Retrato de gente herida
La nueva novela de Francisco Solano despliega para el lector la gran maquinaria del adulterio
Vuelve el novelista y crítico literario Francisco Solano con una nueva novela, Jugaban con serpientes. Marta Sanz dijo en alguna entrevista que era una suerte que todavía existieran lectores decimonónicos. Algo de ello tendrán que tener los lectores de esta novela de Solano, porque lo que se ventila en esta propuesta narrativa es el espinoso asunto de la infidelidad. No es la infidelidad en sí, por supuesto, sino el motivo literario que la representa lo eminentemente decimonónico, y lo es tanto que Gustave Flaubert (Madame Bovary), Leon Tolstoi (Ana Karenina), Theodor Fontane (Effi Briest), nuestro Clarín (La Regenta, tan de adulterio ésta que en España durante el franquismo estaba estigmatizado leerla) y Eça de Queiroz (El primo Basilio), le dedicaron obras capitales en la materia. Y lo hicieron como si se tratara de una investigación clínica, no ya como el juego erótico, entre sensual e intelectual del siglo XVIII. No se pronunciaron, en todo caso lo hicieron sus protagonistas, habida cuenta de su mayor o menor sufrimiento.
En Jugaban con serpientes se despliega la maquinaria del adulterio. Quien narra, uno de los protagonistas, la observa (casi más que para que la leamos) cómo se desenvuelve, cómo se detiene y vuelve arrancar. Quien nos cuenta esta historia es parte activa del adulterio. Lo hace siempre que puede porque no tiene remedio. No puede hacer otra cosa. Amar y ser amado al margen de la institución, la que fija el sentido de la fidelidad. La otra parte del adulterio es una mujer que no encuentra en su marido toda la parte activa que la institución matrimonial (o como mínimo el funcionamiento de una pareja) exige que se cumpla: visibilidad burocrática, casi más que la humana, de la institución del matrimonio. Así nace el despecho. El azar pone el resto.
El narrador conoce a esa mujer que encuentra en él una disposición mecánica, instintiva, como resignada. Pero el relato no es inocente. Quien nos cuenta esta historia, su historia, se estudia a sí mismo. Y quien lo acompaña en esto que no es una simple aventura aunque lo parezca, tiene la excusa en una supuesta y enfermiza invisibilidad de su marido. El amante que es el narrador solo sirve para que ella, ante el desapego del cónyuge, cumpla su inoperante venganza. Al final, es como si solo quedara el colaborador necesario del adulterio con su dolor expuesto.
Francisco Solano, en esa encrucijada amorosa en cierta manera exenta de virtud, que diría la pensadora Ayn Rand, concibe la única escritura posible para este incisivo retrato de gente herida.
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