Tópicos sobre el tablero
Hay genio en la nueva novela de Gregory David Roberts, pero al libro le sobran páginas y ambición
El escritor australiano Gregory David Roberts en 2006. GETTY
Cuatro millones de ejemplares no son moco de pavo. Es la cifra que vendió su opera prima Shantaram (2003), enloquecida historia de multiculturalismo, marginalidad y violencia en Bombay (Bombay noir), amalgama de géneros y tonos que se enriquecía con fuertes dosis de supervivencia; la huella indeleble del cine de acción, el western o el manga; la parodia, el juego con los arquetipos y el eclecticismo total que de algún modo lo sitúan en la estela de Pynchon (pero sin el talento ni el enciclopedismo lúdico del autor de El arco iris de gravedad o V.), y un estilo New Age de espiritualismo lírico y alambicadas y almibaradas frases que contrastan con la jerga de germanía propia de la condición de delincuente fugitivo del protagonista, inspirado en la propia biografía del autor, que fue heroinómano y un reo convicto condenado por atracos reiterados, en la cárcel de la que se escapó. A la adrenalina que corre por las páginas de la novela es de imaginar que se le sumó el morbo del perfil delictivo del autor.
Shantaram pretendía ser la segunda novela de una tetralogía que contribuye a completar, una década después, La sombra de la montaña, que se mueve en el mismo marco mafioso y oriental de su predecesora y tiene también al prófugo Lin de protagonista, aspirante a la armonía cósmica y a la vez anclado irremisiblemente al crimen. El australiano Roberts literaturiza su literatura con innecesarios alardes (“trepaba al mástil del miedo de mi corazón, un barco en el mar, y abría los brazos a la tempestad que rompía el mundo”, “ojos que tan pocas veces eran lámparas en el interior de la cueva de su ternura”, “las sombras bailaban, embriagadas de lluvia”) y mueve tópicos sobre el tablero de su novela: el antihéroe que desea redimirse, su entorno afectivo bajo amenaza, el peligro permanente, el tipo duro en el fondo sentimental o el alegato pacifista (“Amor y fe, confianza y empatía, familia y amistad”, “el ser humano es un niño que sopla un diente de león”), o el ‘Descargo’ en forma de coda (“Esta novela describe personajes que llevan una vida autodestructiva. La autenticidad exige que beban, fumen o se droguen. No apruebo el alcohol, el tabaco ni las drogas”) al final de un relato consagrado no solo a exhibir la violencia sino a exhibir la naturalidad de la violencia.
Eso sí, más a la velocidad de un trilero que a la de un ajedrecista. El ritmo es vertiginoso. Y son los brutales contrastes de tono, el lirismo hilarante (“la luz del sol purificada por un espejo celeste hecho de piedra”), un casting disparatado, divertidos guiños al oficio de escribir (“¿De qué trata la historia? Un escritor que mata a un tipo que lo interrumpe mientras escribe”), sensibilidad poética en las imágenes (“los párrafos florecían como hortensias”) y el hibridismo elevado a la enésima potencia (el amour fou por Karla, los Asesinos de la Bici, bandas de matones pero el toque de una gota de jarabe de arce, corrupción policial, expatriados y luna llena…) los que dotan de atractivo y de personalidad a la barahúnda del mundo ficcional de Roberts y a su frenética prosa, impidiendo que se confundan con cualquier especie de literatura pirotécnica pero insustancial.
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A La sombra de la montaña le sobran páginas y ambición, también su empecinamiento en desperdigar meditaciones y aforismos prescindibles en una novela de gángsters, pero hay genio en esta ficción hiperbólica y de violencia con humor, algo que jamás la realidad alcanzará a conseguir. El vaticinio, sin embargo, de muchos lectores de ambas novelas es posible que sea que esta fórmula no da para más, y que la idea de la mencionada y planeada tetralogía debería disiparse.
La sombra de la montaña. Gregory David Roberts. Traducción de Cruz Rodríguez Juiz. Literatura Random House, 2017. 886 páginas. 24,90 euros.
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