La mujer de su vida
Ilsa Barea recreó la Guerra Civil en Madrid en la novela ‘Telefónica’, hasta ahora inédita en c castellano
Ilsa Barea-Kulcsar pesca lucios en Hertfordshire (Inglaterra), cerca de 1950.
De todas las historias de amor que comenzaron en el Madrid asediado por las tropas franquistas, la suya haya sido probablemente la más feliz. También es una de las mejor documentadas ya que tanto él como ella dieron testimonio de su vida en común: Arturo Barea en La llama, el último tomo de su trilogía La forja de un rebelde, e Ilsa Barea en su única novela cuyo título remite al lugar del encuentro: Telefónica. Para evocar el momento en que se veían por primera vez, ambos optaron por la perspectiva del hombre. Según Ilsa, “la mujer tenía los ojos muy claros ─probablemente grises─ y sus pupilas se empequeñecieron rápidamente. Tenía las cejas duras y una boca pálida ─al menos sin pintar─ muy recta”. La versión de Arturo, más larga y detallada, concluye con un resumen poco favorable: “Ya había pasado de los treinta y no era ninguna belleza".
El encuentro tuvo lugar en la noche del 16 de noviembre de 1936, cuando apenas nadie se atrevía a apostar que Madrid iba a resistir el ataque de los militares sublevados. Entonces, Arturo Barea fue jefe del Gabinete de Censura Extranjera, situado en la quinta planta de la Telefónica, el edificio más alto de la capital y por lo tanto “el punto de mira de todos los cañones que se disparaban sobre Madrid y la guía de todos los aviones que volaban sobre la ciudad”. Aparte del peligro permanente, el exceso de trabajo y el desorden en su vida privada –estuvo a punto de romper el matrimonio con Aurelia Grimaldos y tenía una amante con la que tampoco quería seguir–, Barea se vio desbordado por las órdenes dispares que recibía del Ministerio de Estado, de la Junta de Defensa y del Comisariado de Guerra. Le faltaba personal calificado, no hablaba inglés, la lengua predominante entre los periodistas extranjeros, y no supo cómo atenderlos al tener que suprimir todo tipo de informaciones que revelarían las dificultades que atravesaba la República.
Enredado en ese nudo de problemas, Ilsa le apareció como la persona que había echado en falta. En lo profesional, por su dominio de cinco idiomas, su trato afable con los corresponsales y la franqueza con la que criticaba las restricciones informativas. Le desconcertó también a nivel personal, por representar un tipo de mujer que él había desconocido, o menospreciado, hasta entonces: no coqueteaba, no se pintaba, no llevaba zapatos de tacón, mantenía la compostura durante los bombardeos. Al cabo de tres días se pusieron a trabajar juntos, dando comienzo a una relación simbiótica que no se iba a romper hasta la muerte de Arturo Barea en el exilio inglés, 21 años más tarde.
La autora viajó a España para participar en la Guerra Civil y colaborar en la formación cultural de los ciudadanos
Sin lugar a dudas, Ilsa estuvo mucho más preparada políticamente que él. En un informe sobre su estancia en España –que se publica ahora, junto con su novela, por primera vez (ed. Hoja de Lata)– resumía su vida anterior: “Cuando aterricé el 1 de noviembre de 1936 en Alicante para volar desde allí a Madrid, tenía 34 años y llevaba casi 18 de intensa actividad en el movimiento obrero de Austria”. Nacida en Viena como Ilse Pollak, de origen judío por parte del padre, un apreciado profesor de instituto, comenzó a militar en las Juventudes Socialistas Obreras. En 1922, mientras estudiaba Ciencias Políticas en la Universidad de Viena, se casó con Leopold Kulcsar, un empleado de banca convertido en revolucionario a tiempo completo. Durante cinco años, ambos estuvieron vinculados al Partido Comunista, del cual se separaron a raíz de una disputa confusa. Volvieron a militar en el ala izquierda de la socialdemocracia austriaca.
