viernes, 20 de octubre de 2017

DEPENDE DE NOSOTROS, QUE NO LO LOGREN || ‘House of Cards’ o el fin del sueño americano | Babelia | EL PAÍS

‘House of Cards’ o el fin del sueño americano | Babelia | EL PAÍS

LECTURA

‘House of Cards’ o el fin del sueño americano

'Geopolítica de las series' es un lúcido análisis del investigador Dominique Moïsi que publica en España la editorial Errata Naturae. Este es el quinto capítulo completo

‘House of Cards’ o el fin del sueño americano












En la que aún es —¿por cuánto tiempo?— la capital política del mundo, la sombra sucede a la luz y, la una detrás de la otra, van cubriendo los principales monumentos de la ciudad. El director parece haber querido inspirarse en los maestros del claroscuro, como Caravaggio, o en los pintores holandeses del siglo XVII. La imagen se detiene unos instantes sobre las orillas del río Potomac, que atraviesa la ciudad. Se ven unas basuras que sugieren el desorden, por no decir la podredumbre, que se extiende por la capital. «Algo huele a podrido en Dinamarca», decía Hamlet en las primeras líneas de la obra de Shakespeare. ¿Acaso esta misma expresión no puede aplicarse en la actualidad al imperio estadounidense? Y todo ello porque el protagonista de la serie, Frank Underwood, quiere, igual que Macbeth, satisfacer una venganza personal. Cuando las pasiones privadas de los hombres o, simplemente, sus ambiciones personales, prevalecen sobre el sentido del bien común, «desconfiad», parecen decirnos los autores de la serie. Pero ¿este placer en describir el mal es producto de una reacción puritana, de la desesperación ante la crisis de la democracia, o sólo de la voluntad de impresionar para atraer la atención de los espectadores? ¿Hay series sensacionalistas, igual que hay prensa sensacionalista?
Después de los créditos, las primeras imágenes con las que se abre House of Cards son especialmente impactantes y constituyen la mejor de las introducciones para lo que va a seguir. Se oye un golpe. Enseguida se descubre que se trata de un coche que ha atropellado al perro de uno de los habitantes de la distinguida calle en la que se desarrolla la acción. El protagonista de la serie, Frank Underwood, se acerca. ¿Acude al auxilio del perro herido? En realidad, lo mata. ¿Se trata de un acto de compasión de un hombre que quiere abreviar el sufrimiento de un animal condenado, igual que un jinete de un wéstern mete una bala en el cuerpo de su fiel montura para no dejarla indefensa en la naturaleza agreste que los rodea? La metáfora es potente. Ya no hay diferencias entre el salvaje Oeste y la capital de Estados Unidos.
Pero hay otra interpretación posible. Frank Underwood no quiere tanto poner fin al sufrimiento del animal como satisfacer su voluntad absoluta de control sobre el mundo y los seres vivos (animales incluidos) que hay a su alrededor. Con este único fin, todo es posible, todo está permitido, incluido asesinar. La cuestión es no dejarse atrapar y rodearse para ello de una red de hombres o mujeres incondicionales, escogidos en función de sus ambiciones, de su falta total de escrúpulos, cuando no —lo que tal vez sea más importante— a causa de su vulnerabilidad personal, lo que los hace más maleables y manipulables. A esa gente se la puede mangonear. En otros términos, igual que la URSS, o incluso la Rusia de hoy en día, elegía a sus élites a partir de criterios negativos, Underwood se rodea deliberadamente de una suerte de contraélites, de personas elegidas no por sus méritos, sino por sus límites, cuando no por sus vicios y debilidades.
Underwood se nos presenta de inmediato tal y como es, en toda su perversidad. Con el transcurso de las temporadas y su ascenso hacia el poder, se convierte en el maestro relojero, el que decide quién vive o quién muere.
