Muere Carlos Sahagún, poeta de la Generación del 50
El escritor alicantino fue un poeta fronterizo, etre los del 50 y 68 por su concepción del poema como materia autónoma
Carlos Sahagún (Onil, Alicante, 1938) decidió, a finales de los años noventa, apartarse del mundo literario y se negó a reeditar su obra. Decía a sus amigos (yo lo viví muy directamente intentando conseguir alguno de sus libros para la incipiente colección de poesía de Bartleby Editores) que no le preocupaba la posteridad, que había decidido hacer una edición limitadísima de su poesía completa mediante impresora para sus herederos y que le dejaran en paz. Esa retirada voluntaria explica en parte la discreta, por no decir nula, difusión de la noticia de su fallecimiento, en Valladolid, el pasado 28 de agosto.
Sahagún obtuvo el premio Adonais en 1957, con solo 19 años, con un libro referencial de aquella década: Profecías del agua (1958). Tuvo, además, el privilegio de formar parte de la hoy mítica antología de Francisco Ribes Poesía última (Taurus, 1963), junto a Ángel González, Eladio Cabañero, José Ángel Valente y Claudio Rodríguez, y fue considerado, por la crítica y por el mundo académico, como el más joven integrante de la generación del medio siglo. Taciturno y pesimista, beligerante en defensa de los desfavorecidos (fue una presencia asidua en el Pozo del Tío Raimundo en los tiempos del Padre Llanos), fue, sin embargo, un poeta fronterizo tal y como lo señaló Angel Luis Prieto de Paula: deudor de los poetas más sociales del 50 (incluso de los anteriores como Gabriel Celaya o Blas de Otero) y, a la vez, próximo a los del 68 por edad (nació el mismo año que Manuel Vázquez Montalbán) y por su concepción del poema como materia autónoma, como unidad de crítica, aunque con una renuncia expresa al barroquismo y a los excesos verbales. Su poesía de tono conversacional y de un lirismo hondo y emocionado, se plasmó en libros memorables, hoy olvidados de manera injusta e inmerecida. A Profecías del agua siguió Como si hubiera muerto un niño (1971), poemario que tuvo dos reediciones, en 1992 y en 2008, esta última, con estudio y lectura de un joven poeta, Antonio Lucas, lograda tras muchas dificultades y después de vencer no pocas reticencias (lo viví de cerca como director de la colección en que se publicó). Ese segundo libro consolidó su voz personalísima y lo situó en no pocas antologías epocales (aunque siempre pesó sobre su proyección literaria su condición fronteriza).
Fue un poeta fronterizo, deudor de los poetas más sociales del 50 (incluso de los anteriores como Gabriel Celaya o Blas de Otero) y, a la vez, próximo a los del 68 por edad y por su concepción del poema como materia autónoma, como unidad de crítica, aunque con una renuncia expresa al barroquismo y a los excesos verbales.En la década de los setenta, Carlos Sahagún vivió el más alto nivel de reconocimiento por parte de la crítica y de los lectores. Publicó, en 1973, Estar contigo, un libro de madurez, un canto de amor tamizado por el compromiso colectivo, por la memoria y por los avatares del presente, compuesto por poemas en los que la intimidad confesada en voz baja, casi confidencial, tenía mucho del tono entre coloquial y elegíaco dominante en ciertas poéticas del cincuenta; bajo el sello Lumen dio a la imprenta su poesía completa, Memorial de la noche, que incluía el poemario En la noche, publicado ese mismo año y comenzó a dirigir la colección El Bardo que fundara José Batlló bajo el marchamo Los libros de la frontera. Profesor de Secundaria en un instituto de Barcelona, firmó un manifiesto contra la unicidad del catalán como idioma oficial en esa nacionalidad histórica y vivió un distanciamiento paulatino respecto a las posiciones políticas dominantes en su entorno profesional en Cataluña.
Primer y último oficio fue su último libro publicado. Apareció, también, en El Bardo, en 1979, y fue reconocido con el Premio Nacional de Poesía del año siguiente. Después, sólo protagonizó puntuales apariciones a lo largo de los años 80 y 90 entre las que cabe destacar su presencia, en 1985, en un encuentro en Granada entre escritores del 50 con escritores de la naciente promoción de la transición, promovido por la Universidad de esa ciudad . En aquel encuentro, recogido íntegramente en un número especial de la revista Olvidos de Granada de aquel año, Sahagún ya mostró su tendencia al escepticismo y vino a anticipar implícitamente su voluntaria retirada del escenario poético. Sólo la antes citada reedición de Como si hubiera muerto un niño y una antología titulada Poesías escogidas (1957-1994) darían cuenta de su existencia en los años posteriores.