A principios de los años treinta Ilsa recorrió como instructora política los poblados alpinos del país. Después de la revuelta obrera de febrero de 1934, aplastada por el régimen austrofascista de Engelbert Dollfuss, fundó junto con su marido el grupo Funke, opuesto a la política defensiva del partido. Perseguidos por la policía, ambos huyeron a Checoslovaquia. Allí, en Praga, ella editó la revista Sozialistische Tribüne, equidistante a ambos movimientos derrotados por el nazismo –el socialdemócrata y el comunista–, mientras que Leopold Kulcsar entró a trabajar en la Embajada española compaginando su labor de agregado de prensa con la organización de una red de agentes en la Alemania nazi. Es de suponer que ya colaborara con los servicios secretos soviéticos. Como Ilsa nunca ha mencionado esa etapa de su vida, ignoramos hasta qué punto estaba al tanto de las actividades de su marido. Es de suponer que ya se habían separado cuando ella tomó la decisión de viajar a España. “Me parecía que tenía que participar en la Guerra Civil no sólo porque allí se estaba disputando el combate más importante entre fascismo y democracia –una democracia que contenía el germen de un futuro socialista–, sino también porque yo, con mi experiencia en periodismo internacional, tal vez podría ser útil incluso después de la victoria participando en la formación cultural de los trabajadores.“
Telefónica es una novela sorprendente por su afán de superar las diferencias políticas de la República en un momento en que todos los implicados luchaban por la hegemonía de su propio partido o sindicato. Se nota la habilidad de la periodista experimentada, en trazar las escenas, manejar los diálogos, intercalar los distintos niveles. La relación amorosa entre ella y Arturo Barea –Anita Adam y Agustín Sánchez, en la novela– es el hilo conductor, pero dista de ser la historia más importante: tal como indica el título, la autora abarca todo lo que sucede en las quince plantas del edificio –trece, más las dos del sótano–. Las secretarias, los ordenanzas, los militares, los corresponsales, los censores, los vigilantes, los refugiados de los suburbios acampando en los sótanos. Hombres, mujeres, niños. Explora lo que llevan en sí, de valor, de rencor, de duda, de bondad, de miedo. Trata de los conflictos dentro del Comité Obrero, entre un comunista y una anarquista –la única mujer que no se doblega al machismo dominante–, de la desconfianza hacia la extranjera y cómo esa va ganando sus simpatías.
El tiempo narrado dura sólo cuatro días, del 16 al 19 de diciembre de 1936, lo que permitía a la autora terminar la novela con una visión esperanzadora: Madrid no ha caído, se está defendiendo, y encima va difundiéndose, en la prensa del mundo democrático, la verdad sobre los hechos en España, gracias a la fuerza persuasiva de su alter ego que ha logrado aflojar los reglamentos de la censura.
La edición de Telefónica, en la excelente traducción de Pilar Mantilla, se debe a Georg Pichler, experto en literatura sobre la guerra civil española. Pichler recuperó la novela del diario socialista vienés Arbeiter-Zeitung, que la había publicado por entregas entre marzo y junio de 1949. Fue escrita once años antes en París y dada por terminado en Hertfordshire, Inglaterra, el 31 de marzo de 1939, en vísperas de la derrota definitiva de la República.
En Madrid, la vida de la pareja se había vuelto cada vez más difícil, debido a las crisis nerviosas de Arturo Barea y las intrigas urdidas por sus detractores. Fueron acusados de colaborar con la Quinta Columna, de oponerse a la política gubernamental, de malversar los fondos destinados a la emisora EAQ, dirigida por Barea después de su cese como jefe del Gabinete de Censura. En una de las llamadas características, informes elaborados por funcionarios del Partido Comunista alemán para la Comintern, se describe a Ilsa de la peor forma posible: “Expulsada del partido austriaco por contactos trotskistas. En España miembro del partido socialdemócrata, trabajando para censura de prensa. Trotskista confesada, contactos con agentes de la Gestapo y elementos de espionaje. También contactos con el Frente Negro [la escisión nacional-bolchevique del partido nazi]. Estuvo algún tiempo en la URSS, de donde fue expulsada, y actuó de espía en España”. Aparte de revelar el alto grado de paranoia política, el informe muestra la ignorancia de los delatores.
Extraña que también Leopold Kulcsar aparece en uno de esos informes como trotskista, a pesar de que participó en la represión contra militantes del POUM. Con ese fin se había trasladado en noviembre de 1937 de Praga a Barcelona, queriendo aprovechar la ocasión para recuperar a Ilsa. En aquel entonces, ella y Arturo pasaron unas vacaciones involuntarias –de hecho, el cerco alrededor suyo se estuvo cerrando peligrosamente– en un pueblo de Alicante. Kulcsar los hizo detener por agentes del Servicio de Información Militar y llevar a Barcelona. Allí, en la sede del SIM, se dio el reencuentro del matrimonio. Barea describe a Kulcsar como una persona posesiva y obsesionada por el poder. Sin embargo, éste aprobó por fin la nueva relación de Ilsa e hizo las gestiones pertinentes para que la pareja pudiera abandonar el país. Pero antes de emprender el camino hacia el exilio, en enero de 1938, les llegó la noticia de su muerte repentina en Praga.