De El ala oeste de la Casa Blanca a House of Cards: el triunfo del cinismo
Con House of Cards dejamos la geopolítica en el sentido estricto del término, aunque está muy presente, de forma casi caricaturesca, en la tercera temporada. Pero seguimos en el ámbito de lo político y encontramos, como en Juego de tronos, el imperio de la violencia. Una violencia más a menudo moral que física, aunque la muerte ronda de forma brutal e inesperada. Para entender bien el significado de esta serie, hay que ponerla en paralelo con su opuesto absoluto, es decir, El ala oeste de la Casa Blanca. En apariencia, es el mismo tema, la conquista y el ejercicio del poder en la Casa Blanca. Pero, en el tratamiento del asunto, no se podrían concebir dos universos más opuestos. Es normal. La segunda, aunque directamente inspirada en una serie televisiva británica de los años noventa —mismo título, mismo tema, mismos autores—, parece, una vez traspuesta en su versión estadounidense, no haberse pensado sino para ser la contrapartida de la primera. Es como si se nos pusiera frente a las dos caras de Jano, una un poco demasiado «blanca», demasiado pura (El ala oeste de la Casa Blanca) y la otra, sin duda, demasiado «negra» y negativa (House of Cards). De hecho, la segunda desagrada, cuando no asquea directamente a los amantes de la primera. Es como si los fanáticos de House of Cards se alegraran de que por fin se cuente la verdad sobre la lucha por el poder en Estados Unidos, mientras que los seguidores de El ala oeste de la Casa Blanca no aceptaran ese ejercicio de desacralización radical del modelo estadounidense. Una cosa es cierta: en Francia no se concibe la existencia de una serie sobre la conquista y el ejercicio del poder en el Elíseo que tuviera aunque sólo sea una décima parte de la virulencia y el goce destructivo de House of Cards. Igual que nuestro país ha tardado muchísimo en enfrentarse a su pasado, desde la Guerra de Argelia hasta la Francia de Vichy (Un village français), demuestra una gran prudencia en la descripción y el análisis de los mecanismos del poder. ¿Se trata de una sacralización ligada al hecho de que el presidente de la v República es el heredero de un monarca elegido, Luis XIV? ¿De ese Rey Sol al que la televisión pública dedica programas y homenajes sin acordarse de que con él, más allá de la gloria de Versalles, se produjo la revocación del Edicto de Nantes, con unas consecuencias a largo plazo desastrosas para el futuro de nuestro país?
En el tratamiento actual de la política, con rarísimas excepciones —como la película El secreto del presidente (Le bon plaisir), estrenada en 1984—, somos de una contención extrema. ¿Se trata, sin más, de una forma no muy sutil de autocensura por parte de los guionistas, los directores y, más aún tal vez, los productores?
Sea como sea, el espectador francés se apasiona por una serie como House of Cards en la misma medida en que ésta le parece sencillamente imposible en Francia. ¡Faltaría más, es que no estamos en Estados Unidos! La autocrítica tiene un límite.
Si House of Cards se inspira en la irreverencia de Gran Bretaña, «madre de las democracias», con respecto a la política y los políticos, El ala oeste de la Casa Blanca es, al contrario, profundamente estadounidense. Contó, por ejemplo, con los consejos de David Axelrod, asesor político de alto nivel, que contribuyó a la victoria de Barack Obama en las elecciones presidenciales de 2008 y 2012. La serie aporta una visión positiva de la política y, más aún, de la política estadounidense. Su protagonista, el presidente Jed Bartlet, puede mentir sobre su estado de salud y tener una vida familiar complicada, pero no por ello deja de ser el presidente ideal, casi soñado, aunque extraiga algunos elementos de su personalidad de quien fuera presidente en la vida real, Bill Clinton. Los hombres y mujeres que lo rodean son, con raras excepciones, personajes positivos. Creen en lo que hacen, luchan por los valores, incluso aunque el combate sea duro y necesite ciertos acomodamientos con una visión moralista estricta. No por estar «en política» son menos hombres y mujeres, podría decirse plagiando el Tartufode Molière.
El presidente Bartlet hace gala de una empatía excepcional. Sobresale por su inteligencia (ha sido Premio Nobel), su cultura, su sentido de la justicia y del derecho, su equilibrio, su capacidad durante las crisis para tomar decisiones justas en el momento preciso. Verlo y oírlo es rendirse a él. Tal vez, con el personaje de Bartlet, al menos a partir de 2001 —la serie empieza en 1999—, la izquierda liberal estadounidense estaba dibujando de forma implícita la antítesis de quien ocupaba de verdad la Casa Blanca, George W. Bush. Pero, más probablemente, ¿el mensaje explícito de la serie no equivale a un voto de confianza hacia la política estadounidense en general y sus valores fundamentales: optimismo, excepcionalidad, individualismo? «Podéis estar orgullosos de vuestros dirigentes y podéis estar orgullosos de ser estadounidenses». Cierto es que los problemas morales no se obvian. ¿Se puede, por ejemplo, ordenar el asesinato de un jefe de Estado extranjero, aunque sea responsable de acciones terroristas que han costado la vida a ciudadanos estadounidenses? Pero seguimos en un universo moral y positivo, próximo, en última instancia, al de las películas de Frank Capra de finales de los años treinta, como Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington), o de los años cuarenta, como ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life).
