La versión de Ilsa
Ahora conoceremos la valiosa aportación de la autora a esta historia que ya era de novela antes de ser novelada
Carnet del Frente Popular de Ilsa Barea, fechado en 1937. COLLECTION ULLYRUSBY-SMITH
Conocemos a Ilsa. Todos aquellos que hemos leído La forja de un rebelde la conocemos a través de la mirada de Arturo Barea. Ilsa es esa mujer que aparece una noche de noviembre de 1936 en la quinta planta de la Telefónica, allá donde Barea trata de ejercer, en medio del caos, de censor de las crónicas que los corresponsales extranjeros escriben sobre la guerra de España. De pronto, hace su aparición: “Ya había pasado los 30 y no era ninguna belleza. ¿Para qué demonios me mandaban a mí una mujer desde Valencia? Ya era bastante complicado con los hombres. Mis sentimientos, todos, se rebelaban contra ella”. Sabemos también que en muy poco tiempo las suspicacias de aquel hombre áspero y desabrido que era Barea se disipan, y su recelo se transforma en admiración por esta camarada inesperada de aspecto rotundo. En admiración y en un amor sólido que los unirá hasta la muerte del escritor, en 1957.
Siendo Barea quien nos cuenta la historia es natural e inevitable que sea Ilsa un personaje secundario; fundamental, por cuanto salvará al narrador de un delicadísimo hundimiento psicológico, pero subordinado a la peripecia de quien protagoniza la trilogía. Pero aquella mujer que se plantó en el Madrid sitiado con el ánimo de mejorar la información que del conflicto se ofrecía al mundo y con la esperanza de formar a los jóvenes de un futuro país socialista contaba con un bagaje sin competencia en el bullicioso universo de la Telefónica. Ilse Wilhelmine Elfriede Pollak ya era un personaje público antes de que Barea la inmortalizara a través del retrato que ofrece en su novela. El decidido compromiso político que se le había despertado en sus inicios universitarios, estudiando sociología en el primer campus austriaco en el que admitían a mujeres, la llevó a afiliarse al partido comunista, luego al socialista, y a convertirse finalmente en una oradora de tal elocuencia que el propagandista Willi Münzenberg la promocionó para participar en los congresos juveniles de la Internacional Comunista. Se había casado con el también activista Leopold Kulcsar y ambos habían colaborado en la creación de publicaciones combatientes contra el imparable avance del nazismo. Fue en su exilio en Praga cuando Ilse sentiría la necesidad de participar como traductora y periodista en esa guerra que resumía la lucha urgente contra el fascismo, la de España.
Hablaba cinco idiomas y servía de intermediaria entre los corresponsales y la oficina de censura del bando republicano
No era fácil en ese momento entrar en nuestro país, mucho menos llegar a Madrid, con todo el Gobierno huido en Valencia, pero esta mujer valerosa, determinada y comprometida en cuerpo y alma con la lucha obrera lo consiguió. Su incesante peripecia vital era entonces ya, a los 34 años, un material suficientemente atractivo y heroico como para ser tenido en cuenta en la narración histórica de la guerra o para ascender a la categoría de biografiada. Son muchos los testimonios con los que contamos para trazar la historia de esa vida, porque Ilse, Ilsa Barea, fue una cómplice fundamental para los periodistas extranjeros que dependían del consentimiento del Gobierno republicano a la hora de enviar sus informaciones. Ilsa hablaba con fluidez cinco idiomas y servía de intermediaria entre unos corresponsales ávidos de noticias y una oficina de censura que, torpemente, solo autorizaba informaciones positivas sobre el bando republicano. A pesar de sus fuertes convicciones socialistas y de optar por el silencio ante los crímenes soviéticos, Ilsa creía que enmascarar la realidad solo favorecía el empeoramiento de la ya de por sí precaria situación del Ejército republicano. Su firme defensa de la libertad de prensa le acarreó no pocos problemas. Levantaba sospechas a cada paso; unos la creían espía, otros la acusaban de trotskista y casi todos desaprobaban la relación con Barea, puesto que ambos estaban casados cuando se conocieron.
Una puede imaginar el impacto que provocó la llegada de la camarada austriaca. Ella siempre fue consciente de su impacto y lo relató con ironía. En un edificio en el que las telefonistas y las ascensoristas no habían perdido, a pesar de la guerra, la coquetería y marchaban en grupo al lavabo para retocarse el carmín, Ilsa vestía, muy a conciencia, una ropa funcional de joven revolucionaria y zapatones planos. Enfundada en un abrigo militarote que aumentaba unas espaldas ya de por sí anchas, Ilsa demostraba una eficacia y saber hacer que conquistó a los escépticos, comenzando por Barea, y la convirtió en un personaje célebre y respetado en el asombroso universo de la Telefónica.
La insistente descripción de Ilsa como mujer poco agraciada pero brillante y valerosa es muy significativa. Pero lejos de acomplejarse, ella misma parecía sentirse orgullosa de poseer un atractivo no basado en una belleza convencional. Cuando cruzaba a diario la Gran Vía, en vez de correr para esquivar las posibles bombas, pisaba fuerte. No es que no sintiera miedo, es que aprendió de la determinación de los humildes a vivir desafiando la muerte. Parece que la estoy viendo, desarreglada y poderosa, subiendo hasta la quinta planta, poseedora de un compromiso político que le concedió la fuerza de la fe. Si supimos de Ilsa a través de Barea es, sin duda, porque ella le salvó la vida. Ahora conoceremos su valiosa aportación a esta historia que ya era de novela antes de ser novelada.
Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar. Traducción de Pilar Mantilla. Hoja de Lata, 2019. 352 páginas. 21,90 euros.
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