jueves, 28 de julio de 2016

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Nueva novela de César Leo Kronwitter (médico y escritor) | 25 JUL 16

Cuando ya nada importe

“Una revelación. Algo impensado, inimaginable. Eso era lo que aquella carta develaba. Un secreto guardado por más de cincuenta años y que aparecía en el ocaso de mi vida para modificar el eje de mi existencia”.
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Fuente: IntraMed 
Cuando ya nada importe (novela basada en una historia real)
Autor: César Leo Kronwitter

Reseña

“Una revelación. Algo impensado, inimaginable. Eso era lo que aquella carta develaba. Un secreto guardado por más de cincuenta años y que aparecía en el ocaso de mi vida para modificar el eje de mi existencia”.

Leopoldo, el espejo y el inexorable paso del tiempo reflejado. Una vejez que lo sorprende. Toda una vida que se agolpa en recuerdos, imágenes y sensaciones que perduran. Su madre, su familia, el primer amor. La nostalgia y sus olores. Lo oculto y su misterio.

El reloj de péndulo colgado en la pared, con sus campanadas, va marcando las horas del día. Este día. La carta en sus manos y una pregunta: ¿Tendré tiempo todavía?



Datos biográficos: César Leo Kronwitter nació en la ciudad de Cruz del Eje, provincia de Córdoba, en 1961. Es médico, egresado de la Universidad Católica de Córdoba. Especialista en pediatría formado como residente en el Hospital de Niños de Córdoba, donde también se desempeñó como docente de posgrado. Actualmente vive en su ciudad natal, donde ejerce su profesión. Se confiesa apasionado lector de autores latinoamericanos. Su primera novela, Sofie, fue traducida al alemán. Contacto: c-leok@hotmail.com


Fragmento del texto

Un dolor agudo en el pecho me despertó temprano. Suenan seis campanadas en el reloj de péndulo colgado en la pared del comedor.  Apenas amanece en este Setiembre que promete la llegada de una esperada primavera, diciendo adiós a un invierno frio, largo y solitario. Me levanto con dificultad, como cumpliendo etapas. Mis piernas no responden como yo quisiera, están pesadas e indomables. El metro ochenta y cinco de altura que tengo se mueve lento en una casa vacía, con un silencio que duele, en la que solo el tic-tac incesante del reloj  rompe la monotonía. Llego al baño después de una travesía. Lavo  mi cara y me seco con parsimonia. El espejo me devuelve la imagen de un rostro mucho más delgado, con arrugas que apenas reconozco. Un cabello cada vez más escaso y de un color blanco grisáceo que me recuerda al de mi madre. Imagen de una realidad implacable.

Anna, mi madre. Muy joven, con veinte años recién cumplidos, desembarcó en esta tierra del sur de América procedente de Alemania, de la región de Machendorf. De su vida en Europa  nunca supe demasiado. No le gustaba hablar de su pasado. ¿Para que recordar? repetía. Allá no quedó nada, mi vida comenzó cuando pisé esta nueva tierra, afirmaba. Algunas cartas y fotografías quedan como testigos. La gran finca en la pedanía de Kirchdorf, su hogar antes de partir. Una enorme casona de dos plantas, con techo en cúpula a cuatro aguas. Tres ventanales con sus postigones de madera en la planta baja y tres, también, en la planta alta. Una cerca de madera indica lo que sería el frente y al fondo se visualiza lo que parecería un establo. Los arboles pelados, sin hojas, sugieren que la fotografía fue tomada a finales del otoño o bien en invierno. No reconozco a ninguna de las persona que allí aparecen. Una fila de mujeres, niños y  hombres posan delante de la vivienda, estos últimos sosteniendo las riendas de los caballos. ¿Anna será algunas de esas niñas? Como saberlo ahora. ¿Habrá sido feliz? Lo ignoro. La fotografía es de  color sepia, como son  los recuerdos, como lo era su mirada. Anna, mi madre, miraba en sepia, con un dejo de nostalgia que no podía disimular. Lo intentaba, pero no podía. Muchas veces, especialmente en su último tiempo, la sorprendía sentada en su sillón, amacándose  y cantando, en voz muy bajita, una melodía en alemán, indescifrable para mí. Parecía transportada. Con los ojos cerrados, estoy seguro que sus pensamientos estaban muy lejos de aquí. Mientras se mecía y musitaba, algunas veces, muy pocas, sonreía. En la mayoría de las otras, las lágrimas se desprendían lentas, sufridas, resignadas y se visualizaba en su rostro las huellas de una honda y antigua pena. La solía observar en silencio. Nunca interrumpí ese momento para preguntar. Creo que igual no me hubiese contestado. La vejez la espero y la sorprendió con un par de anteojos, una artrosis y una demencia senil progresiva que hacia estragos en su mente. Divagaba entre realidad y fantasías. Recurrentemente contaba la historia del barco que la trajo a América. Que viajó  con su tía Greta, la cual enfermó durante la travesía. Que nadie las esperaba en el puerto de Buenos Aires. Que vivieron los primeros días en un cuartucho alquilado en el barrio de la Boca hasta que pudieron tomar el tren que las llevara a la estancia, en la zona de San Antonio de Areco. Una prima de Greta, que allí vivía, le había conseguido trabajo y prometido una nueva vida. Pero la salud de su tía empeoró y falleció de tuberculosis a los quince días de haber llegado. Anna a los veinte años se quedo absolutamente sola en un lugar desconocido, rodeada de gente también desconocida y muy lejos de su tierra. Fue en esa época de soledad e incertidumbre cuando conoció a Esteban, mi padre, del cual se enamoró de una vez y para siempre, pero esa es otra parte de esta historia.

Los recuerdos volvieron a ser parte de su vida. Cuando la nostalgia apremiaba, abría el cofre. “Su” cofre de madera, para ver una y otra vez las cartas y fotografías que allí guardaba. Repetía nombres y lugares desafiando a su memoria, peleándole palmo a palmo en una lucha desigual, para no olvidar. Cuando terminaba, ordenaba todo siempre de la misma manera, casi obsesivamente como si, al no hacerlo, alguna evocación pudiera escaparse para no volver. Luego cerraba el cofre con llave y lo escondía en el fondo del ropero. La llave, atada a un cordón color púrpura, la colgaba de un clavito puesto en la pared, contiguo a su mesa de luz.

Anna Dafner, mi madre. De ella heredé la tenacidad. El lograr todo con mucho esfuerzo sin bajar los brazos ante la adversidad. De ella heredé, también, cierta melancolía que me acompaña y por momentos es mi única compañía. La pienso más que nunca en esta mañana, al comenzar el día. Sin reproches. Tratando de entenderla, no de juzgarla. ¿Por qué lo hizo?  Ahora comprendo la soledad silenciosa de Anna durante años y me duele la distancia y el olvido que sufrió. “Leopoldo tu eres mi hijo, mi único hijo” solía repetirme, tomándome del rostro con sus manos. Ahora, recién ahora, cuando transito la recta final de mi vida, comienzo a entender lo que quería decirme. ¿Por qué no pude acercarme a ella cuando más me necesitaba? ¿Por qué no le pregunté, cuando podía, lo que ahora me atormenta? Tarde. La culpa esta instalada en mi alma sin ninguna posibilidad de redención. Solo yo sé lo que lloré el día de su muerte sin que nadie me viera. Encerrado en un pequeño cuarto de herramientas, mis lágrimas brotaron sin resistencia, amargas, lacerantes, fruto de un dolor genuino de quien pierde a un ser amado con demasiados interrogantes por resolver.

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