Estados Unidos es la «City on the Hill» (la «ciudad asentada sobre la colina»). No puede sino hacer soñar a sus conciudadanos y al mundo: de la antorcha de la Estatua de la Libertad a los discursos de JFK, de Martin Luther King a la elección de Barack Obama, encarnación última del sueño americano.
Entre el mundo de El ala oeste de la Casa Blanca y el de House of Cards hay un océano que conviene explorar.
¿Cómo se pasa de Bartlet a Underwood, de un modelo a un contramodelo, del idealismo más noble al cinismo más repugnante y detestable? En términos más profesionales, o incluso comerciales, ¿cómo llegaron los productores de House of Cards a la conclusión política de que ya era hora de trasponer la serie británica epónima a Estados Unidos?
De la crisis económica a la crisis moral de Estados Unidos
Entre El ala oeste de la Casa Blanca y House of Cards está el 11 de septiembre y más aún, tal vez, la crisis financiera y económica que atraviesa Estados Unidos a partir de 2007. Y también, sobre todo, la consecuencia de dicha crisis: el aumento de la desconfianza hacia la política y los políticos y, más allá, hacia todas las instituciones de poder en Estados Unidos. Gobierno, Iglesias, Tribunal Supremo, mundo empresarial… Todos desacreditados, cuando no podridos. Los resultados de las encuestas de opinión son elocuentes. En 1997, dos años antes del comienzo de El ala oeste de la Casa Blanca, el veinticinco por ciento de los estadounidenses declaraba tener una gran confianza en la institución más venerada y respetada del país, el Tribunal Supremo; en 2014, ya no era más que el trece por ciento quien tenía una confianza total en el poder de los jueces. En 2005, el veintidós por ciento tenía una gran confianza en los bancos; en 2014, ya no era más que el diez por ciento. Sólo el ejército y la policía conservan la confianza —relativa, eso sí— de los estadounidenses. Según un sondeo de CNN/ORC de 2015, sólo el diez por ciento de los ciudadanos estadounidenses consideraba que sus opiniones están representadas en Washington. Según Rasmussen, otro instituto de opinión, en 2015 sólo el veintinueve por ciento de los estadounidenses creía que su país va por buen camino. Esta erosión de la confianza en los pilares de la sociedad conduce a una incertidumbre creciente con respecto al futuro y a una cultura del miedo que tiene un efecto negativo sobre la política estadounidense en sí misma y —habida cuenta del peso que aún tiene Estados Unidos, tanto en lo real como en lo emocional— sobre el conjunto del mundo. En este contexto de desconfianza ante lo político es donde conviene situar House of Cards y, sin duda, donde radican los motivos de su éxito. La serie se corresponde, ni más ni menos, con el espíritu del tiempo, el Zeitgeist, que dirían los alemanes.
En términos psicológicos, ¿el protagonista de House of Cards, Frank Underwood, es la encarnación más lograda del perverso narcisista? Con una diferencia importante, porque no está a la cabeza de una simple empresa, sino en la cúspide del poder de la primera potencia mundial.
La destrucción sistemática del sueño americano
En House of Cards, el sueño americano se despedaza de forma deliberada y sistemática. Todo el mundo, hasta los llamados personajes secundarios (¿pero sigue habiendo de eso en el mundo de las series?), se describe bajo la luz más negativa. Ninguna categoría se libra. Al contrario, con un propósito de inclusión democrática, todas se presentan bajo una mirada crítica. Afroamericanos, hispanos, indios, hombres, mujeres, ricos, pobres, jóvenes, viejos, lobistas, hombres de negocios, políticos, periodistas. Todos son, de un modo u otro, corruptos, cínicos y calculadores, obsesionados por una misma cosa: el poder, sea cual sea el precio que haya que pagar, tanto uno mismo como los demás, para lograrlo. Nadie supone una excepción a la regla. Casi se podría hablar de una presentación negativa del melting pot a la estadounidense. El sistema de integración de Estados Unidos ha funcionado bien, la prueba es que todos son igual de detestables, igual de corruptos moralmente unos que otros.