Cabe esperar que su muerte en el olvido sea un acicate para la reedición de su poesía completa. En distintas publicaciones han aparecido en estos años algunos poemas inéditos en libro. Llevar de nuevo a las librerías Memorial de la noche con aquellos textos que escribiera con posterioridad sería algo más que un reto. Una obligación moral y un acto de justicia aún a riesgo de vulnerar su deseo de automarginación.
'IN MEMORIAM'
El fulgor de las palabras
El poeta Carlos Sahagún deja una obra poética escrita en carne viva
Lo escribió al frente de su último y ya lejano libro de poemas (Primer y último oficio, 1979): “Y todo gira perezosamente, / todo es ceniza derramada a ciegas / alrededor del sueño. / Porque tu mundo es este: / por él avanzas como quien sostiene, / a vida o muerte, un cuerpo sobre el agua”. Veinte años antes, al final de “Cita en el mar” (Como si hubiera muerto un niño, 1960), hallamos el primer atisbo de esa imagen: “Te llevé con dulzura entre mis brazos. Hijo / mío. Salvajemente nos esperaba el mar”. Quien lea estos versos de Carlos Sahagún (Onil, Alicante, 1938-Madrid, 2015) puede tener la tentación de pensar en el hombre huraño, pesimista aunque lúcido, que dejó de escribir por falta de estímulos para hacerlo y porque estaba enfadado con casi todo. Pero el Sahagún verdadero era otro, no dejando de ser nunca aquel existente desazonado: era aquel conmovido y tenaz cirineo que “sostiene, a vida o muerte, un cuerpo sobre el agua” o que lleva hacia el mar de una vida incierta su propia infancia en brazos. Aquel cuerpo vencido o este niño significaban la inocencia y la felicidad, que había que poner a salvo. No sólo las suyas sino las de todos… Por ello Sahagún declaró su hostilidad intransigente a la guerra civil perdida, al silencio cómplice, a la injusticia consentida, a la prepotencia dulcificada por el compadreo.
Pero antes fue el poeta de la esperanza. Ganó el Premio Adonais de 1957 con un libro que escribió a los diecinueve años y que, no por casualidad, habló de las profecías del agua. En forma de manantial, de río, de nube, de lluvia en la noche, del mar al que se llega, del experimento vivido en el aula escolar de química, el agua es símbolo de lo mejor del ser humano. Se trata de un libro que habitan insolentemente niños pero también el hombre maduro que ha sido “familiar de los muertos más caídos, / espectador heroico de las cenizas”, y las muchedumbres que se reconocen “todos juntos / viendo crecer el trigo y caer la lluvia” y aquellas que “le llamaron posguerra a este trozo de río, / a este bancal de muertos”. A despecho de los tributos dulzones a la poética de una época, Profecías del agua es un libro que habla de una guerra perdida y que impone su sencillez vehemente y la asombrosa riqueza de sus imágenes, como sólo lo hizo entonces otro poeta veinteañero, Claudio Rodríguez. Poco después, Como si hubiera muerto un niño, el poemario que ganó el premio Juan Boscán en 1960, fue un paso más hacia su madurez: el niño gozoso pasa a ser ahora el que se ha perdido y “si no encuentra / el hilo del amor, dale la mano”. Y es también el retrato de un niño que nos reprocha en silencio porque “la vida es como un río grande. No debimos crecer”. Escrito dilatadamente entre 1961 y 1972, y publicado en 1973, Estar contigo fue un libro de amor que recapitulaba la incipiente madurez y el paso del tiempo, que es conocimiento, para llegar al tiempo de la historia: la miseria entrevista encuentra su nombre (“Visión de Almería”); la posguerra se muda en desesperanza cuando no hay “nada en el horizonte de color Normandía” (“Desembarco”), y el amor de adultos es ya cuestión de “nuestros cuerpos solidarios”.
Primer y último oficio (1979) fue un título veraz y premonitorio, aunque nadie pudo pensar que sería el postrero. Todas sus imágenes son poderosas; los versos, más cincelados y sonoros que nunca, pero la realidad es sombría: se habla de “la innoble luz de la memoria” y si “arde la memoria”, es para recordarnos que “lentamente / renace para lastimarnos / la adolescencia irreparable”. Todo se convierte en destierro y derrota, en noche insomne y arenas desoladas, que impregnan incluso los hermosos “Lugares” que describe la IV parte del libro. La tercera sección, “País natal”, incluye los más duros y sobrecogedores poemas que se han escrito sobre las condenas a muerte de “Septiembre 1975” y sobre la muerte de Franco (“su descenso al infierno, un largo epílogo / de ávidos bisturís y transfusiones. / Más no bajan con él los días aciagos…”).
