La lección de África
Arquitectos occidentales aprenden contención en el continente y demuestran que la tradición puede ser moderna
Centro de formación para mujeres en el poblado de Boassa, en Ouagadougou (Burkina Faso), de Albert Faus y Fernando Agustí. GIOVANNI QUATTROCOLO
La ONU calcula que para 2040 los 1.220 millones de africanos actuales se convertirán en 2.000. Ninguna otra población crece a esa velocidad. Aparecerán ciudades nuevas y el impacto que ese crecimiento tenga en el planeta dependerá, en buena parte, de la calidad de su arquitectura. “En 15 años no habrá arquitectos en el mundo que no trabajen en África”, vaticina el norteamericano Michael Murphy (1982). Él ya ha construido en 12 países de ese continente. Es importante distinguirlos porque lo primero que enseña construir en África es a evitar hablar de un continente como si de un solo país se tratara. También a evitar comparar su paisaje con un folio en blanco, asumiendo que donde no se ha construido como en Occidente queda todo por hacer.
Han sido muchos los proyectistas que han visto cómo su formación y sus ideas se ponían en cuestión ante el imperativo de construir de otra manera que exige África. A algunos, como a los holandeses del estudio DHK —que han levantado enormes bloques de muro cortina para alojar hoteles, apartamentos y oficinas en Ciudad del Cabo y Johanesburgo—, cuesta reconocerlos como autores del Centro Ahmed Babá (2009), que, con adobe y hormigón, tiende un puente entre lo viejo y lo nuevo junto a la universidad patrimonio de la humanidad de Tombuctú (Malí). Algo parecido le sucedió a la japonesa Toshiko Mori cuando, con el patrocinio de la Fundación Anni y Josef Albers, levantó una residencia para artistas en Tambacounda, al sur de Senegal, y decidió olvidarse de la geometría cartesiana de su arquitectura anterior.
Los españoles José Selgas y Lucía Cano llevaron hasta Kenia a sus alumnos del MIT para que, desconectados de la tecnología, aprendieran a escuchar y a construir con pocos medios un centro de vacunaciones para los nómadas turkana.
“En 15 años no habrá arquitectos en el mundo que no trabajen en África”, vaticina Michael Murphy
Sin embargo, más allá de esas experiencias reveladoras, las transformadoras las viven quienes deciden que ese nuevo conocimiento redefina su vida. Le sucedió al propio Murphy, que se trasladó a Ruanda a realizar su proyecto de final de carrera para la Escuela de Diseño de Harvard. También al español Albert Faus (1972), que lleva una década construyendo en Burkina Faso.
Cuando el padre de Murphy enfermó, el arquitecto descubrió que restaurar su casa le levantaba el ánimo. Decidió entonces que además de diseñar quería dedicarse a construir. Con esa idea conoció Sudáfrica de la mano de los antropólogos Jean y John Comaroff. Luego vivió un año en una tienda de campaña en Kigali (Ruanda) para levantar una escuela. Para 2011 ya había fundado, con Alan Ricks, Mass Design Group, una asociación sin ánimo de lucro dedicada a reunir la financiación y construir equipamientos básicos que hoy cuenta con 74 empleados. La mitad de sus trabajos son pro bono. “Creo que los arquitectos deberían trabajar sin ánimo de lucro porque su papel es velar por el bien común. Sin esa ambición, somos simples técnicos”. Murphy aclara: “Se puede trabajar sin beneficios para comunidades necesitadas, nunca para concursos o individuos que buscan reducir el valor de la aportación del arquitecto”.
Casa para niños huérfanos con necesidades específicas de Home Kisito en Ouagadougou (Burkina Faso) del arquitecto Albert Faus. GIOVANNI QUATTROCOLO
Más de la mitad de los 17 millones de habitantes de Burkina Faso sobreviven con menos de un euro al día. Albert Faus viajó allí hace 12 años. Le propusieron levantar un centro cultural en Koudougou y en 2010 decidió que se quedaba al descubrir que el constructor contratado no pagaba a los trabajadores. Desde entonces hace de todo: “De redactor de informes para solicitar subvenciones, de jefe de obra, de peón para tallar piedra o amasar barro o de arquitecto y aparejador” (es las dos cosas). Su versatilidad rebaja el precio de la construcción y permite formar a otros profesionales. “No tengo teléfono ni moto, ni sofá ni coche, pero tengo nevera, dos colchones e ilusión”. Vive cerca del mercado central que diseñó el suizo Laurent Séchaud y ganó el Premio Aga Khan en 2007. Trabajo no le falta. Muchas entidades españolas, como la Fundación Amigos de Rimkieta (FAR), y ONG burkinesas le confían sus proyectos. “Siempre con materiales locales para adaptarse al medio y contener los presupuestos”. Parece lógico. También se hace en Latinoamérica y en Europa —antes y después de la burbuja inmobiliaria—, pero allí lo tradicional se asocia a la pobreza y por eso se cuestiona. “Ellos llaman ‘construcción definitiva’ a la que se levanta con hormigón, aunque la calidad sea ínfima y el calor insoportable”.
“Este continente cambió las preguntas que les hacía a los edificios”, dice Albert Faus
Faus evita la palabra ayudar porque podría sonar condescendiente. Tampoco Murphy considera su arquitectura humanitaria, “simplemente, trabajo en lugares donde sucede justo lo contrario de lo que ocurre en el mundo occidental: la mano de obra es barata, mientras que los materiales, caros. Difícilmente esa diferencia no cambia la arquitectura”. El norteamericano cuenta que lo primero que uno se plantea en África es cómo la arquitectura ha perdido su relación con el trabajo manual. “Este continente cambió las preguntas que les hacía a los edificios”. También explica que ha sido testigo de cómo muchos proyectistas que trabajaban gratis “no visitaban los proyectos y construían cáscaras no pensadas para el calor, la lluvia o la economía del lugar”. Faus lo ratifica: “En Burkina Faso una ONG europea propuso construir un centro médico cuando los habitantes pedían un almacén para el grano y los animales. Los europeos construyeron su magnífica clínica y las fotos salieron en las revistas. Al poco tiempo, los animales y el grano ocupaban las consultas”.
Biblioteca Katiou en Komsilga (Burkina Faso) del arquitecto Albert Faus. GIOVANNI QUATTROCOLO
A salvaguardar la construcción tradicional ha dedicado el más conocido entre los arquitectos africanos, el burkinés Diébédo Francis Kéré, uno de sus últimos proyectos. En Mopti (Malí), el Centro de Arquitectura de la Tierra busca asegurarse de que la enseñanza de esa tradición no se pierda. Eso es lo que más inquieta a Faus, que ha firmado ocho proyectos en Burkina Faso, donde no existe escuela de arquitectura. La formación y la conservación de lo vernáculo son sus prioridades. “Querría vincular la arquitectura de la Corte Real de Tiébélé o del recinto amurallado de Loropéni —patrimonio de la humanidad— con lo que queremos hacer. Eso enviaría un mensaje que podría cuestionar las ciudades del futuro”.
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