Esta crítica sistemática del sueño americano se corresponde, de hecho, con una realidad; al menos, en términos de percepción. En junio de 2014, The Washington Post difundió un estudio sobre la opinión pública estadounidense, realizado por cnn, que llevaba por título: «¿El sueño americano ha muerto?». Los resultados principales eran sorprendentes. El sesenta y tres por ciento de los estadounidenses pensaba que sus hijos vivirían peor que ellos. Era justo lo contrario que en 1999, cuando empezó la serie El ala oeste de la Casa Blanca. En aquella época, dos tercios de los estadounidenses estaban convencidos de que sus hijos tendrían una vida mejor que la suya.
Al elegir una presentación de la política en su forma más oscura, del modo más extremo, por no decir exagerado, los autores de la serie se sintieron animados por la evolución del mundo real. Su mensaje explícito podría ser: «Sé que estoy exagerando, pero poco». No hay más que ver lo que ocurre en Washington, el poder está paralizado. La democracia estadounidense se ha convertido en una «vetocracia», por retomar el afortunado término de Francis Fukuyama, filósofo de la Universidad de Yale. La sociedad está cada vez más dividida y polarizada. Existe un desacuerdo sobre los fundamentos en cuanto al papel que debe desempeñar el Gobierno. Siempre demasiado según los unos, nunca suficiente según los otros. La cantidad de dinero que se invierte en las campañas electorales se ha disparado y no sólo en las elecciones presidenciales, sino también en las de legisladores o gobernadores.
De hecho, el contrato social está agotado y las desigualdades se acrecientan. En Estados Unidos, el rotundo éxito del libro de Thomas Piketty El capital en el sigloXXI es la prueba de que el economista francés sabe dar donde duele. Estamos asistiendo, efectivamente, en el país que se erigió en adalid de la igualdad entre los seres humanos, a la victoria de los herederos sobre los trabajadores. «El pasado devora el porvenir», escribe Piketty. ¿No es ésta la definición del antisueño americano? Sumemos a ello un país que vive muy por encima de sus posibilidades, habida cuenta de sus deudas, y que, en pleno agotamiento imperial, está obsesionado con la perspectiva o la realidad de su declive. Las últimas intervenciones de Estados Unidos en Irak y Afganistán, por no hablar de Pakistán, han arrojado, en general, un saldo muy negativo. ¿Se puede llegar a hablar, más allá de una crisis de Estados Unidos, de una crisis del modelo democrático o, por ampliar aún más, de una crisis del mundo occidental? Muchos seguidores de House of Cards están convencidos de ello, ya que ven en la serie una confirmación de sus convicciones más pesimistas.
House of Cards vista desde China
En realidad, la influencia de la serie es doble. Por un lado, House of Cards refleja el malestar de Estados Unidos. Por otro, alimenta el cinismo de las élites en los regímenes totalitarios que confunden con júbilo realidad y ficción y extraen de ella interpretaciones políticas que sirven a sus convicciones. ¿Cómo osan los estadounidenses darnos lecciones de moral?, piensan. Hemos visto los últimos episodios de House of Cards, no somos tontos. Incluso los occidentales nacidos en países democráticos sucumben a veces a la tentación de integrar la serie en sus categorías de análisis. Así, en el Financial Times se podía leer, al día siguiente de que el presidente Obama anunciara su ambiciosísimo plan de lucha contra el calentamiento global, un comentario que hacía referencia a House of Cards y ponía el énfasis no en el contenido del plan, sino en su capacidad para poner a la oposición republicana a la defensiva:
«Digan lo que digan, los republicanos no pueden más que mostrarse a la defensiva, al haber dejado el bando de la modernidad a la Casa Blanca». En política, ¿no es más importante dividir a los adversarios que poner en marcha las reformas necesarias?
House of Cards está en su salsa al describir un mundo político totalmente dominado —la palabra «obsesionado» sería quizás más oportuna— por sus luchas internas. El contexto internacional está presente, es cierto, desde China hasta Oriente Próximo pasando por Rusia, que tiende a sustituir a China como la principal amenaza conforme avanzan las temporadas. Pero todo ello, al final, es secundario. De hecho, en la tercera temporada de la serie el tratamiento de los envites internacionales es, demasiado a menudo, totalmente idealista, por no decir ridículo. Parece casi un pretexto para preparar el terreno a las crecientes tensiones entre la pareja presidencial. «Jamás debí haberte hecho embajadora», dice Frank Underwood a su mujer.
