Gavin Menzies y la ruta china del descubrimiento
Gavin Menzies publicó en 2002 el libro “1421: el año en que China descubrió el mundo” en el que defiende que el explorador chino Zheng He alcanzó América 70 años antes que Cristóbal Colón.
Gavin Menzies es un capitán de submarino de la Marina Real británica ya retirado que empleó 14 años de investigación hasta publicar, en 2002, un libro titulado 1421: el año en que China descubrió el mundo. En esa obra defiende que Zheng He (郑和), el famoso almirante y explorador de la dinastía Ming (明, 1368-1644), alcanzó América ya en el año 1421, descubriendo así el nuevo continente 70 años antes que Cristóbal Colón. Gavin Menzies hizo una extensa recopilación de evidencias basadas en mapas y extractos de textos procedentes de Oriente y Occidente para sostener su teoría y causó con ello un gran debate internacional. Entre los círculos académicos el libro cosechó críticas. No obstante, todos coincidieron en una idea: una pequeña piedra lanzada al agua ha generado una gran ola y la obra ha logrado concentrar nuevamente la curiosa mirada del público sobre el siglo XV en la emocionante ruta del descubrimiento.
En el mundo anterior al siglo XV existían dos puntos conocidos por la gente común como “los confines del mundo”: uno de ellos era Tianya Haijiao (天涯海角), en el extremo sur de la provincia de Hainan; mientras que el otro se encontraba en el cabo Finisterre, en la parte oeste de España, en el litoral del océano Atlántico. A través de los anhelos de dos famosos marinos, ambos puntos se convirtieron en los extremos de una imaginaria ruta mundial y en su camino al oeste, ambos completaron su propio camino de descubrimiento personal. Sus nombres han quedado profundamente grabados en las mentes de todos. Uno de ellos es Zheng He quien, por orden de un emperador de la dinastía Ming, partió como diplomático a tierras desconocidas. El segundo no es otro que Cristóbal Colón, que se ofreció voluntario y logró el apoyo de la reina Isabel la Católica para sus exploraciones. Ambos completaron idéntica misión: ir allende las fronteras del mundo creadas por el imaginario popular y partir rumbo a un nuevo continente.
Ha pasado ya mucho tiempo desde que esta ruta imaginaria se convirtiera en una realidad, así como también en una importante zona económica y de viaje, que controló el desarrollo de la economía a lo largo del país y atrajo un incesante flujo de turistas. Lo que une estos dos extremos es, precisamente, este paisaje insondable.
En estos dos extremos podemos sentir que viajamos en el tiempo, buscar huellas heroicas y escuchar atentamente los anhelos de personas sabias. Ese camino que permite retrotraerse en el tiempo no está lejos de uno mismo: uno es el conocido como “el ciervo que vuelve atrás la cabeza” (鹿回头, Lùhuítóu) en el extremo sur de la isla de Hainan; y el otro es el Camino de Santiago, en la zona norte de la Península Ibérica.
En Hainan se encuentra la ciudad de Sanya (三亚), localizada en el extremo sur de la isla y también llamada Lucheng, “la ciudad del ciervo” (鹿城, Lùchéng). El nombre de “Lucheng” se inspira en el parque del monte Luhuitou y en una tradicional historia de amor de la etnia li (黎).
El parque Luhuitou se encuentra a 3 km al sur de Sanya, a solo 275 m sobre el nivel del mar, que lo rodea por tres lados, con una forma similar a la del tamín o ciervo de Eld (Rucervus eldii) que inspira entre los nativos el ya explicado nombre de Luhuitou. Al ascender a la cima del monte Luhuitou se disfruta de una vista panorámica de la ciudad.
En la cumbre del Luhuitou también hay una escultura: la hermosa y conmovedora imagen de una joven li que carga sobre sus hombros a un tamín que vuelve la cabeza y mira hacia atrás. En esa mirada que el ciervo lanza en derredor brilla una bella y emocionante historia popular de amor. Su protagonista masculino es un joven y apuesto cazador lleno de energía y confianza, que cruzó montaña tras montaña en un arduo viaje tras la pista de un cérvido, que acaba en la costa del Mar de la China Meridional. Cuenta la historia que el animal, sin escapatoria y cercado por peligrosos precipicios y por el vasto océano, se detuvo repentinamente en las alturas de un acantilado y volvió la cabeza inesperadamente para fijar su mirada asustada en el joven cazador. Erguido y rebosante de vida, la mirada del venado era límpida y bellamente conmovedora. En ese momento, dos pares de ojos se encontraron y, súbitamente, surgió el amor. El estupefacto cazador, que había tensado el arco presto a disparar la flecha, dejó caer la mano y el tamín se convirtió entonces, como por arte de magia, en una grácil y ágil joven de la etnia li. Tras sus nupcias, el cazador y la doncella pasaron allí el resto de sus vidas, envejecieron juntos, y tuvieron un matrimonio pleno de felicidad.
