y a la paternidad y a la literatura?
“Ordesa es la carta del náufrago que esperábamos desde hacía años”
¿Cómo hacerlo?
Con estrategias gramaticales, suponemos. Así, la sintaxis de Ordesarecuerda a veces al movimiento de las olas del mar. Las ves venir cargadas de retórica, dispuestas a dejarte con la boca abierta, pero las ves retirarse enseguida abandonando sobre la superficie tersa, como recién afeitada de la arena, pequeños restos biológicos o antibiológicos: un cangrejo chico al que le falta una de las pinzas, una estrella de mar, un conjunto de algas descompuestas, una piedra con la forma de un dedo índice, un peine de plástico desdentado, un frasco de colonia vacío, una lata oxidada de pastillas de mentol, un zapatito de bebé, una cáscara de naranja… Una representación del mundo, en fin, donde siempre esperamos hallar la botella del náufrago con la carta de petición de auxilio o el mapa del tesoro. La buscamos cada vez que bajamos a la playa, no importa que tengamos 6 años o 60. ¿Por qué? Porque esa carta la escribimos nosotros mismos en otra vida para darle sentido a esta.
Ordesa es la carta del náufrago que esperábamos desde hacía años. Llegó a las librerías cabalgando sobre una ola de espuma que al retirarse la dejó en la orilla, abandonada entre una cantidad notable de restos de lo más variado. No destacaba por su título ni por su portada, tampoco por el nombre de su autor, que no era conocido fuera de determinados circuitos. Pero bastaba leer la primera página para advertir que aquella llamada de socorro venía de lo más hondo de nosotros mismos. Nos reclamaba porque en cierto modo, además de sus protagonistas, éramos también sus autores. Parecía una obra colectiva porque veníamos de ahí, de los mismos paisajes morales que se describen en el libro, de las mismas ambiciones económicas, de idénticos anhelos estéticos, de semejante locura. Describía con palabras nuevas, ordenadas de una manera insólita, lo que habíamos sido y aquello de lo que pretendimos salvarnos. Por medio de una prosa que iba y venía en un vaivén hipnótico, alternaba la fiereza con la piedad, el sí con el no, el ahora con el ayer. Total, que tras leer esa primera página nos la llevamos a casa.
Ordesa. Manuel Vilas. Alfaguara, 2018. 392 páginas. 18,90 euros.
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