«Jamás debí haberte hecho presidente», le responde ella al instante. Estamos más cerca de «La fierecilla domada en la Casa Blanca» que de cualquier análisis serio de la política estadounidense, a menos que se trate de una explicación en profundidad sobre las debilidades extremas de la diplomacia actual de ese país. En el fondo, no les interesa o ya no les interesa. Ya han dado demasiado juego, y durante demasiado tiempo, con los resultados que conocemos.
Las disputas familiares en la cúspide o los problemas de poder en el interior son infinitamente más apasionantes, e importantes en realidad, que los juegos de equilibrio en el exterior. Todos los prejuicios contra la política y los políticos se ponen por delante y, por lo tanto, se magnifican.
House of Cards y el ascenso de los populismos
House of Cards acompaña, y para algunos incluso acelera, el ascenso de los populistas del Tea Party en Estados Unidos. ¿Los primeros éxitos de Donald Trump durante la campaña para las primarias del Partido Republicano no son también el reflejo de este rechazo de las élites? «Todos los políticos son unos mentirosos. No os fieis de sus programas».
En un contexto de desconfianza hacia la política, lo que cuenta más que nunca es la personalidad, el carácter de la persona que se va a elegir. Cuanto más excéntrico y diferente sea, cuanto más lejos parezca estar de los juegos de poder de Washington —aunque sólo sea en apariencia—, mejor será. Cuanto más rico sea, menos riesgo habrá de que se corrompa como todos los demás. Hay que fiarse de él porque piensa fuera del marco habitual de la política. Al volver a ver tal o cual episodio de House of Cards, se comprende todo.
En este nivel de perversidad y duda combinadas, la serie no sólo matiza la realidad: termina por crearla. Existe un paralelismo evidente entre los peligros de Internet y los de las series televisivas. En un momento determinado, la realidad y la ficción se confunden. Ya no nos entretenemos, nos informamos. Bill Clinton, presidente de Estados Unidos entre 1992 y 2000, dijo —por supuesto, con un tono de confidencia humorística— a Kevin Spacey, el hombre que hace de él —es decir, de presidente— en la serie: «Me encanta House of Cards. El noventa y nueve por ciento de lo que hacéis en la serie es cierto. ¡El uno por ciento de error se debe a que, en la vida real, jamás podríais haber conseguido que una ley sobre la educación se aprobara tan rápido!». Una declaración que, si resultara ser precisa y se extendiera ampliamente por Estados Unidos, no ayudaría a la candidatura de Hillary, su mujer, a la presidencia, aunque no pueda entenderse más que como un chiste. Un chiste revelador de la dureza de la lucha por el poder en Washington, ciudad que, a pesar del surgimiento de una vida cultural significativa desde hace varias décadas, no vive más que por y para el poder.
En una serie como House of Cards, todas las teorías del complot, hoy más de moda que nunca en el mundo entero —basta con haber cogido un taxi en París tras los atentados del 13 de noviembre de 2015 para convencerse de ello—, se ven confirmadas. Ayer, a través de series como Dallas y Derrick, se descubría el nivel de vida de los estadounidenses o de los alemanes del Oeste. Hoy ya no se trata de penetrar en la comodidad de los interiores, sino en la perversidad de las almas.
Si Juego de tronos es un compendio de historia diplomática para iniciados, revisado y corregido por Maquiavelo o Hobbes, House of Cards es una hábil mezcla de Las amistades peligrosasLos Borgia y Los Soprano. Valmont y la marquesa de Merteuil están encarnados aquí por Frank Underwood y su mujer. Esta comparación con Las amistades peligrosas parece además respaldada por el parecido físico entre las dos actrices principales: Glenn Close en la película basada en la novela de Choderlos de Laclos y Robin Wright en la serie estadounidense. ¿No hay una especie de acuerdo entre estos dos cómplices y rivales a la vez? ¡No puedes convertirte en presidente sin mi ayuda, pero yo seré presidenta después de ti! La realidad es, por supuesto, muchísimo más compleja e integra elementos más íntimos y deliberadamente ambiguos sobre la vida de la pareja y las preferencias sexuales del propio presidente.