Ojalá que, entre los primeros avisos de otro otoño (no menos lleno de signos de vergüenza), Carlos Sahagún, poeta, catedrático de literatura, ciudadano y rebelde, haya encontrado la paz que se negó a sí mismo y halle los lectores que nunca buscó para sus versos en carne viva.
Pero antes fue el poeta de la esperanza. Ganó el Premio Adonais de 1957 con un libro que escribió a los diecinueve años y que, no por casualidad, habló de las profecías del agua. En forma de manantial, de río, de nube, de lluvia en la noche, del mar al que se llega, del experimento vivido en el aula escolar de química, el agua es símbolo de lo mejor del ser humano. Se trata de un libro que habitan insolentemente niños pero también el hombre maduro que ha sido “familiar de los muertos más caídos, / espectador heroico de las cenizas”, y las muchedumbres que se reconocen “todos juntos / viendo crecer el trigo y caer la lluvia” y aquellas que “le llamaron posguerra a este trozo de río, / a este bancal de muertos”. A despecho de los tributos dulzones a la poética de una época, Profecías del agua es un libro que habla de una guerra perdida y que impone su sencillez vehemente y la asombrosa riqueza de sus imágenes, como sólo lo hizo entonces otro poeta veinteañero, Claudio Rodríguez. Poco después, Como si hubiera muerto un niño, el poemario que ganó el premio Juan Boscán en 1960, fue un paso más hacia su madurez: el niño gozoso pasa a ser ahora el que se ha perdido y “si no encuentra / el hilo del amor, dale la mano”. Y es también el retrato de un niño que nos reprocha en silencio porque “la vida es como un río grande. No debimos crecer”. Escrito dilatadamente entre 1961 y 1972, y publicado en 1973, Estar contigo fue un libro de amor que recapitulaba la incipiente madurez y el paso del tiempo, que es conocimiento, para llegar al tiempo de la historia: la miseria entrevista encuentra su nombre (“Visión de Almería”); la posguerra se muda en desesperanza cuando no hay “nada en el horizonte de color Normandía” (“Desembarco”), y el amor de adultos es ya cuestión de “nuestros cuerpos solidarios”.
Primer y último oficio (1979) fue un título veraz y premonitorio, aunque nadie pudo pensar que sería el postrero. Todas sus imágenes son poderosas; los versos, más cincelados y sonoros que nunca, pero la realidad es sombría: se habla de “la innoble luz de la memoria” y si “arde la memoria”, es para recordarnos que “lentamente / renace para lastimarnos / la adolescencia irreparable”. Todo se convierte en destierro y derrota, en noche insomne y arenas desoladas, que impregnan incluso los hermosos “Lugares” que describe la IV parte del libro. La tercera sección, “País natal”, incluye los más duros y sobrecogedores poemas que se han escrito sobre las condenas a muerte de “Septiembre 1975” y sobre la muerte de Franco (“su descenso al infierno, un largo epílogo / de ávidos bisturís y transfusiones. / Más no bajan con él los días aciagos…”).
Ojalá que, entre los primeros avisos de otro otoño (no menos lleno de signos de vergüenza), Carlos Sahagún, poeta, catedrático de literatura, ciudadano y rebelde, haya encontrado la paz que se negó a sí mismo y halle los lectores que nunca buscó para sus versos en carne viva.
José Carlos Mainer es catedrátrico emérito de Literatura española en la Universidad de Zaragoza.
el dispensador dice: los poetas suelen tener banderas... o al menos nacer bajo ellas... pero seguramente ninguno de ellos tiene fronteras, porque el pensamiento poético es bien universal, comprendiendo el todo aún cuando parta de las partes o se sustente en ellas... de allí que el pensamiento poético recale en cada alma con forma propia, alimentando las esencias de cada espíritu de modo singular y único, indivisible, de modo sostenido... algo así como "universal"... propio de universos visibles e invisibles, multidimensionales y paralelos, coexistentes en tiempos y sin ellos (tiempos)... traducido: los poetas se van... pero sus poemas permanecen... y con ellos sus pensamientos poéticos que trascienden los espacios hacia el siempre jamás. SEPTIEMBRE 05, 2015.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario