domingo, 6 de enero de 2019

El vagabundo y la princesa | Cataluña | EL PAÍS

El vagabundo y la princesa | Cataluña | EL PAÍS

LA CRÓNICA COLUMNA 

El vagabundo y la princesa

Un libro y un nuevo volumen de cartas reviven la romántica historia de amor de Patrick Leigh Fermor con la aristócrata moldava Balasha Cantacuceno

Mis propósitos para este año incluyen secuestrar a un general alemán en Creta y enamorarme de una princesa centroeuropea. Lo primero me pilla un poco tarde porque, claro, ya no hay generales alemanes en Creta, afortunadamente. En cuanto a lo segundo, también es difícil porque las princesas, las centroeuropeas y las otras, me temo, suelen estar todas prometidas, cuando no definitivamente pilladas.
Son propósitos ambos estos del 2019 que resultan, claro, de haber pasado las navidades con el escritor y héroe de guerra Patrick Leigh Fermor, no directamente pues el querido Paddy murió en 2011, sino a través de los libros, que es la única manera en que, desgraciadamente, puedo ya relacionarme con algunos amigos. Aparte de la relectura de sus maravillosas obras, especialmente la trilogía compuesta por El tiempo de los regalos, Entre los bosques y el agua y la inconclusa parte final, El último tramo –¡qué increíblemente hermosa es su escritura!-, he disfrutado estos días con dos novedades. Una es la segunda entrega de las cartas de Paddy que ha seleccionado, como la primera, Adam Sisman (More dashing, further letters of Patrick Leigh Fermor, Bloomsbury, 2018) y entre las que hay algunas misivas sensacionales, como la que escribió en Creta en 1944, la de la India en pos de Kim o en las que habla sobre sus visitas a Barcelona (incluyendo copas en casa de Xavier Corberó , una misa en catalán en la Sagrada Familia y una riña en un bar de las Ramblas). La otra novedad es la deliciosa The vagabond and the princess, Paddy Leigh Fermor in Romania, de Alan Ogden (Nine Elm Books, 2018) que trata, como cualquier fan de Paddy habrá adivinado por el título, de la romántica relación entre el escritor y su primer gran amor, la princesa Marie-Blanche Cantacuceno (en rumano Cantacuzino), Balasha, brote de una de las grandes dinastías nobiliarias de Europa Oriental, voivodas de Moldavia y Valaquia y con incluso un emperador de Bizancio en su genealogía, que ya es pariente.
Arrebujado ante la chimenea mientras la pronta oscuridad del invierno allá afuera se enseñoreaba de los bosques y las montañas, acallando los últimos trinos de los pájaros y empezando a revestir de destellante hielo los prados, me he sumergido, manejando a la vez el libro de Ogden, las cartas, la espléndida biografía de Artemis Cooper (Patrick Leigh Fermor, una aventura, RBA, 2013) y mis propios recuerdos –Paddy mismo me dejó entrever algunas partes de ese episodio sentimental-, en el romance de Leigh Fermor y Balasha, una de las aventuras más bellas y, finalmente, tristes que vivió nuestro viejo héroe y, sin duda, una de las grandes historias de amor del siglo XX.
La princesa Balasha Cantacuceno.
La princesa Balasha Cantacuceno.
Patrick Leigh Fermor no encontró a Balasha en su famoso viaje de un año a pie por Europa contado en su trilogía, sino después de acabar ese extraordinario deambular que le llevó desde Holanda a “Constantinopla”, como llamaba a Estambul, adonde llegó el 31 de diciembre de 1934, y que fue el germen de su obra señera. Se conocieron en Atenas en el verano de 1935 y se enamoraron como locos. Ella, sofisticada, guapa, elegante, 16 años mayor que Paddy (que, galantemente siempre reducía la cifra a 12), entonces un joven de 20, era la mujer del diplomático español Francisco de Amat y Torres. El matrimonio se había disuelto tras el adulterio de él con la esposa de otro diplomático, Billy Cavendish, luego noveno duque de Portland. Paddy y Balasha, que compartían la pasión por la cultura (¡y que viva la cultura!) se convirtieron en amantes (“terrific pals”, diría él) y se buscaron un nido de amor en un viejo molino en Lemonodassos, con vistas a la isla de Poros, donde pasaron una temporada felices como solo lo puedes ser cuando descubres un cuerpo nuevo, nadas desnudo a su lado y lees juntos los clásicos.