El ala oeste de la Casa Blanca alababa, al menos de forma indirecta, los méritos de Bill Clinton. Podemos preguntarnos, al ver House of Cards, si la serie se utilizará algún día para explicar el fracaso de la candidatura de Hillary Clinton a la Casa Blanca. Bill era cálido, simpático a pesar de sus infidelidades; Hillary Clinton lo es mucho menos. Todo dependerá, por supuesto, del candidato que el Partido Republicano ponga frente a ella. ¿Sabrá evitar una deriva a la derecha, lo que lo excluiría de la Casa Blanca con la misma seguridad con que su deriva a la izquierda condena al Partido Laborista británico a permanecer en la oposición o a hacer su revolución interior?
Esos malos casi simpáticos
En efecto, al igual que en Dallas o Los Soprano, los «malos» se presentan bajo una luz casi favorable en House of Cards. En el original británico y en su versión estadounidense, el personaje protagonista mantiene apartados discretos, frente a la cámara, con el público. Al contrario de lo que ocurre en la tragedia griega, en la que el coro comenta acontecimientos sobre los que el protagonista de la acción no influye nada o casi nada, en House of Cards es éste quien, con un tono de confidencia, convierte al espectador en testigo de sus cálculos y sus emociones. Da las claves necesarias para comprender la estrategia que está poniendo en marcha. Por supuesto, estamos muy próximos, otra vez, al teatro de Shakespeare, que parece ser la fuente de inspiración común de tantas series anglosajonas de calidad.
En este nivel de cinismo, ya no se admira la capacidad de Estados Unidos de criticarse a sí mismo: se contempla, con una mezcla de fascinación y pavor, su capacidad para autodestruirse. ¿Estamos en las vilezas del bajo Imperio romano? Lo que se describe ya no es la razón de Estado en su grandeza inhumana, sino la ambición brutal de un hombre —por no decir de una pareja— infernal. No hay nadie que mantenga su palabra, como demuestra el episodio en el que un chino —después de haber sido utilizado en el equivalente de una lucha de poder entre distintos «clanes» de Washington— acaba, a pesar de todas las promesas que se le han hecho, siendo entregado a las autoridades de su país, lo que implica para él una muerte segura. Ya no es «el mal corre», como en la obra de teatro de Jacques Audiberti, es «el mal galopa y triunfa». Y todo ello parece, de hecho, «casi» creíble. El presidente Obama no tiene nada de Frank Underwood, pero este último es la demostración de que se puede llegar a ser presidente de Estados Unidos sin haber sido elegido jamás, manteniendo un discurso del tipo: «La democracia está muy sobrevalorada» («Democracy is seriously overrated»), dice Underwood, que acaba de ser nombrado vicepresidente, en uno de sus apartados particularmente eficaces con el público, los ojos mirando fijos a la cámara.
Yo estaba en el metro londinense el día de las elecciones legislativas de mayo de 2015, cuando unos carteles enormes en las paredes anunciaban la emisión de la tercera temporada de House of Cards, con esa cita tan provocadora. Al salir de los pasillos del tube en busca de aire libre y pasar ante un colegio electoral en el que los ciudadanos cumplían con su deber en un clima de paz y serenidad, a pesar del miedo, siempre presente, a los atentados terroristas, no pudo sino sorprenderme el contraste existente entre la proclamación del carácter sobrevalorado de la democracia y el espectáculo que se me estaba ofreciendo. Underwood estaba equivocado y Churchill tenía razón: la democracia es el peor sistema de gobierno, con la excepción de todos los demás. La realidad, en ese caso y al menos en ese país, Gran Bretaña, era el mejor desmentido de la ficción.
Borgen o ¿las mujeres pueden ser el futuro de la política?
En una serie política danesa de gran calidad, que describe el ascenso y el ejercicio del poder de una primera ministra, próxima en su perfil positivo al presidente Bartlet de El ala oeste de la Casa Blanca, los créditos de la primera temporada empiezan, es cierto, con una cita de Maquiavelo sobre la naturaleza del poder. Pero el carácter de la protagonista está inspirado directamente en un personaje real muy positivo. Se trata de Margrethe Vestager, quien, después de haber sido viceprimera ministra de su país, Dinamarca, es hoy comisaria europea de la competencia en Bruselas, desde donde se dice que hace temblar a gigantes como Google.
