Un panfleto maravilloso
La poeta y crítica Annie Le Brun destapa la degradación y la fealdad que promueven artistas-empresarios, galeristas-ojeadores y críticos de arte-comisarios-prescriptores
'Seated Ballerina', de Jeff Koons, en Nueva York en 2017. TIMOTHY A. CLARY AFP / GETTY IMAGES
La enseñanza artística en las escuelas debería empezar por este final. Por el final del final del arte que es Lo que no tiene precio, de la incorruptible Annie Le Brun. Esta poeta y crítica francesa (Rennes, 1942) ha creado un artefacto duchampiano: no sabemos qué tipo de libro es, pero está lleno de significado. Sus más de 200 páginas son otras tantas guillotinas que muchos críticos de arte hubieran querido dejar caer, pero ya es demasiado tarde y hemos llegado demasiado lejos, agasajados, pringados o literalmente a sueldo de los jefes de siempre.
Ocurre que todo en el arte actual —desde una banalidad a la puja multimillonaria por un Leonardo dudoso— está sujeto a su teorización y mercantilización. De ahí que sea tan difícil salirse del bucle. Pero Le Brun habita en otro planeta, allí la vemos sola, con su fular, su sombrero-boa que se come un elefante y su sable apuntando al estercolero. La denuncia de esta controvertida anarcoecologista y feminista, experta en Sade, Jarry y Rimbaud, es contra la degradación y la fealdad que promueven artistas-empresarios, galeristas-ojeadores y críticos de arte-comisarios-prescriptores. También contra el saqueo generalizado de Occidente que vive bajo el imperio estético de lo que llama “realismo globalista”.
Los que cobran de lo lindo son siempre los mismos: Koons, Hirst, Saatchi, Arnault, Pinault y esos otros fenómenos de la provocación y del gigantismo artístico, léanse entre líneas Larry Gagosian, Ai Weiwei, Marina Abramovic, Christo, Joana Vasconcelos, Botero, Plensa…, brutalizadores de aeropuertos y plazas públicas. La violencia del dinero ha sitiado el dominio de lo sensible, invadiendo, sometiendo y domesticando los museos, convertidos en parques de atracciones donde reciben reverencia “los que fueron colaboradores de gobiernos nazis (Vuitton) y los que amasaron su fortuna con dinero del apartheid(Fundación Cartier) (…). Ya no existe un solo problema artístico que no sea comercial desde que una buena parte del arte contemporáneo se ha convertido en una apuesta decisiva de las altas finanzas”, opina Le Brun a propósito del monopolio de explotación del Vantablack (un color negro tan intenso que es capaz de abolir las formas, el contorno y el relieve) por Anish Kapoor, quien ha privado del derecho a servirse de él al resto del mundo. Es el botín al que se refería Walter Benjamin, el que forman todos los bienes culturales, incluido el outsider art, que los vencedores no paran de apropiarse. La salida que propone la autora está en el campo de la belleza, una belleza libre que no viene de arriba, sino de muy abajo, de pasadizos profundos donde operan los resistentes, “soñadores y desertores dispuestos a inventar una nueva historia del otro lado del tiempo”.
Gerentes de museos, por cinismo o por vergüenza, regalen con el precio de la entrada este libro sin precio. Amasadores de arte, despréndanse de sus obras, llenen con ellas cárceles, ministerios, polideportivos, restaurantes chinos; cuélguenlas en Wallapop o quémenlas en la próxima Documenta. El idilio con el arte ha terminado. Hay que empezar de nuevo.
Lo que no tiene precio. Belleza, fealdad, política. Annie Le Brun. Traducción de Lydia Vázquez Jiménez. Cabaret Voltaire, 2018. 240 páginas. 19,95 euros.
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