La poeta austríaca Ingeborg Bachmann
Pensamiento
La palabra transversal
"Escribir es como abrazar un cuerpo que no se ve", cita la autora argentina en esta reflexión sobre el poder que adquiere la escritura cuando logra superar las fronteras artificiales de los géneros literarios, y los lugares comunes que custodian la banalidad
Noticias de ADN Cultura: Sábado 14 de agosto de 2010 | Publicado en edición impresa .
Por María Negroni
Para LA NACION - Nueva York, 2010
En una de las rarísimas entrevistas concedidas por la narradora y poeta austríaca Ingeborg Bachmann, el periodista -frustrado porque ella se niega, de modo rotundo, a deslindar la poesía y la prosa- exclama:
-Pero no me negará que en la poesía hay más música y que la música tiene un componente irracional.
A lo que Bachmann, después de un silencio (que nos permite oír de nuevo, como en un sueño, la melodía insolente y compleja de su novela Malina ), replica:
-Nunca se le ocurra decir tal cosa a un compositor.
La anécdota me sirve porque refuta, sin miramientos, uno de los malentendidos más viejos en materia literaria y porque lo hace con un gesto oblicuo, no desprovisto de sorna.
¿Cuál es ese malentendido? El que se empeña en clasificar los textos en géneros, fijando fronteras, estableciendo categorías, allí donde, en sentido estricto, no hay más que autores, es decir, aventuras espirituales, asaltos y expediciones dificilísimas que se dirigen -cuando valen la pena- a un único y obsesivo núcleo.
No hay, quiero decir, razones válidas, ni siquiera lógicas, para esas nociones expandidas que equiparan novela con trama argumental, poesía con emoción y ensayo con pensamiento, a menos que se busque un desconsuelo perfecto. En materia de escritura, nos guste o no, el único paisaje que interesa es el territorio del lenguaje, allí donde quien escribe pone a prueba su voluntad de crear y donde mide (para desmentirlos o ampliarlos) los límites de su propio instrumento verbal, que son también los de su mundo.
Edmond Jabès dijo algo parecido con una imagen potente: comparó la poesía y el ensayo a dos hermanos siameses con cabezas separadas. En efecto, la escritura, cuando es tal, busca siempre lo mismo: rebelarse contra la frase hecha y el automatismo, contra lo consabido que embalsama la vida y congela el pensamiento, contra lo que cancela el derecho a la duda y la concomitante conciencia de no saber; en suma, contra lo que desalienta la reflexión y empuja a la pura exterioridad, limitando a las criaturas el acceso a su propia inadecuación, su misterio más hondo.
De ese modo y no de otro, logra su objetivo más arduo: producir estampas del desacomodo. Digamos que, en su construcción dubitativa, traza un atlas efímero e invita al lector a perderse, como un amante sin certezas, en pos de su verdad más pulsional -que incluye los enigmas nerviosos de su cuerpo- y así desarma, por un tiempo al menos, los decorados de la certidumbre.
Estoy hablando de un diagrama inestable, de un impulso que parte de una reivindicación poco común (la reivindicación de la ignorancia) y desde ahí cuestiona esa idea, en el fondo, autoritaria que, desde el confort de una aparente inocencia estética, propone siempre una realidad sin fisuras.
A esta disposición, a esta fiel persistencia en el punto de vista, a esta aventura sigilosa de pensar más allá de lo ya pensado y de la costra del uso -que es otro nombre de lo intrascendente- le debe la literatura su felicidad. ¿No es acaso el arte, el arte por excelencia de preguntar? Fabulosa tautología que prueba -si fuera necesario- que, allí donde se vuelve posible lo insólito y el hábito se agujerea, hay lugar para esa conciencia más fina donde se refugia desde siempre el espíritu.
Realidad textual, entonces, no suma de peripecias ni anorexias de la reflexión disfrazadas de banalidades ni obediencias a las modas del mercado, es decir, al campo de la oferta y la demanda. El arte empieza allí donde la trama, como diría el crítico Miguel Dalmaroni, cede el puesto al trauma, "concentrándose a un tiempo en lo que es sin nombre y lo que se le escapa". O bien, lo que es igual: allí donde el lenguaje se vuelve falta de lenguaje y hace de esa falta una riqueza porque ¿dónde se podría buscar mejor un infinito que en una localización del vacío?
¿Tengo que agregar que las ideas son emociones de la inteligencia? ¿Que el pensamiento se parece siempre a una victoria dolorosa y fugaz? ¿Que la poesía es una declinación del asombro? ¿Que, en la prosa que vale, la poesía sigue estando cerquísima de sí misma?
Escritores como Ingeborg Bachmann conocen el peso y la indomable urgencia de estas premisas. Por eso, tal vez, sus libros no figuran en las mesas más visibles de las librerías ni acceden con soltura a los circuitos internacionales. Su música, sin embargo, no está sola: sale de un coro inquieto y ávidamente díscolo que postula un viaje indefenso a zonas que todavía no existen. Me refiero a esas zonas donde cada lector, llevado por un personaje principal que es siempre la materia verbal, buscará dejar de existir y aprender a ser. Y también, intentará perderse -igual que el escritor- y disolver las capas y capas de petrificaciones que lo abruman como "realidad". A esto se refería, sin duda, Macedonio Fernández al afirmar que la del lector es la carrera literaria más difícil. Yo agregaría que allí donde el riesgo es más alto, también el sueño es más exquisito, más rica la desorientación que crea.
Como fuere, para esta estética hecha de astillas, la experiencia literaria representa un modo radical de la libertad, una ontología que, al no descartar el desengaño ni lo heterogéneo, hace de la verdad conjetura y de la ambigüedad de la palabra una garantía contra la desgracia de lo unívoco.
Termino con una frase del poeta francés Bernard Noël: "Escribir es como abrazar un cuerpo que no se ve". Por eso, quizá, la palabra poética es transversal, anónima y desorientada. Por eso, también es quizá, inesperadamente, política y necesaria.
© LA NACION
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"Escribir es como abrazar un cuerpo que no se ve", cita la autora argentina en esta reflexión sobre el poder que adquiere la escritura cuando logra superar las fronteras artificiales de los géneros literarios, y los lugares comunes que custodian la banalidad
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