Al contrario de lo que ocurre con House of Cards, el mensaje de Borgen está atenuado por el desarrollo de la intriga. Para triunfar en política hay que «jugar al juego», por supuesto, pero no es necesario comportarse como un lobo. El respeto por los principios y, más aún, por los demás, la honestidad, la pedagogía y la modestia son cualidades necesarias para conquistar y ejercer el poder. Las mujeres, puesto que dan la vida y están menos fascinadas por la guerra, ¿podrían estar predispuestas naturalmente para el ejercicio razonable del poder? Incluso aunque la vida privada de esta primera ministra se resienta a veces por su trabajo, incluso aunque la pareja que forma con su marido esté más que debilitada por su ejercicio del poder.
En las monarquías constitucionales del norte de Europa, por muy modesto y honrado que sea el Estado, al marido de una primera ministra no le resulta menos difícil verse reducido, por lo menos ante sus ojos, al estatus de príncipe consorte bis, ya que, por supuesto, el primer príncipe consorte es el marido de la reina. Existe, no obstante, un cierto mensaje implícito que hace de hilo conductor en Borgen y que podría resumirse del siguiente modo. Para seguir los consejos de moderación que da Maquiavelo, ¿sería preferible ser princesa a ser príncipe? Éste no es el mensaje de Juego de tronos, claro está —las mujeres son tan crueles como los hombres—, ni, de hecho, el de House of Cards. ¿La mujer de Frank Underwood está siguiendo su conciencia cuando se las da de heroína, en la defensa de la causa de los homosexuales, o lo único que está haciendo es calcular el impacto que ese comportamiento tendrá sobre su imagen personal en el futuro?
Es cierto que, en House of Cards, no estamos ya en el universo de Maquiavelo, sino en otro muchísimo más intenso y venenoso: el de la lucha por el poder a cualquier precio. Incluso el sexo se convierte en un medio privilegiado para lograr los fines perseguidos. Ello da lugar a una escena totalmente grotesca en los baños de las Naciones Unidas, entre la embajadora estadounidense, que es a la vez la mujer del presidente —una hipótesis muy poco plausible— y el embajador ruso.
Todo sentimiento en House of Cards, por pequeño que sea, se convierte, como en Juego de tronos, en una debilidad que puede perderte.
La disfunción de la política estadounidense
Lo que se presencia en la serie House of Cards —en concreto, la sucesión de asesinatos cometidos inicialmente por el personaje principal— no es siempre creíble. Pero estos acontecimientos se inscriben en un contexto que parece confirmar las peores críticas contra un sistema político estadounidense que —y esto sí que es realidad y no ficción— ha dejado de funcionar. Pero ¿cómo reformar unas instituciones que tenían por objetivo, a finales del siglo XVIII, proteger la democracia por medio de un estricto equilibrio entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial? La pequeña república estadounidense podía, así, parecer ejemplar. Hoy en día, la república postimperial está, en realidad, paralizada por ese sistema que ya no controla y que parece obedecer a una lógica de autodestrucción.
¿Y si la ficción no fuera más que la antesala, si no la prefiguración, de la realidad?
El problema es que, mientras la primera potencia democrática mundial acepta que se eche más leña al fuego, en términos de vilezas, a través de series que fascinan al mundo y tienen una audiencia global, cuando no un alcance universal, la Rusia de Putin, al contrario, se vale de las series como eficaz arma de propaganda dirigida hacia sus propios ciudadanos. Es cierto que, en el caso ruso, las noticias oficiales se convierten en pura ficción. ¿Cuánto tiempo transcurrió entre la destrucción, en pleno cielo, de un avión chárter ruso que sobrevolaba el Sinaí y el momento en el que la presidencia rusa se vio obligada a rendirse a la evidencia? Se trataba, desde luego, de un acto terrorista. Con tal nivel de control sobre la información, de eficacia —muy a menudo— de la propaganda rusa, ya casi no es posible distinguir la realidad de la ficción. La desinformación sistemática se inscribe en un discurso coherente y organizado. Al día siguiente de la destrucción, en pleno vuelo, del Boeing de Malaysia Airlines, el 8 de marzo de 2014, me encontré en un debate radiofónico con el embajador de Rusia en París. «Es imposible que hayamos sido nosotros, ni siquiera indirectamente, con nuestras armas —afirmaba de manera categórica—. No está entre nuestros intereses». No pude evitar responderle que, gracias a él, me sentía «veinticinco años más joven», de vuelta en los viejos y buenos tiempos de la URSS.
