Mi primer cómic (I): Álvaro Pons, el niño de Bruguera
"Para mí nunca han sido ni Bruce Wayne (Bruno Díaz) ni el Joker, igual que Daredevil siempre será Dan Defensor y el verde Hulk, La Masa, ¡qué narices!"
ÁLVARO PONS
Valencia
Cuando se piensa en la máxima autoridad de cómic de España el primero que llega a la mente es Álvaro Pons (Barcelona, 1966). Lo ha leído todo, se lo ha estudiado y, además, ha tenido la consideración de compartir su pasión y conocimiento con todos nosotros. Conocido por sus numerosos artículos, exposiciones y contribución a la divulgación del mundo del tebeo, Pons acaba de recopilar los mejores artículos de su bitacora , un repaso certero a su historia con el cómic, ensayos sobre el séptimo arte y algunos de los mejores trabajos que pasaron por sus manos. Él, como uno de los primeros del movimiento bloguero, ya ha hablado de todo. En esta sección que hoy abrimos en KA-BOOM, Pons se estrena repasando las lecturas con las que comenzó todo, con las que dio sus primeros pasos en un universo que, aunque entonces no lo supiera, se convertiría en su vida y la de sus lectores.
Portada de 'La cárcel de papel', de Álvaro Pons.
Soy de la cosecha del 66. Con tiempo ya para empezar a tener solera o, también, según se mire, para dejar escapar los primeros tufos a rancio. Es una generación que se caracteriza por dos puntos importantes: el primero, bien conocido, que somos los del boom, los del momento de alegre procreación que hace que hoy los cincuentañeros o cincuentones seamos, por número, target suculento de mercadotecnia telefónica… y candidatos ideales a parado de larga duración. El segundo, quizás menos mediático, es que fuimos la generación de niños y niñas de los tebeos de Bruguera. Cuando yo era pequeño, el quiosco era algo así como un paraíso terrenal, decorado con largas cuerdas que sostenían decenas de tebeos, bien sujetos con pinzas de madera prestas a dejar su marca indeleble. Era la época de decidir entre Mortadelo, Tio Vivo, Pulgarcito, ddt (con minúsculas, luego nos enteramos que la degradación de mayúsculas a minúsculas era todo un símbolo), TBO, Zipi y Zape…
Eso los niños, porque las niñas tenían las suyas, como bien nos habían enseñado: los niños con los niños y las niñas con las niñas; que los niños tenían el sacrosanto deber de defender a dios, la patria y la familia, y las niñas, de ser doctas amas de casa que proveyeran de muchos descendientes y opíparas comidas. Pero esa era otra historia. Era el momento del dominio absoluto de los personajes de F. Ibáñez, señor al que admirábamos profundamente como un nuevo Velázquez renacido, capaz de conseguir que para nosotros los billetes de cinco mortadelos tuvieran mucha más importancia que una moneda de cinco duros (porque entonces, todavía, contábamos en duros).
En esos tiempos, ponerse malo era una bendición: cierto es que la costumbre del momento era que había que sudar la fiebre, por lo que un resfriado implicaba quedar atado a la cama bajo una tonelada de mantas pero, ay, todo tenía su contraparte, porque además de no ir a clase, que no estaba mal, significaba también que me traían en justa compensación por el sufrimiento una buena montaña de tebeos.
Yo tuve la suerte, además, de que mi padre era un buen aficionado a los tebeos. En mi casa había colecciones de tebeos de Bruguera, del TBO, de las maravillosas ediciones mejicanas de Novaro y de las modernas de Vértice con material británico. Y de la colección DUMBO, que publicaba en España las mejores historias de los personajes de Disney, con las que aprendí a leer. Es difícil concretar el primer recuerdo de una persona, pero yo lo asocio a mirar las viñetas de uno de esos tebeos de DUMBO, quizás con tres años, oyendo la voz de mi padre que leía cada bocadillo y yo ansiando descifrar ese enigmático código de letras que me abriría las puertas de todos los demás tebeos. Recuerdo fascinarme con la malvada estupidez de los golfos apandadores y con la maquiavélica inteligencia de Borrón el encapuchado, el primer villano de mi existencia, que, si mi memoria no me falla, además de enfrentarse a Mickey Mouse, también tuvo sus encontronazos con el primer superhéroe del que soy consciente, Super Goofy.
Tras ellos, ya como lector ávido, vino una larga y dorada luna de miel con las creaciones de Ibáñez, que se fue combinando con el descubrimiento de los antiguos genios de la historieta española, de Cifré a Vázquez pasando por Conti, Peñarroya y tantos otros, que duraría lo justo para pasarme a los superhéroes de la DC. Mi padre encuadernaba las ediciones de Novaro en unos gruesos volúmenes rojos y tengo la imagen perfectamente grabada en la memoria de la primera vez que me dejó coger uno, quizás con ocho o nueve años. Me quedé prendado de las historias increíbles que aparecían en Titanes Planetarios, Relatos Fabulosos, Mi gran aventura, Batman o Historias Fantásticas. Descubrí a Linterna Verde, Flecha Verde, el Museo del espacio, Batman, Supermán, Aquamán (siempre con acento, sí, que en el cole bien nos decían que las agudas acabadas en n o s llevaban tilde), Escuadrón suicida, los Temerarios, Guardián del Espacio y Rip Robles. Y que Batman era en realidad Bruno Díaz, y que su archienemigo era el Comodín. No, para mí nunca han sido ni Bruce Wayne ni el Joker, igual que Daredevil siempre será Dan Defensor y el verde Hulk, La Masa, ¡qué narices!
Después, pasé de esos héroes a las ediciones de los clásicos británicos: las ambiguas personalidades Zarpa de Acero o Spidermán (no el marveliano, sino el británico The Spider de orejas puntiagudas que luego copiaría el vulcaniano Spock, que cosas de la vida, fueron escritas casi siempre por Jerry Siegel, uno de los creadores de Superman) me atrajeron al lado oscuro de unos fascinantes antihéroes que entonces me parecían lo más osado. ¡Un malo era el protagonista! Comprendan ustedes que cuando cayó en mis manos la primera edición de Spidermán de Vértice, en esos tomos pequeños de grueso lomo y espantoso remontado, las desventuras del jovenzuelo Peter Parker me parecieran chorradas propias de un mindundi desaborido. Pese a todo, caí en algunos de los héroes marvelianos, los que yo pensaba, con 11 o 12 años, que eran más “para mayores”. En la Patrulla-X (¡ni de coña X-Men!), en el juvenil Nova y en el ciborg Deathlock, que recuerdo, pero de forma efímera, porque pasé rápidamente a las historias de terror de la Warren que se publicaban en Vampus, Rufus, Dossier Negro o Vampirella, protagonizada por la bellísima drakuloniana que fue motivo mi primer enamoramiento platónico. De ahí, solo un saltito a las revistas de Toutain, Creepy, 1984, Comix Internacional, a comenzar a sentir curiosidad por saber más de ese mundo que me fascinaba espoleado por los artículos de Javier Coma. Me quedé prendado de TOTEM, de Moebius y Corto Maltés; devoré hasta el empacho la Historia de los cómics que editó Toutain y, más grave, comencé a coleccionar tebeos.
Y en eso sigo…
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