En el norte de la Península Ibérica, existe una ruta de peregrinaje que comienza en la cadena montañosa de los Pirineos, que representa una frontera natural para España y Francia, y acaba en la ciudad gallega de Santiago de Compostela, a escasa distancia del cabo de Finisterre. El nombre de esta ciudad se debe al apóstol Jacobo de Zebedeo en la tradición cristiana, posteriormente conocido como Santiago el Mayor, y cuya sepultura se encuentra allí. No obstante, la historia de esta ruta de peregrinaje se remonta a la del pueblo celta.
En dicha tradición, Lugus era el dios del sol, correspondiente a Apolo en la mitología griega. Los celtas creían en la religión druida, adoraban a la naturaleza y convirtieron el árbol del roble en el símbolo principal de sus creencias, ante el cual se postraban para rendirle culto. Asimismo, atribuían propiedades curativas, milagrosas y sagradas a la planta hemiparásita Viscum álbum, conocida popularmente como muérdago, que crece en las ramas del roble y que para los celtas pasó a ser considerada como una suerte de panacea. Siguiendo esa tradición céltica, los sacerdotes también recibían el nombre de “druidas,” cuyo significado no es otro que el de “sabios de los árboles,” esto es, “aquellos que conocen a los árboles,” y se les suponía el poder sobrenatural de conectar a los seres humanos con las deidades. Todo ser viviente depende del sol para crecer y el roble tampoco es una excepción. Por ello Lugus se convirtió en objeto de culto supremo para los druidas, en la deidad madre de los celtas.
Creían también que, cada día, el sol salía por el este y se ponía por el oeste, nacía y moría. Con el objeto de presentar sacrificios en su honor, que cada día se lanza a la costa atlántica, los grandes sacerdotes celtas o druidas siguieron la pista que la proyección de la Vía Láctea dejaba sobre el continente para marchar hasta el extremo oeste de la Península Ibérica, hasta llegar al fin del mundo junto a la costa del Atlántico. Este es el origen de esta antigua ruta de peregrinación. Cuando el cristianismo llegó a la Península Ibérica, el lugar de sacrificios de los celtas a su deidad madre, próximo al fin del mundo, pasó a ser la tumba del sagrado apóstol cristiano Jacobo. Por ello, la ruta de peregrinaje del pueblo celta se convirtió en un camino con la sepultura del apóstol como destino y, a día de hoy, este peregrinaje se conoce como “camino de Santiago”.
Con la proyección de la Vía Láctea en el continente como guía, aunque para los peregrinos que caminan hasta el “fin del mundo” este punto represente sobre el mapa el final abrupto de esta ruta de descubrimiento, el camino de introspección personal acaba de comenzar: únicamente al enfrentarse a la muerte puede la humanidad alcanzar, como en un fogonazo, la conciencia de la verdad.
En la actualidad, el nombre de Santiago alude a distintos lugares en no pocos países. Hasta tal punto es así que en el universo de Ernest Hemingway fue ese, precisamente, el nombre del protagonista de su novela El viejo y el mar. En esta obra, Santiago es el anciano tenaz y valiente que desdeña el peligro para luchar contra los tiburones y la historia compone una metáfora del complicado dilema al que se enfrenta la humanidad en su lucha por la supervivencia en la naturaleza. Si se desea sobrevivir, es necesario absorber otras formas de vida para convertirse en pieza clave de la cadena de supervivencia, por lo que es forzoso adoptar el papel del cazador y mudarse en enemigo de esas formas de vida. Al mismo tiempo, sin embargo, la bondad del género humano requiere de una convivencia pacífica con la naturaleza. Este delicado dilema debe ser empujado por la fuerza al punto muerto que representa el “fin del mundo” para llegar a un estado de confrontación. Es lo que sucede con el sentimiento de lamentación por el estado del universo y la lástima que produce el destino de la humanidad que se revela en el duelo del viejo Santiago con el gran pez.
Este camino, que ha dado forma a la propia ruta del descubrimiento del género humano, no tendrá nunca un punto culminante, es decir, jamás tendrá fin. Incluso si se encontrara ese final en el espacio se rendiría finalmente a su punto de inicio en el tiempo: el siglo XV. Fue en ese momento cuando los heroicos exploradores de Oriente y Occidente coincidieron en sentir en sus corazones la agitación causada por el anhelo y la intensa emoción de divisar otros mundos. Superando con arrojo los obstáculos impuestos por los límites sensoriales convirtieron el “punto final” de antaño en el punto de inicio inmediato e iniciaron su viaje en busca de un nuevo mundo.
Publicado originalmente en: Revista Instituto Confucio.Número 33. Volumen VI. Noviembre de 2015.
Ver / descargar el número completo en PDF
Ver / descargar el número completo en PDF
No hay comentarios:
Publicar un comentario