La austriaca Katja Landau iba a publicar en el mismo año, y en París, un folleto denunciando los secuestros de varios colaboradores extranjeros del POUM, entre ellos el suyo y el de su marido Kurt Landau, asesinado posteriormente por orden del NKVD. Cuando la detenían a ella, Kurt aún estuvo en libertad, escondido en la casa de unos amigos. Ambas parejas –Kurt y Katja, Leopold y Ilsa– habían frecuentado, doce años atrás, los mismos círculos de la Viena Roja. Por eso, Katja reconoció a Kulcsar y –como éste no tuvo reparos en interrogarla en presencia de Ilsa y Arturo– también a la mujer. “Se estrecharon las manos”, escribe Barea, “e Ilsa quedó rígida en una silla. Poldi comenzó a interrogar; un fiscal perfecto en un tribunal revolucionario, en el que nuestra presencia parecía desvergonzada".
Animado por Ilsa, quien, empero, se burló de sus “frases pomposas, que me recuerdan el barroco de las iglesias de los jesuitas“, Arturo se hizo escritor. Tenemos que imaginarnos a ambos, en un cuartucho de un hotel parisino, turnándose para teclear lo que iba transformándose en Telefónica y la primera parte de La forja de un rebelde, que Arturo terminó de redactar en Inglaterra. Al perderse el manuscrito original, la volvió a escribir en base a la versión inglesa hecha por Ilsa. Asombra el don de esta mujer para traducir unas extensas y complejas novelas de un idioma, que no era el suyo, a otro, que tampoco lo era, y con una brillantez que aún hoy cautiva a los lectores.
Las vicisitudes del exilio no pudieron mermar la felicidad de la pareja. Fumaban y escribían, sentados frente a frente, en dos escritorios unidos. Los domingos, él se iba al pub del pueblo y ella a pescar lucios. Hay constancia, en cartas de ella, de que no era una convivencia rutinaria. "Lo hermoso era que en nuestro matrimonio nunca faltaba la tensión interna que mantenía el ansia de compenetrarse mutuamente. Dios, cómo nos peleábamos a veces...".
A pesar del éxito que tenía Arturo con un programa semanal en la BBC y por la publicación de La forja de un rebelde, el peso principal para asegurarles el sustento caía sobre Ilsa. Era sociable y hospitalaria. En 1939, antes de estallar la guerra, sus padres habían conseguido huir de la Austria anexada por Alemania. Convivían con su hija y su yerno hasta que fallecieron, nueve años más tarde. Ilsa escribía, a cuatro manos con Arturo, dos libros de temática española, Spain in the Post-War World (España en el mundo de la posguerra) y la biografía Unamuno, traducía muchas obras de otros autores españoles y también de austriacos al inglés y trabajaba de intérprete en congresos internacionales. Su único libro publicado en vida, Vienna: Legend and reality (Viena: Leyenda y realidad), nunca llegó a editarse en su lengua materna. Adoptó la nacionalidad inglesa, se afilió al Partido Laborista y salió elegida como concejal de su distrito Faringdon, cerca de Oxford.
En 1966, nueve años después de la muerte de Arturo, Ilsa Barea se trasladó a Viena. Consiguió que le asignaran una pequeña vivienda municipal en un barrio obrero. A pesar de las enfermedades que había contraído en su juventud, las veces que estuvo encarcelada a causa de su militancia, y algunas nuevas consecuencia del estrés y el desgaste físico, seguía trabajando con la misma intensidad de siempre, colaborando con la prensa socialista e instruyendo a jóvenes delegados del Sindicato Ferroviario. Su mote de antaño, Ilsa de la Telefónica, se convirtió en el de Ilse, la de los ferroviarios. Murió el 1 de enero de 1973, a los setenta años de edad. Dicen que los pocos familiares que le habían quedado en Viena tiraron todos los papeles que encontraron en su apartamento.
En una carta a su amiga Margaret Weedon, fechada el 25 de diciembre de 1957, el día posterior al fallecimiento de Arturo, Ilsa había escrito: "Ese algo que nos había juntado instándonos a que hiciéramos algo de nuestra vida, me ha regalado 21 años en común. Al principio yo había pedido sólo diez años, diez años de plenitud y amor, pero más tarde fui más codiciosa. A menudo, Arturo se burlaba de mi modestia anterior. Como decíamos los dos, nadie me puede quitar lo que he tenido. Ni lo que yo sé que ha tenido él. Es hermoso después de todo. Estoy agradecida".
Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar. Traducción de Pilar Mantilla. Hoja de Lata, 2019. 352 páginas. 21,90 euros.
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