Al llegar el otoño, Balasha le propuso instalarse en la residencia de su familia en Moldavia, la famosa (para los que somos lectores de Paddy) y mágica mansión o conac, que es como denominan en rumano a una manor house, de Baleni, un lugar idílico en el que fueron aún incluso más felices los dos enamorados. La decadente casa solariega de los Cantacuceno, llena de cornamentas (de ciervos), pieles de oso, una biblioteca nutrida y selecta, música de piano y cítara y sirvientes tan entrañables como el cochero polaco Pan, el mayordomo ucraniano Ilfin, el turco Mustafá y la criada Niculina, la llevaban la hermana de Balasha, Pomma, y su marido Constantin (que se había batido varias veces en duelo), padres de la joven Ina, cuya belleza prerrafaelita comparaba Paddy con la Ofelia de Millais. En The vagabond and the princess, Ogden describe pormenorizadamente ese mundo crepuscular en el que la pareja vivió su amor. Bosques de robles en los que brillaban las doradas oropéndolas, campos llenos de abubillas y cielos anchos en los que se engastaba la pintada belleza de los abejarucos. A Balasha los campesinos le besaban la mano de rodillas. Paddy pasó cuatro años en Baleni –con un interludio en Londres en 1937- que ni les cuento, como si se hubiera metido en un relato de Tolstói o Chéjov. Si eres un mitómano de lo añejo centroeuropeo, los húsares, los aristócratas, la equitación, los zíngaros y las grullas, debías vivir en la Moldvia de los treintas como en un sueño, viendo como la noche se llenaba del canto de los ruiseñores y el sol salía por Besarabia. Todo acabó con un repentino despertar de cañonazos en 1939.
Se buscaron un nido de amor en un viejo molino entre limoneros en Lemonodassos, con vistas la isla de Poros, donde pasaron una temporada felices como solo lo puedes ser cuando descubres un cuerpo nuevo, nadas desnudo a su lado y lees juntos los clásicos.
Al estallar la guerra, Paddy partió para Gran Bretaña para alistarse y acabó en las fuerzas especiales, infiltrado en la Creta ocupada por los nazis. “Desde un mundo triste que se hunde en un vacío absoluto”, ella le escribía cartas sin saber dónde él estaba mientras Centroeuropa se precipitaba en el abismo y Paddy combatía y devenía un héroe. No volvieron a verse hasta 1965, 26 años después de su despedida. En el ínterin, los rusos habían llegado a Baleni. Balasha y su hermana, despojadas de todo por los comunistas –les dieron 15 minutos para abandonar la finca, requisada- malvivían en un pisito en Pucioasa ganando apenas para comer impartiendo clases particulares de francés. Leigh Fermor consiguió atravesar el Telón de Acero con un visado de 48 horas y encontrar a su princesa, pero de aquella mujer que amó apenas quedaba nada. Con 66 años, tras sufrir prisión, humillaciones, miseria y penalidades sin cuento y haber visto el fin de su mundo, era “una ruina ambulante”; incluso había perdido buena parte del legendario cabello, y la dentadura. A Paddy, camino de convertirse en un escritor de fama, acostumbrado a la alta sociedad, a los grandes viajes y la buena vida, y emparejado ya con la que sería el otro gran amor de su vida, la hermosa, mundana, rica (lo mantenía a él) Joan Rainer, hija del vizconde Monsell, tan solar y rubia como la princesa rumana era morena y lunar, le impresionó lo que vio. Balasha sabía que no podía hacerse ilusiones. Pero no cesó de escribirle a Paddy, y también luego a Joan, hasta su muerte en marzo de 1976 de un cáncer de pecho del que no pudo tratarse. Está enterrada en la cripta familiar en Baleni. Cuando unos amigos llevaron allí el ataúd atado en el techo de un coche los campesinos se alinearon en el camino de la vieja finca con sus ropas de domingo para rendir un último tributo a la princesa.
Paddy, hombre de grandes dones pero también con muchas sombras (Sommerset Maugham lo describió con muy mala leche como “ese tipo de clase media que hace de gigoló de mujeres de clase alta”), no volvió a ver a Balasha. Las cartas que le escribía a ella se fueron volviendo más distantes y frías. Pero conservó el recuerdo de aquel amor, de Moldavia y de Baleni, como una pequeña brasa que se resistía a morir en su corazón, en lo mejor de su corazón. En su casa en Kardamyli, en Grecia, recreó la chimenea de Baleni, una hermosa metáfora. “Tú eres parte de Baleni, Paddy”, le escribió Balasha una vez que pudo visitar su vieja mansión moldava devastada, convertida en una “casa para almas rotas” y que albergaba “toda la tristeza del mundo”. Todos pertenecemos a casas y personas perdidas.
En 2001, Patrick Leigh Fermor me llevó, después de comer, a una librería en Chelsea, John Sandoe Books. Lo hizo para regalarme una fantástica primera edición de Ill Met by Moonlight, el relato de Billy Moss de la operación de ambos para secuestrar al general Kreipe en Creta. Pero mientras paseábamos hablando de guerrilleros y aventuras me explicó que en esa librería había mantenido años, desde 1965, abierta una cuenta para que Balasha pudiera pedir todos los libros que quisiera y se los enviaran a Rumanía. La vida sin amor no vale mucho, pero sin amor y sin libros... Alzó Paddy los ojos húmedos al cielo de otoño y en su mirada había todo el pesar del recuerdo, la añoranza y el remordimiento del joven vagabundo que un día dejó para siempre a su princesa.

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