En la televisión, los noticiarios rusos insistían en los combates de Ucrania, en los complots occidentales contra Rusia y en una presentación positiva (y repetitiva) de Vladímir Putin. Un presidente que garantiza la estabilidad de un país rodeado de enemigos. Este mensaje se magnifica por medio de series de gran presupuesto (para los estándares rusos) que glorifican los combates durante la Segunda Guerra Mundial por Crimea o por series de espionaje que denuncian las traiciones de los nefastos supuestos liberales que colaboraban con el enemigo.
Está claro que existen dos raseros. A través de sus series, Estados Unidos se flagela. A través de las suyas, que no tienen, en esencia, más que una audiencia local, Rusia se glorifica. En este juego, ¿se puede seguir creyendo que una sociedad democrática y abierta prevalecerá necesariamente, a la larga, presentando sus debilidades de manera casi caricaturesca, sobre un régimen que también se presenta a sí mismo de manera caricaturesca, jactándose sólo de sus méritos?
Es cierto que, en el cine, una película reciente, Leviatán, podría percibirse como una denuncia despiadada del poder local ruso. Pero ¿no se trataba precisamente, para el poder central de Moscú, de hacer recaer en los potentados regionales la responsabilidad sobre la corrupción y la violencia?
¿Y si saliera rentable mentir?
En esta lucha desequilibrada entre la ficción que debilita y la que magnifica, ¿se puede temer que, al menos a corto plazo, salga rentable mentir? La pregunta está sobre la mesa. Digna heredera de la urss, la Rusia de Putin no anima a sus ciudadanos a un proceso de reforma, indispensable, no obstante, para su supervivencia económica y, por lo tanto, política. «Todo sería perfecto si no estuviéramos rodeados de enemigos agresivos que no tienen otra ambición que humillarnos y debilitarnos mediante una política de sanciones», repite sin cesar la propaganda rusa.
Una política simplista que se acompaña, sin embargo, de una diplomacia mucho más sutil y, en lo que concierne a Siria, eficaz, al menos temporalmente.
Dejándose llevar por lo que a algunos podría parecerles un antiamericanismo simplista, ¿una serie como House of Cards permitiría a la democracia estadounidense, por el contrario, reinventarse y trascender, en concreto, el bloqueo de sus instituciones?
La serie se convierte en aliciente para no hacer nada en el caso ruso y para hacer las cosas mejor en el caso estadounidense.
Pero el daño es profundo. Pensar que una serie como House of Cards puede ser la oportunidad de un repunte de la democracia estadounidense es, sin duda, demostrar un exceso de optimismo. Desde luego, se puede leer como una suerte de llamada desesperada a un despertar moral, una forma de «nunca más» a la estadounidense. No vamos a tolerar más estas derivas de nuestro modelo democrático.
Pero, de manera más profunda sin duda, House of Cards refleja una pérdida de confianza generalizada con respecto a las élites. De ellas se puede esperar cualquier cosa. En Gran Bretaña, la multiplicación de escándalos sexuales —a menudo de pedofilia— que implican a personalidades que pueden estar ya muertas se inscribe así en esta nueva visión negativa de las élites. Una evolución que fomenta todo tipo de populismos o radicalismos.
¿House of Cards, en su versión estadounidense (¿universal?), contribuye a acelerar este fenómeno o no hace más que reflejarlo? Ésa es la pregunta clave. Ante una serie así, parece que se estén esperando picos en la voluntad de desacralizar la política y a los políticos. Y esta evolución se produce en el peor momento, cuando la potencia protectora del Estado se hace más necesaria que nunca frente a amenazas existenciales que son cada vez más numerosas.
¿Una serie debería contribuir a un despertar moral o incluso a tranquilizar a los ciudadanos mediante un mensaje que resulte más positivo y al mismo tiempo no deje de ser realista sin parecer aburrido ni artificial? Dicho de otro modo, ¿una serie puede llevarnos a repensar el orden del mundo, más que a concentrarnos exclusivamente, como con placer, si no con un cierto sadismo, en la defensa e ilustración de sus trastornos?
Sin lugar a dudas, éste no es tampoco el objetivo de la serie noruega Occupied, cuya primera temporada se emitió a través del canal de televisión Arte a finales de 2015. En realidad, el universo de Occupied está más próximo al de House of Cards que al de Borgen.
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Autor: Dominique Moïsi.
Editorial: Errata Naturae (2017).
Formato: tapa blanda (200 páginas).

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